Hafiz, La verdadera sabiduría
Llego temprano, aunque no sea ésa la costumbre mía ni de nadie. Desde la calle he podido constatar, a través de la puerta de vidrio, que el bar está casi vacío. Todavía han de pasar unas cuantas horas para que el grueso de los parroquianos aparezca. Cruzo el umbral de la puerta y reconozco de inmediato al señor P., que bebe una copa de vino frente a la barra. Uno de los cantineros me saluda; antes de que yo diga nada, destapará mi primera cerveza de medio litro y la pondrá junto a mí. El señor P. se muestra alegre al verme, comentando al punto un par de cosas sobre la última vez que nos vimos, o al menos sobre la que él recuerda como la última vez. A mí me parece que me confunde con alguien más, aunque no me animo a expresarle estas dudas. Tampoco él me da el espacio para hacerlo, ahora que ha comenzado a detallarme su mega proyecto literario, una biografía sobre los tres chilenos más importantes de la historia, que para mi asombro resultan ser tres personajes acerca de los cuales jamás he oído hablar. Pero esto no es raro si se tiene en cuenta el abismo que hay entre la formidable erudición del señor P. y mi penosa ignorancia, entre las profundidades de su legendaria biblioteca infinita y mi circunscrita colección de libros usados y fotocopias mal anilladas.
El señor P. tiene la capacidad de hablar de muchas cosas al mismo tiempo. Entre el sorbo de cerveza que doy ahora y el que daré en treinta segundos más, hará un agudo diagnóstico de la condición humana, refiriendo con precisión la obra de una decena de eminencias. Después me contará algo acerca de su aventura de la otra noche con las dos jovencitas que se llevó a casa antes de salir a buscar el libro de un tal Velázquez que no es el pintor aunque también pintaba, y nada mal, pero aquí las galerías no son como en Buenos Aires y para qué hablar del impuesto al libro, sacarle la plata a la clase acomodada puede ser pero no a los lectores, en qué mundo vivimos, que la dictadura esto y la democracia esto otro, ya tenemos bastante con la degradación ontológica a la que nos somete la prensa, qué diría Foucault (tengo una foto suya donde aparece en zunga de cuero y látigo en mano, a todo esto), en este país no aprendemos nunca nada que valga la pena. Por eso es mejor dedicarse a beber, dirá entonces en tono de broma pero con la seguridad de quien expone la conclusión de un teorema, y tras recordar que hay una copa de vino a su lado hará la primera pausa de la noche.
Estoy ya en mi segunda cerveza cuando mis amigos A. y C. entran al bar. Vienen enfrascados en una disputa sobre cierto asunto al que poca gente le daría importancia, pero que para ellos parece ser de lo más trascendente, a juzgar por la energía con la cual cada uno alega en su favor. Más tarde, transcurridas ya las primeras libaciones, llegarán a la conclusión de que en realidad habían estado de acuerdo durante toda la discusión, que su discrepancia era una cuestión de forma y no tanto de fondo. El señor P. los ha saludado efusivamente, haciendo toda clase de gesticulaciones exageradas y refiriéndoles diez mil asuntos a la vez. Con boca y garganta secas, C. se declara incapaz de contestar nada antes de agenciarse su primera cerveza, que no tarda en llegar. También A. se ha provisto de la suya, y el señor P. pide su cuarta copa de vino, después de la cual ya no le será posible poner atajo a su ilustradísima locuacidad. Yo, que estoy a punto de terminar mi segunda cerveza, decido hacer la primera visita al baño.
El bar es estrecho, de manera que bastan menos de cinco pasos para recorrer el breve trayecto hasta el cubículo que sirve de baño, el cual no supera el metro cuadrado. Una vez adentro, leo con agrado las inscripciones delirantes que hay en los muros y que ya conozco de memoria. No puedo dejar de sonreír ni de pensar quiénes serán los autores de esos rayados y para qué los habrán hecho, si es que efectivamente han tenido un para qué (que es una dimensión existencial frecuentemente obnubilada por el exceso de alcohol). Se me ocurre que yo mismo he podido ser autor de una o más de aquellas consignas, en medio de alguna borrachera, habiéndolo olvidado después. ¿Cuántas autorías se habrán perdido dentro de esa amnesia implacable que sucede a las borracheras profundas? ¿Hasta qué punto se habrá ahogado en esas lagunas de la memoria nuestra historia personal? En fin, no veo qué sentido tiene tratar de resolver cosas que no pueden ser resueltas.
Al salir del cubículo advierto que el bar está empezando a llenarse de gente. Antes de poder llegar hasta la barra soy interceptado por mi amigo F., un aprendiz de brujo que no suele aparecerse por el bar. Me saluda con un abrazo afectuoso, me pregunta qué ha sido de mí todo este tiempo, me cuenta que estuvo con las chiquillas, que le preguntaron por mí, que siempre lo hacen. Me cuenta también que estuvo hace poco en un encuentro nacional de chamanes, que estaban todos drogados con ayahuasca y que terminaron desnudándose y haciendo el tubo del cariño, todos se tocan unos a otros y no hay ningún prejuicio ni ningún escrúpulo ni nada de culpa, por cierto. Entonces A. se acerca a nosotros y nos dice que vayamos a escuchar lo que está contando el señor P., que está muy divertido, citando y citando autores para reafirmar su tesis de que la noche es el hábitat natural del poeta (que es, digámoslo, una tesis poco controvertida). El señor P. se encuentra bastante ebrio a estas alturas, de tal modo que su perorata se va volviendo paulatinamente un haz de ideas repetitivas (como corresponde al poeta, según algunos): que los versos son de la noche sus hijos, dice Calderón de la Barca, o que desde la oscuridad habla el hombre inspirado, acota Adriano, por algo a Heráclito le llamaban El Oscuro, y por algo Machado le pregunta a la noche dónde está su secreto, y Dionisio, según Nietzsche, y la adormidera, según Violeta, y las trasnochadas noches de Juan Emar.
¿Por qué repites lo que otros han dicho?, le pregunta F. al señor P. ¿No sabes que las verdades repetidas son falsas?, añade. El señor P. se queda pensativo durante un segundo, y luego señala: Sí, eso mismo dice Krishnamurti, y todos nos largamos a reír a carcajadas, en medio de ese nerviosismo que suelen generar las paradojas cuando no se está aún lo suficientemente ebrio.
C. me alarga la que vendría siendo mi cuarta o quinta cerveza, ya no estoy seguro. Siempre pierdo la cuenta en este punto. A todos nos sucede, de modo que a la hora de pagar tenemos que confiar en el registro que llevan los cantineros. El bar está completamente atestado de gente y, aunque pareciera que no cabe un sólo cuerpo más ahí dentro, a cada minuto que pasa hay otro parroquiano que ingresa no se sabe cómo. Por estética o economía, vaya uno a saberlo, la honda penumbra del recinto se ve apenas interferida por las pocas velas baratas que brillan tenues sobre las mesas. El aire está altamente enrarecido por el humo y los tufos alcohólicos, aunque nadie parece tener dificultades para respirar. Quizá no necesiten hacerlo, se me ocurre de pronto; quizá este bar es como un Gran Útero que proporciona a sus hijos todo lo necesario. No importa cuánto humo llene el espacio, pues ahora es el bar el que respira por todos sus parroquianos, los cobija, los protege de las amenazas que hay tras su puerta de vidrio, los envuelve en una nube uterina de máxima seguridad y completo placer. El mundo externo deja de existir, se vuelve una leyenda, acaso un mero recuerdo o incluso una broma de la memoria.
Trato de abrirme paso entre el tumulto, pero estamos tan apretados unos contra otros que moverse hacia donde se desea ir no es sencillo. Presiento que desde ahora será el tumulto el que decida mis movimientos.
Este bar es un útero, le digo a mi amigo A. Él traga un sorbo de cerveza y luego me dice: A mí me parece más bien que es un tren, un tren subterráneo. Por alguna razón, aquella descripción me resulta inquietante. También el rumor informe de las conversaciones comienza a inquietarme. Le digo a A. que vayamos a sentarnos junto a X. e Y., dos muchachas que suelen pasarse la noche entera sentadas en la misma mesa, dispuestas a charlar con cualquiera que esté dispuesto a charlar con ellas. Pero mi amigo me dice que prefiere quedarse ahí, junto a la barra, esperando a que algo ocurra. Como si nada hubiese ocurrido todavía.
Minutos más tarde hará su entrada al bar uno de sus hijos ilustres, el caballero de la juerga don R.S.L., el borracho elegante, quien se acercará hasta nosotros para informarnos que ha estado a punto de resolver el teorema de Fermat y que, por ende, tenemos que celebrar (con unas copas, naturalmente). Después, mucho después, cuando la noche comience a fundirse con el nuevo día, habrá olvidado por completo su logro matemático y, en cambio, se habrá entregado a todos los instintos submatemáticos que haya podido descubrir en su organismo.
Cervezas van, cervezas vienen.
Corre la cerveza número no sabemos cuál. Mi amigo D. (o Ch.), fiel representante del neomoralismo laico (una tendencia a la cual yo también adhiero de cuando en cuando) se queja de lo lleno que está el bar, de lo incómodo que es estar de pie en medio del humo y los vapores humanos, de que la cabeza le va a estallar. No entiendo por qué nos gusta tanto estar aquí, se pregunta en voz alta, o sea nos pregunta. Yo le digo que nunca se ha visto que a alguien le estalle la cabeza, porque las cabezas no son bombas. Es una metáfora, aclara don R.S.L., con la lengua bien enredada entre las sílabas. Entonces C. da un sorbo a su cerveza, pone cara de filósofo alemán y pregunta: Pero, ¿qué significa realmente la palabra metáfora? Mi amigo A. (con la vista fija en la muchacha de cabello rizado que acaba de pasar junto a él, pero con buena parte de su mente en nuestra conversación) señala: En Grecia le dicen metáforas a los buses, o a los camiones, no estoy seguro. Don R.S.L., que como buen sibarita resulta ser amante de la etimología, explica que eso es así porque la palabra metáfora significa transporte y, haciendo gala de su elegante pronunciación ebria, mueve y retuerce la lengua para declamar, con maestría de rapsoda, las raíces meta y phoreo. El señor P. se ve entonces en la necesidad de iniciar una perorata interminable sobre la metáfora en la obra de uno de sus ignotos héroes literarios, pero C. lo interrumpe para aclarar su punto: Sí, pero yo me refiero al significado metafórico de la palabra metáfora, y todos quedamos pensativos, como si aquella pregunta fuese, por decirlo de algún modo, una pregunta crucial.
Mientras el señor P. insiste con su reseña, yo pienso que si este bar es un tren, entonces es también una metáfora. Y es en ese momento que ocurre. Miro a través de la puerta de vidrio, miro hacia fuera porque intuyo lo que ha de ocurrir, miro y compruebo que el mundo se mueve, que las cosas pasan una tras otra, que el bar simple y llanamente está andando, nos lleva, nos arrastra por el mundo. Voy a decírselo a mi amigo A., pero no puedo porque él está ya junto a la muchacha de cabellos rizados, aplicando una de sus ciento veintitrés estrategias de seducción (que en realidad no son más que diversas variantes de dos o tres estrategias bastante básicas). Voy a decírselo a C., a don R.S.L., a D., pero nadie parece prestarme atención y, además, el veloz movimiento del bar ha hecho que me sienta mareado y estoy medio cayéndome entre la gente y medio perdiendo las facultades y medio absorbido por ese útero móvil o tren subterráneo y ahora es mi cabeza la que parece bomba y ya nada se entiende y nada se percibe y nada se recuerda y nada se intuye más que el rápido devenir de aquella metáfora uterina y subterránea que no sé si es cierta o si es sólo producto de la cerveza número no sé cuál y ya no puedo oír lo que el señor P. articula a mi lado y poco a poco me voy desmoronando pero sin caerme porque la cantidad de gente es tal que nadie puede caerse ahí dentro, la turba me sostiene, me sostiene aunque en cierta medida también me ahoga, tengo ganas de salir corriendo pero no puedo porque es imposible correr y porque si salgo me voy a dar un buen porrazo, teniendo en cuenta que el bar se mueve cada vez más rápido, es un bólido que avanza presuroso por las calles de la ciudad, como si hubiese que llegar no sé dónde, mientras yo me voy sumergiendo en una nube de vértigo todo desorientado, confundido, hostigado, desfallecido, el estómago revuelto, la vista obnubilada, los ruidos entrelazados en un solo murmullo informe, el tiempo entre paréntesis, todos los para qué dormidos en otro mundo, el mareo que aumenta, el estómago que se me sigue revolviendo; el cubículo, debo llegar al cubículo, que alguien me ayude a llegar al cubículo.
En el exceso está la sabiduría, me dijo alguna vez don R.S.L., citando a cierto sabio cuyo nombre había olvidado pero cuyos excesos recordaba bien. No sé, tal vez he bebido más de la cuenta esta noche. Por fortuna, el bar ha dejado de moverse, aunque todavía siento un leve vaivén cuando trato de levantarme. Comienza a amanecer. A esta hora casi todos se empiezan a pedir plata prestada unos a otros para poder pagar las últimas cervezas, las del remate. Mis amigos A. y C., completamente ebrios, ensayan sus peores ideas en una partida de ajedrez absurda. Yo estoy sentado cerca de ellos, con la cabeza apoyada sobre una mesa, cansado, agotado en verdad, tratando de pensar qué sucederá ahora, cómo podría terminar esta historia. Pero no sé qué digo, si en este bar las historias sólo tienen comienzo; como un útero que nunca da a luz, como un tren subterráneo que va de una estación a otra sin llegar jamás a ninguna.
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