Señor rector:
En la estrecha cisterna que llamáis "Pensamiento": los rayos del espíritu se pudren como parvas de paja.
Basta de juegos de palabras, de artificios de sintaxis, de malabarismos formales; hay que encontrar -ahora- la gran Ley del corazón, la Ley que no sea una ley, una prisión, sino una guía para el Espíritu perdido en su propio laberinto. Más allá de aquello que la ciencia jamás podrá alcanzar, allí donde los rayos de la razón se quiebran contra las nubes, ese laberinto existe, núcleo en el que convergen todas las fuerzas del ser, las últimas nervaduras del Espíritu. En ese dédalo de murallas movedizas y siempre trasladadas, fuera de todas las formas conocidas de pensamiento, nuestro Espíritu se agita espiando sus más secretos y espontáneos movimientos, esos que tienen un carácter de revelación, ese aire de venido de otras partes, de caído del cielo.
Pero la raza de los profetas se ha extinguido. Europa se cristaliza, se momifica lentamente dentro de las ataduras de sus fronteras, de sus fábricas, de sus tribunales, de sus Universidades. El Espíritu “helado” cruje entre las planchas minerales que lo oprimen. Y la culpa es de vuestros sistemas enmohecidos, de vuestra lógica de dos y dos son cuatro; la culpa es de vosotros -Rectores- atrapados en la red de los silogismos. Fabricáis ingenieros, magistrados, médicos a quienes escapan los verdaderos misterios del cuerpo, las leyes cósmicas del ser; falsos sabios, ciegos en el más allá, filósofos que pretenden reconstruir el Espíritu. El más pequeño acto de creación espontánea constituye un mundo más complejo y más revelador que cualquier sistema metafísico.
Dejadnos, pues, Señores; sois tan sólo usurpadores. ¿Con qué derecho pretendéis canalizar la inteligencia y extender diplomas de Espíritu? Nada sabéis del Espíritu, ignoráis sus más ocultas y esenciales ramificaciones, esas huellas fósiles tan próximas a nuestros propios orígenes, esos rastros que a veces alcanzamos a localizar en los yacimientos más oscuros de nuestro cerebro.
En nombre de vuestra propia lógica, os decimos: la vida apesta, Señores. Contemplad por un instante vuestros rostros, y considerad vuestros productos. A través de las cribas de vuestros diplomas pasa una juventud demacrada, perdida. Sois la plaga de un mundo, Señores, y buena suerte para ese mundo, pero que por lo menos no se crea a la cabeza de la humanidad.
Cuánto necesitaba de algo así! Antonin Artaud escribe esta carta que es un pedido encubierto de libertad, de vuelo, de corazón. Hoy me sumo a este pedido con la esperanza de que algún día llegue a concretarse ese anhelo.
ResponderBorrarOjalá ellos sepan leer entrelineado. Es el costo de las grandes ciudades; la frialdad con que se gana y se pierde el humanismo. Será el precio de nuestra alma seguramente.
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