domingo, febrero 14, 2010

“El Oriente de la diferencia”, de Eugenio Chahuán







El nombre de Europa evoca una hermosa leyenda, Europa era hija del rey fenicio Agenor y de su mujer Telefasa, que fue raptada y seducida por Zeus. Europa, hija de la tierra de Canaán dio su nombre al continente europeo, cuna de Occidente. El poeta árabe Adonis se pregunta si algo de este legendario encuentro entre Oriente y Occidente no es una de las dimensiones del yo. Sobre todo si este “yo” (Fenicia, tierra de Canaan, Palestina) dio a Europa no sólo su nombre, sino también los elementos más básicos de su identidad: su fe, su cultura, su escritura.

Oriente y Occidente no son realidades absolutas, estáticas. Cada una recrea a la otra de diferentes maneras, dependiendo de los períodos y de las condiciones en que se relacionan, y éste, sin lugar a dudas, ha sido una relación de poder; Occidente, ha creado al Oriente que le convenía. Ha “orientalizado” al Oriente y a lo oriental. Oriente no es el Oriente, como plantea el crítico y académico palestino-norteamericano, Edward Said, sino una construcción ideológica, una percepción del otro desde un “nosotros”.

Lo mismo sucede con Oriente, que se siente totalmente invadido por Occidente. Tanto en el campo de la literatura y de las artes, como en el terreno del pensamiento y de la política, se han creado imágenes densas y complejas sobre el Otro, sobre Occidente. El Oriente árabe tiene una percepción y ha creado también representaciones sobre el Otro Occidental. Son imágenes diferentes, incluso contradictorias, hasta el extremo de que cada uno tiene “su Occidente”, y cada sensibilidad intelectual –o ideológica– ha construido su concepción específica de ese Otro que hace tambalear los fundamentos de la mirada de los árabes sobre sí mismos y sobre el mundo.

Para Occidente, el Oriente puede ser un remanso de paz espiritual, un territorio para huir del tumulto de la civilización, o un espacio de ficción y de poesía, pero también es, para otros, un lugar para la explotación, el colonialismo o la hegemonía, el lugar del despotismo, el fanatismo y el fundamentalismo. Las divergencias que presentan los occidentales en sus visiones del Oriente se deben, por cierto, a la disparidad de intereses y a las diferencias de presupuestos culturales y políticos.

Los mismos mecanismos se producen en las miradas de Oriente sobre Occidente de manera inversa. Occidente es, para algunos, un modelo civilizacional y político que hay que imitar para salir del subdesarrollo. También representa a veces una fuente científica y cognitiva de la que aprender para liberarse del peso del pensamiento mágico y jurisprudencial islamista. No obstante, Occidente representa también una contradicción importante, ya que actúa para dominar al Oriente, al Islam, al musulmán y al árabe, menospreciando sus valores y explotando sus recursos, bienes y en definitiva, convirtiéndolos en su colonia.

La relación dialéctica entre el Occidente y el Oriente ha inducido, desde hace tiempo, a formas de representación mutuamente contradictorias. El pensamiento árabe moderno y contemporáneo, desde los comienzos de lo que se ha dado en llamar "la época del Renacimiento", ha intentado replantearse los fundamentos de Occidente, comprender sus modos de funcionamiento científico, político y cultural. Desde la expedición a Egipto y Palestina de Napoleón Bonaparte hasta nuestros días, la mirada árabe –o las distintas percepciones– siguen siendo tributarias de las diferentes coyunturas históricas que atraviesan. El intelectual, el artista, el político, el hombre de la calle, cada uno según su campo de acción, se ha visto profundamente influido por los datos, cada vez distintos, que le impone Occidente, confortablemente instalado en sus posiciones dominantes. Las percepciones árabes se definen, entonces, por las condiciones de posibilidad que le otorgan la facultad de representarse, de abarcar los elementos de identidad y de comprensión del Otro –Occidente– en sus dimensiones reales e imaginarias.

La relación Europa-Islam es una relación directa, constante y permanente, refrendada no sólo en la geografía y la historia, sino que fundamentalmente en la cultura. Se trata de una relación inevitablemente establecida en términos de confrontación: en el sentido de estar uno frente al otro, de tener la obligación de mirarse y conocerse. Que Oriente y Occidente llegaran a reconocerse sería también sumamente deseable y ventajoso para ambos, pero ello no quiere decir que ese reconocimiento se produzca fácilmente. Entre Occidente y el Islam ha solido ocurrir justamente lo contrario.

Para comprender la visión occidental de Oriente es necesario volver a la historia. La Europa cristiana se unió entre los siglos VIII y X, afectada en cuerpo y alma por las repercusiones de la conquista Árabe Islámica: a partir de ese momento el Oriente fue identificado con el Islam. Su nacimiento y rápida expansión, modifican en gran medida la geografía política y religiosa del Mediterráneo. El Mediterráneo deja de ser el “Mare Nostrum” y se convierte en lugar de encuentro entre Oriente y Occidente, como escribe H. Pirenne en 1935: “A orillas del Mare Nostrum se extienden, desde entonces, dos civilizaciones diferentes y hostiles”.

Es cierto, los musulmanes aparecen como enemigos, pero para los contemporáneos de Carlo Magno, los “musulmanes” son unos enemigos entre muchos otros (sajones, lombardos, vascones, …). Si hoy en día todos los escolares saben la fecha de la Batalla de Poitiers, liberada por Carlos Martel, es porque la importancia de tal batalla ha sido glorificada, magnificada, con el fin de señalar “la detención” de la “invasión islámica”. ¿Qué hubiera ocurrido en Occidente de no haber estado allí Carlos Martel en el año 732?, continúan exclamando los medios de comunicación. Curiosamente, si todos los libros de historia occidentales hacen referencia a Poitiers, pocos son los historiadores árabes que evocan tal batalla, tan sólo como un hecho nimio. Grandes escritores como Tabari de Andalucía o Ibn Qutiyya no lo evocan ni una sola vez.

Entonces, para comenzar, dos mundos diferentes. A principios del siglo VIII, la cristiandad occidental continúa reducida en el marco de angostos horizontes, mientras que la bandera del Islam ondea ya por vastos espacios, uniendo Asia al Atlántico. Y estos dos mundos son rivales, ya que el muy largo diálogo que tenía que mantener Occidente con su rival musulmán comienza con un intercambio guerrero. Las conquistas musulmanas aparecen entonces como una agresión injustificada. Naturalmente, una reacción defensiva lleva a describir al agresor en términos muy negativos. Devastador de ciudades, destructor, saqueador, artífice de rehenes y artesano de la trata de blancas, tales son las acciones más frecuentes atribuidas al Sarraceno, al Ismaelita, al Moro, al Pagano.

"En suma, un cuadro muy oscuro", comenta Philippe Senac, "que no va a poder redimir ninguna virtud moral”. Así, la primera imagen del Islam en Occidente se elabora en función de una experiencia inicial eminentemente conflictiva, ciertamente real si se piensa en la extensión de los territorios conquistados en unos decenios pero, no obstante, fragmentaria, puesto que las poblaciones atacadas tan sólo aprendieron el reverso de una civilización extranjera, no la realidad islámica en su integridad. No pudieron conocer el Islam en su complejidad y en esos primeros momentos, los Sarracenos no eran vistos como adeptos de una religión pagana, sino como adversarios militares.

La oposición Oriente-Occidente, que se arraiga con la expansión árabe durante el siglo VIII es política, económica y cultural. La oposición Islam y Cristiandad todavía no existe. Tal separación aparece con las cruzadas entre los siglos XI y XIII. Desde entonces, no es ya el moro el enemigo militar de Occidente, sino que el Islam es el enemigo de la Cristiandad. La intención explícita de las cruzadas fue liberar a los Santos Lugares y a los cristianos de Oriente aunque los intereses políticos y económicos fueron igualmente fuertes.

Por primera vez, el musulmán aparece como infiel, profanador de los Santos Lugares y anticristiano. Para movilizar al ejército era necesario un enemigo “detestable” y una causa justa. “¡Qué vergüenza para nosotros,” exclamaba Urbano II en el sermón de Clermont (1095), “si esta raza infiel tan justamente despreciada, sin dignidad humana y vil esclava del demonio, superara al pueblo elegido por Dios todopoderoso!”.

La invocación a la cruzada ejercerá una considerable alteración en la historia de las mentalidades medievales, tanto entre cristianos como musulmanes, ante los cruentos hechos históricos que se sucedieron.

Los temas de la guerra justa y santa y el perdón de los pecados (el Papa Juan VIII había asegurado a los Obispos franceses que el paraíso se concedería a todos aquellos que perecieran durante los combates llevados a cabo contra los paganos), suscita un gran entusiasmo puesto que desde 1096 se pone en marcha una cruzada hacia los Santos Lugares, dirigida por Pedro el Ermitaño. En su camino a Tierra Santa, los cruzados saquearon y destruyeron Constantinopla, capital del cristianismo oriental. Hay que recordar en este sentido que estos acontecimientos todavía perviven en la memoria de la comunidad ortodoxa griega y ello explica la adversa recepción a las visitas del Papa Juan Pablo II a esos países.

El 11 de diciembre de 1097 una columna de la primera cruzada liderada por Raimundo de Saint-Gilles, Conde de Tolosa, penetró en Maarrat an-Numán (en Siria, al norte de Jerusalén), pasando a cuchillo a todos sus habitantes, saqueando e incendiando todo a su paso. Pero lo más revelador fue que los francos demostraron ser expertos caníbales, ya que la antropofagia era una práctica común en la Europa cristiana del siglo XI, asolada por el hambre y la falta de alimentos. El historiador franco y capellán de los invasores, Fulquerio de Chartres, dice: «Me lastima deciros que mucho de los nuestros, presionados por la locura del hambre excesivo, cortaron pedazos de los sarracenos moribundos y los cocinaron... Y cuando aún no habían sido bien cocidos por el fuego, los devoraron con apetito feroz». Los cruzados entraron en Jerusalén el 15 de julio de 1099. Al día siguiente, un consejo presidido por Godofredo decretó la exterminación de todos los musulmanes de Jerusalén, en total, ochenta mil almas.

A partir de las Cruzadas queda trazada la línea imaginaria entre el Occidente cristiano y el Oriente musulmán, línea que sólo se borrará en raras ocasiones. A la imagen negativa del Musulmán, propagada por el papado, se une aquella, también peyorativa, sobre la religión islámica, descrita como una religión “bastarda”, llamada a la autodestrucción. Tal imagen se ha fomentado tanto a lo largo de la Edad Media que ya forma parte del subconsciente colectivo occidental.

Paradójicamente, a pesar de la imagen globalmente negativa, a medida que los combates se prolongaban en Oriente entre cruzados y musulmanes, se llegaba también a ver en el enemigo musulmán unas cualidades que contradecían la imagen dominante. Las virtudes militares, que tanto excitan la imaginación de las sociedades feudales, se concentran alrededor de un hombre, el sultán ayubí Saladino, vencedor de las Cruzadas. Su valor y espíritu noble y cortés le convierten en el héroe de una serie de obras literarias. El infiel, a quien se había aprendido a odiar, muestra también lo ejemplar de su fe, de su tenacidad en el combate y de su compasión en la victoria. En el Andalus, los largos siglos de convivencia trajeron no sólo guerras y conflictos sino también encuentros y admiración del mundo “moro” por parte de los cristianos, como lo testimonian tantos documentos históricos y literarios.

A partir del siglo XIII, Oriente comienza a perder su gloria. Los musulmanes árabes se ven eclipsados por el Imperio Otomano que emerge. Los cambios van a determinar la perspectiva del occidental para con el Oriente musulmán a partir de los siglos XV–XVI. Si el antagonismo religioso pierde su fuerza, no llega a desaparecer completamente, pues el Islam, a través del Turco, vuelve a ser un “azote”, si bien se multiplican los viajes a Oriente para recoger información. Los relatos de viajes son verdaderas joyas y constituyen un material de primer grado para analizar.

Ahora bien, hay que decir que las informaciones que se recogen en esos relatos, tienen un sólo objetivo: reafirmar la supremacía intelectual y el arte de gobernar de Occidente. Antes que nada se quiere demostrar el particular y singular destino de Europa y sus raíces helénicas. De tal modo, ya no constituirá la religión el punto de oposición entre Oriente/Occidente, sino será más bien la diferencia política y cultural la base de ese conflicto. Así, apropiándose de la herencia helénica, el renacimiento reanuda la amistad “mitológica” con la antigüedad clásica, poniendo en marcha una visión de la historia como continuidad interrumpida sólo por el agujero negro de la “Edad Media”. Haciendo esto, la civilización cristiana margina “científicamente” no sólo al Oriente islámico, que domina el Mediterráneo desde el siglo VII al XIV y es el centro de la creación cultural secular, sino también al gran Imperio Bizantino.

Así, reanudando con la “herencia helénica” -según la ilación Grecia antigua/Roma/Europa feudal, después capitalista-, la tesis eurocentrista despoja a la Grecia antigua del medio en el cual se desplegó realmente, es decir “Oriente” y sus fuentes egipcias y fenicias.

A partir del siglo XVII-XVIII, el sentido de superioridad y de verdad se conjuga en Occidente con una supremacía política y de progreso técnico. A la Europa de la vitalidad, del movimiento, se opondrá, en lo sucesivo un Oriente visto como arcaico e inmutable. El Oriente se torna forma literaria con Moliere, Racine y todos los grandes escritores de la época. Se asiste ahora a una verdadera “fascinación del Islam”.

En el siglo XVIII, la mirada intelectual de Occidente hacia Oriente se diversifica. La visión popular oscila de nuevo entre la imagen del Oriente espléndido y maravilloso de Las mil y una noches, y aquella de un Oriente “lascivo” y cruel.

En el siglo XIX, Karl Marx dice que los “orientales” no son capaces de representarse a sí mismos y deben por lo tanto ser representados, justificando así la acción colonial. Hegel, por su parte incorpora en su Filosofía de la Historia la dicotomía de lo “moderno” y lo “primitivo”, asociando al Islam y al Oriente con el mundo primitivo. Quizás la frase del orientalista Renan en su discurso de 1883 en la Sorbonne es la síntesis más representativa de la imagen moderna del Oriente y el Islam: “El Islam y lo musulmán es incompatible con la racionalidad”.

Este pensamiento estará en la base de la acción colonial y fundamentará “la acción civilizadora del hombre blanco” (R. Kipling) . Después de la caída del Imperio Otomano, “el hombre enfermo de Europa”, según las palabras del Zar de la Rusia Imperial, esta visión del Oriente fundamentará la fragmentación territorial, política y económica del mundo islámico por parte de las grandes potencias coloniales: Gran Bretaña y Francia, quienes dejaron algunos despojos para los países considerados “menores” en ese periodo : Italia y España.

Sintetizando, podemos señalar que la antítesis que es constitutiva de la identidad occidental se hizo incluso más radical. El Islam fue identificado como el principio del “Oriente”, como la realización histórica del fundamentalismo irracional y anti-ilustrado, como una construcción universal que quiere dominar no sólo la ideología, sino también, de un modo envolvente la sociedad, la cultura, el estado y la política. El Islam es entendido no sólo como la antítesis ideológica, sino como la antítesis cultural de Occidente y de su “identidad universal”. En este sentido, el Islam se ve convertido en el fundamento del anti-occidentalismo, la anti-modernidad y de la anti-civilización.

La actual situación histórica ha sido definida como un choque de civilizaciones, como un enfrentamiento entre la racionalidad y la irracionalidad, entre la modernidad y el arcaísmo. Juan Goytisolo, el escritor español, escribe así: “Las circunstancias históricas de los últimos cuarenta años, la lucha contra el colonialismo occidental, la implantación del Estado israelí y consiguiente expulsión de los palestinos, la guerra civil libanesa y la revolución iraní, han engendrado situaciones de violencia que ponen al mundo islámico en bloque en el banquillo de los acusados, como causante de todos los problemas y males que afligen al mundo. Los occidentales parecen olvidar que su historia y pasado reciente no les faculta para dar lecciones a nadie: A quienes denigran sistemáticamente al Islam, habría que recordarles que en el ámbito de éste no ha habido nunca Inquisiciones sangrientas como la nuestra, ni genocidio de poblaciones enteras como la de los indoamericanos, ni exterminios colectivos, ni empleo de armas mortíferas como Hiroshima”.

“El Oriente es el Oriente y el Occidente es el Occidente y rara vez se encontrarán”, escribió el escritor inglés Rudyard Kipling. Este pensamiento nos ha llevado a situaciones tan dramáticas como la que actualmente estamos viviendo.






en Cuaderno de Estudios Árabes, Universidad de Chile, 2005












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