lunes, septiembre 28, 2009

«Una ballena ve a los hombres», de Antonio Tabucchi




Siempre tan ajetreados, y con largas extremidades que agitan con frecuencia. Y qué poco redondos son, sin la majestuosidad de las formas consumadas y suficientes, pero con una minúscula cabeza móvil en la que parece concentrarse toda su extraña vida. Llegan deslizándose sobre el mar, pero no nadando, como si fueran pájaros, e infieren la muerte con fragilidad y grácil ferocidad. Permanecen largo rato en silencio, pero luego gritan entre ellos con repentina furia, con un galimatías de sonidos que apenas varían y que carecen de la perfección de nuestros sonidos esenciales: reclamo, amor, llanto de duelo. Y qué penoso debe de resultarles amarse: e híspido, casi brusco, inmediato, sin una mullida capa de grasa, favorecido por su naturaleza filiforme que no prevé la heroica dificultad de la unión ni los magníficos y tiernos esfuerzos para conseguirla.

No les gusta el agua, y la temen, y no se entiende por qué vienen tan a menudo. También ellos van bancos, pero no llevan hembras, y se adivina que están en otra parte, pero son siempre invisibles. A veces cantan, pero sólo para ellos, y su canto no es un reclamo sino una forma de lamento desgarrador. Enseguida se cansan, y cuando cae la noche se reclinan sobre las pequeñas islas que los transportan y tal vez se duermen o contemplan la luna. Se alejan deslizándose en silencio y es evidente que están tristes.





en Donna di Porto Pim e Altre Storie, 1983



















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