Madre creyó que Carmona cantaría antes de aprender a hablar, como el hijo de la señora Ikeda. Muchas veces, en medio de la noche, se acercaba a la cuna y acechaba su respiración, con la esperanza de que estuviera dibujando alguna melodía. Y cuando oía maullar (porque siempre, aunque no hubiera gatos, Madre oía maullar), despertaba a Padre y le decía: “Por fin el niño ha empezado con su canto”. Padre se levantaba en puntillas y no encontraba nada. A veces, sí, brotaba del niño un gorjeo tonto, como un desperezo de las cuerdas vocales, y entonces Madre se arrebataba, corría de un lado a otro del dormitorio con su camisón de reina: “¿Has oído, has oído?”, preguntaba. “¿Ahora te convencés?” Padre se apresuraba a darle la razón: “Claro que sí. Algo he oído”. Pero la mayor parte de las noches Madre se dormía desalentada, con el presentimiento de que Carmona nunca tendría voz.
Al poco tiempo Madre parió gemelas con sendos lunares en la espalda, sombreados por cerdas negras, como parches de una piel animal. Madre supo desde el principio que las gemelas no querrían aprender a nadar, para no mostrar sus espaldas escotadas, y decidió que si Carmona nadaba por los tres desarrollaría prodigiosamente los pulmones y músculos de la voz. Había leído en una revista que los niños nadan por instinto, como los otros mamíferos, y que el instinto se les adormece con las primeras luces de la inteligencia. Carmona estaba por cumplir dos años: ya casi no quedaba tiempo. Lo llevaron a una pileta de agua fría, al pie de las montañas amarillas, y lo arrojaron sin miramientos. El agua estaba podrida, con manchas de insectos y rayas de bronceadores rancios. No había nadie alrededor. Ni Madre ni Padre sabían nadar, de modo que Carmona se hubiera ahogado si no hubiera sido por los instintos, que seguían despiertos. Tocó el fondo del agua espesa y no sintió frío: su atención estaba demasiado ocupada en los movimientos de las tinieblas, que eran más frenéticos cuanto más abajo llegaba. Antes de hundirse en el limo, se izó hacia la superficie. Había aprendido a respirar ya no sólo con el aire sino con el recuerdo del aire. Los alvéolos de los pulmones estaban henchidos de abejas de aire que continuaban con su ajetreo sin inquietarse por lo que pasaba afuera: el frío, la humedad, el agua, el vacío, los tóxicos, nada les hacía mella. ¿Sabía Padre cuánto tiempo había estado sumergido? Unos nueve segundos, le dijo a Madre, orgulloso. Fueron más: por lo menos el doble.
Padre se entusiasmó tanto con los progresos de Carmona en el agua que decidió cortar de raíz el pudor de las gemelas por sus lunares y obligarlas a nadar. No se arriesgó a lanzarlas a la pileta confiando en sus instintos, porque nunca supo si los tenían. Las dejaba horas llorando en la cuna, para que ejercitaran los pulmones, y cuando las bañaba les sostenía la cabeza bajo el agua tres o cuatro segundos. Las gemelas aprendieron a contener la respiración pero nunca nadaron. Odiaban el agua.
...
Cada vez que Padre exhibía los lunares de las gemelas, Carmona tenía miedo de que le pasara lo mismo. Tarde o temprano me tocará el turno a mí, decía. Parado frente al vestidor de Madre, examinaba su cuerpo en busca de alguna imperfección escondida. ¿Un dedo atrofiado en el ombligo: a ver? ¿Pelos en la planta de los pies? ¿El tatuaje de una letra en la espalda? Las criadas confirmaban sus temores: Ya te llegará el día a vos también. Y él se dormía pensando que era verdad: cuando despertara habría llegado el día.
...
Al poco tiempo de la mudanza, y sin razón alguna, se convirtieron en una fatalidad insoportable para Madre. Aunque ella nunca lo dijo, yo sé que les deseaba la muerte. Tenían la costumbre de lavarse dos veces por día, antes del almuerzo y a la caída de la tarde. Hundían la cara y los brazos en jofainas de porcelana y se frotaban las piernas con arena, obedeciendo al Profeta. De rodillas, con las manos tendidas hacia los páramos del oriente y la frente clavada en los humores del piso, cantaban a Dios una letanía que Padre remedaba cuando había visitas: la ilajá ilá laj. Para colmo, los hombres andaban desnudos por el patio y besaban a sus mujeres delante de todo el mundo, estallando cada dos por tres en carcajadas que a Madre le sonaban obscenas. El dinero no parecía importarles, como si les lloviera del cielo. “Han de ser contrabandistas”, suponía Padre. “De otra manera, tanta alegría no tiene explicación”. Por si fuera poco, alimentaban a montones de gatos. Durante los rezos, los gatos se les trepaban a las espaldas y maullaban, ellos también con los hocicos vueltos hacia los páramos. La hija mayor de los Alamino, con un lunar redondo y abultado en mitad de la garganta, estaba a punto de casarse. Lo primero que hacía el novio por las noches, cuando la visitaba, era quitarle el echarpe y lamer el lunar apasionadamente. “¿Vieron que es bueno tener lunares?”, explicaba la señora Alamino a las gemelas cuando empezaron a contarle sus desconsuelos. “Si no fuera por la tentación de besar el lunar de Leticia, el novio no la querría tanto”.
Al poco tiempo Madre parió gemelas con sendos lunares en la espalda, sombreados por cerdas negras, como parches de una piel animal. Madre supo desde el principio que las gemelas no querrían aprender a nadar, para no mostrar sus espaldas escotadas, y decidió que si Carmona nadaba por los tres desarrollaría prodigiosamente los pulmones y músculos de la voz. Había leído en una revista que los niños nadan por instinto, como los otros mamíferos, y que el instinto se les adormece con las primeras luces de la inteligencia. Carmona estaba por cumplir dos años: ya casi no quedaba tiempo. Lo llevaron a una pileta de agua fría, al pie de las montañas amarillas, y lo arrojaron sin miramientos. El agua estaba podrida, con manchas de insectos y rayas de bronceadores rancios. No había nadie alrededor. Ni Madre ni Padre sabían nadar, de modo que Carmona se hubiera ahogado si no hubiera sido por los instintos, que seguían despiertos. Tocó el fondo del agua espesa y no sintió frío: su atención estaba demasiado ocupada en los movimientos de las tinieblas, que eran más frenéticos cuanto más abajo llegaba. Antes de hundirse en el limo, se izó hacia la superficie. Había aprendido a respirar ya no sólo con el aire sino con el recuerdo del aire. Los alvéolos de los pulmones estaban henchidos de abejas de aire que continuaban con su ajetreo sin inquietarse por lo que pasaba afuera: el frío, la humedad, el agua, el vacío, los tóxicos, nada les hacía mella. ¿Sabía Padre cuánto tiempo había estado sumergido? Unos nueve segundos, le dijo a Madre, orgulloso. Fueron más: por lo menos el doble.
Padre se entusiasmó tanto con los progresos de Carmona en el agua que decidió cortar de raíz el pudor de las gemelas por sus lunares y obligarlas a nadar. No se arriesgó a lanzarlas a la pileta confiando en sus instintos, porque nunca supo si los tenían. Las dejaba horas llorando en la cuna, para que ejercitaran los pulmones, y cuando las bañaba les sostenía la cabeza bajo el agua tres o cuatro segundos. Las gemelas aprendieron a contener la respiración pero nunca nadaron. Odiaban el agua.
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Cada vez que Padre exhibía los lunares de las gemelas, Carmona tenía miedo de que le pasara lo mismo. Tarde o temprano me tocará el turno a mí, decía. Parado frente al vestidor de Madre, examinaba su cuerpo en busca de alguna imperfección escondida. ¿Un dedo atrofiado en el ombligo: a ver? ¿Pelos en la planta de los pies? ¿El tatuaje de una letra en la espalda? Las criadas confirmaban sus temores: Ya te llegará el día a vos también. Y él se dormía pensando que era verdad: cuando despertara habría llegado el día.
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Al poco tiempo de la mudanza, y sin razón alguna, se convirtieron en una fatalidad insoportable para Madre. Aunque ella nunca lo dijo, yo sé que les deseaba la muerte. Tenían la costumbre de lavarse dos veces por día, antes del almuerzo y a la caída de la tarde. Hundían la cara y los brazos en jofainas de porcelana y se frotaban las piernas con arena, obedeciendo al Profeta. De rodillas, con las manos tendidas hacia los páramos del oriente y la frente clavada en los humores del piso, cantaban a Dios una letanía que Padre remedaba cuando había visitas: la ilajá ilá laj. Para colmo, los hombres andaban desnudos por el patio y besaban a sus mujeres delante de todo el mundo, estallando cada dos por tres en carcajadas que a Madre le sonaban obscenas. El dinero no parecía importarles, como si les lloviera del cielo. “Han de ser contrabandistas”, suponía Padre. “De otra manera, tanta alegría no tiene explicación”. Por si fuera poco, alimentaban a montones de gatos. Durante los rezos, los gatos se les trepaban a las espaldas y maullaban, ellos también con los hocicos vueltos hacia los páramos. La hija mayor de los Alamino, con un lunar redondo y abultado en mitad de la garganta, estaba a punto de casarse. Lo primero que hacía el novio por las noches, cuando la visitaba, era quitarle el echarpe y lamer el lunar apasionadamente. “¿Vieron que es bueno tener lunares?”, explicaba la señora Alamino a las gemelas cuando empezaron a contarle sus desconsuelos. “Si no fuera por la tentación de besar el lunar de Leticia, el novio no la querría tanto”.
Fragmento de La mano del amo, 1991.
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