viernes, febrero 29, 2008

“El hombre que amaba las flores”, de Stephen King





A primera hora de una tarde de mayo de 1963, un jo­ven caminaba de prisa por la Tercera Avenida de Nueva York, con la mano en el bolsillo. La atmósfera era apaci­ble y hermosa, y el sol se oscurecía gradualmente pasan­do del azul al sereno y bello violeta del crepúsculo. Hay personas que aman la ciudad, y ésa era una de las noches que hacían amarla. Todos los que estaban en los portales de las tiendas de comestibles y las tintorerías y los res­taurantes parecían sonreír. Una anciana que transporta­ba dos bolsas de provisiones en un viejo cochecito de niño le sonrió al joven y le gritó: «¡Adiós, guapo!». El jo­ven también le sonrió distraídamente y la saludó con un ademán. Ella siguió su camino, pensando: está enamorado. Eso era lo que reflejaba en su talante. Vestía un traje gris claro, con la angosta corbata un poco ladeada y el botón del cuello de la camisa desabrochado. Su cabello era oscuro y lo llevaba corto. Su tez era blanca, sus ojos de color azul claro. Sus facciones no eran excepcionales, pero en esa plácida noche de primavera, en esa avenida, en mayo de 1963, era realmente guapo, y a la anciana se le ocurrió pensar fugazmente, con dulce nostalgia, que en primavera todos pueden parecer guapos, si marchan apresuradamente al encuentro de la dama de sus sueños para cenar con ella y quizá para ir después a bailar. La primavera es la única estación en la que la nostalgia nun­ca parece agriarse, y la anciana continuó su marcha sa­tisfecha de haberle hablado y contenta de que él le hu­biera devuelto el cumplido con un ademán esbozado.

El joven cruzó Sixty-third Street, caminando con brío y con la misma sonrisa distraída en los labios. En la mi­tad de la manzana, un anciano montaba guardia junto a una desconchada carretilla verde llena de flores. El color predominante era el amarillo: una fiebre amarilla de jun­quillos y azafranes tardíos. El anciano también tenía cla­veles y unas pocas rosas de invernadero, casi todas ama­rillas y blancas. Estaba comiendo una rosquilla y escuchaba una voluminosa radio de transistores que des­cansaba atravesada sobre un ángulo de la carretilla.

La radio difundía malas noticias que nadie escucha­ba: un asesino armado con un martillo seguía haciendo de las suyas; JFK había declarado que había que vigilar la situación de un pequeño país asiático llamado Vietnam («Vaitnum», lo llamó el locutor); en las aguas del East River había aparecido el cadáver de una mujer no identifi­cada; un gran jurado no había podido inculpar a un zar del crimen en el contexto de la guerra de la administra­ción local contra la heroína; los rusos habían detonado un artefacto nuclear. Nada de eso parecía real, nada de eso parecía importar. La atmósfera era apacible y dulce. Dos hombres con las barrigas hinchadas por la cerveza lanzaban monedas al aire y bromeaban frente a una pas­telería. La primavera vibraba sobre el filo del verano, y en la ciudad, el verano es la estación de los ensueños.

El joven dejó atrás el puesto de flores y la avalancha de malas noticias se acalló. Vaciló, miró por encima del hombro, y reflexionó. Metió la mano en el bolsillo y volvió a palpar lo que llevaba allí. Por un momento pareció desconcertado, solitario, casi acosado, y después, cuando su mano abandonó el bolsillo, sus fac­ciones recuperaron la expresión anterior de ávida expec­tación.

Se encaminó de nuevo hacia la carretilla sonriendo. Le llevaría unas flores: eso la complacería. Le encantaba ver cómo la sorpresa y el regocijo iluminaban sus ojos cuando él le hacía un regalo inesperado. Menudencias, porque distaba mucho de ser rico. Una caja de caramelos. Una pulsera. Una vez una bolsa de naranjas de Va­lencia, porque sabía que eran sus favoritas.

—Mi joven amigo —dijo el florista, cuando el hombre del traje gris volvió, paseando los ojos sobre la mercancía de la carretilla. El florista tenía quizá sesenta y ocho años, y a pesar del calor de la noche usaba un raído sué­ter gris de punto y una gorra. Su rostro era un mapa de arrugas, sus ojos estaban profundamente engarzados en la carne fláccida, y un cigarrillo bailoteaba entre sus de­dos. Pero él también recordaba lo que significaba ser jo­ven en primavera; ser joven y estar enamorado hasta el punto de volar prácticamente de un lado a otro. El talan­te del vendedor era normalmente agrio, pero en ese mo­mento sonrió un poco, como lo había hecho la mujer que empujaba el cochecito con provisiones, porque ese sujeto era un candidato obvio. Sacudió las migas de la ros­quilla de su holgado suéter y pensó: si este chico estuvie­ra enfermo deberían internarlo ahora mismo en la unidad de cuidados intensivos.

—¿Cuánto cuestan las flores? —preguntó el joven.
—Le prepararé un lindo ramo por un dólar. Las rosas son de invernadero. Cuestan un poco más, setenta cén­timos cada una. Le venderé media docena por tres dóla­res y cincuenta céntimos.
—Son caras —comentó el joven.
—Lo bueno siempre es caro, mi joven amigo. ¿Su ma­dre no se lo enseñó? El muchacho sonrió.
—Es posible que lo haya mencionado.
—Sí, claro que lo mencionó. Le daré media docena, dos rojas, dos amarillas, dos blancas. No podrá ofrecerle nada mejor, ¿verdad? Lo completaré con un poco de he­lécho. Del mejor. A ellas les encanta. ¿O prefiere un ramo de un dólar?
—¿A ellas? —preguntó el joven, sin dejar de sonreír.
—Escuche, amiguito —contestó el florista, arrojando la colilla al arroyo de un papirotazo y devolviendo la son­risa—, en mayo nadie compra flores para uno mismo. Es una ley nacional, ¿me entiende?

El joven pensó en Norma, en sus ojos dichosos y sor­prendidos y en su sonrisa afable, agachó un poco la cabeza.

—Supongo que sí —asintió.
—Seguro que sí. ¿Qué decide?
—Bien, ¿qué le parece a usted?
—Le diré lo que opino. ¡Eh! Los consejos siguen sien­do gratuitos, ¿no es verdad?

El joven sonrió y asintió:

—Supongo que es lo único gratuito que queda en el mundo.
—Tiene mucha razón —dijo el florista—. Muy bien, mi joven amigo. Si las flores son para su madre, llévele el ramo. Unos pocos junquillos, unos pocos azafranes, al­gunos lirios de los valles. Ella no lo estropeará comen­tando: «Oh, hijo, me encantan y cuánto te costaron, oh, eso es demasiado y por qué no has aprendido a no derrochar el dinero».

El joven echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carca­jada. El florista continuó:

—Pero si son para su chica, las cosas cambian, hijo mío, y usted lo sabe. Llévele las rosas y ella no reaccio­nará como un contable, ¿me entiende? ¡Eh! Su chica le echará los brazos al cuello y...
—Llevaré las rosas —lo interrumpió el joven, y esta vez fue al florista a quien le tocó el turno de reír.

Los dos hombres que jugaban con las monedas los miraron, sonriendo.

—¡Eh, chico! —gritó uno de ellos—. ¿Quieres com­prar una alianza barata? Te vendo la mía, a mi ya no me interesa.

El joven sonrió y se ruborizó hasta las raíces de sus oscuros cabellos. El florista escogió seis rosas, les recortó un poco los tallos, las roció con agua y las introdujo en un envoltorio cónico.

—Esta noche tenemos un clima ideal —dijo la radio—. Apacible y despejado, con una temperatura próxima a los dieciocho grados, perfecto para que los románticos con­templen las estrellas desde la azotea. ¡A disfrutar del Gran Nueva York, amigos!

El florista aseguró con cinta adhesiva el borde del en­voltorio y aconsejó al joven que su chica agregara un poco de agua al azúcar que debía echarles, para con­servarlas durante más tiempo.

—Se lo diré —respondió el joven. Tendió un billete de cinco dólares—. Gracias.
—Cumplo con mi deber, mi joven amigo —exclamó el florista, mientras le devolvió un dólar y dos monedas de veinticinco céntimos. Su sonrisa se entristeció—. Dele un beso de mi parte.

En la radio, los Four Seasons empezaron a cantar Sherry. El joven guardó el cambio en el bolsillo y se alejó calle arriba, con los ojos dilatados, alertas y ansiosos, sin mirar tanto la vida que fluía y refluía de un extremo al otro de la Tercera Avenida como hacia dentro y adelante, anticipándose. Pero ciertos detalles lo impresionaron. Una madre que llevaba en un cochecito a un bebé cuyas facciones estaban cómicamente embadurnadas con hela­do; una niñita que saltaba a la cuerda y canturreaba: «Al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel...». Dos mujeres fumaban en la puerta de una lavandería, compa­rando sus embarazos. Un grupo de hombres miraban un gigantesco aparato de televisión en colores, exhibido en el escaparate de una tienda de artículos para el hogar, con un precio de cuatro dígitos en dólares: transmitía un partido de béisbol y las caras de los jugadores parecían verdes, el campo de juego tenía un vago color fresa, y los «New York Mets» les ganaban a los «Phillies» por seis a uno.

Siguió caminando, con las flores en la mano, ajeno al hecho de que las dos mujeres detenidas frente a la lavan­dería interrumpían brevemente su conversación y lo mi­raban pasar pensativamente, con su ramo de rosas. Hacía mucho tiempo que a ellas nadie les regalaba flores. Tampoco prestó atención al joven policía de tráfico que detuvo los coches en la intersección de la Tercera y Sixty-nineth Street, con un toque de silbato, para permitirle cruzar. El policía también estaba comprometido y reco­noció la expresión soñadora del joven porque la había visto a menudo en su propio espejo, al afeitarse. Y no se fijó en las dos adolescentes que se cruzaron con él, en di­rección contraria, y que en seguida se cogieron de la mano y soltaron unas risitas.

En Seventy-third Street se detuvo y dobló a la dere­cha. Esa calle era un poco más oscura, y estaba flan­queada por casas de piedra arenisca y restaurantes con nombres italianos, situados en los subsuelos. Tres man­zanas más adelante se desarrollaba un partido de béis­bol, en medio de la penumbra creciente. El joven no lle­gó tan lejos: en la mitad de la manzana se internó por un callejón angosto.

Ya habían salido las estrellas, que titilaban tenue­mente, y el callejón era oscuro y sombrío, y estaba bor­deado por las vagas siluetas de los cubos de basura. Aho­ra el joven estaba solo, o mejor dicho no, no totalmente. De la penumbra rosada brotó un maullido ululante y el joven frunció el ceño. Era el canto de amor de un gato macho, y eso sí que no tenía nada de bello. Caminó más lentamente y consultó su reloj. Eran las ocho y cuarto y Norma no tardaría en... Entonces la vio. Había salido de un patio y marchaba hacia él, vestida con pantalones deportivos de color os­curo y con una blusa marinera que le oprimió el corazón. Siempre era una sorpresa verla por primera vez, siempre era una dulce conmoción... La sonrisa del muchacho se iluminó, se hizo radiante, y apresuró el paso.

—¡Norma! —exclamó.

Ella levantó la vista y sonrió, pero cuando estuvie­ron más cerca el uno del otro la sonrisa se desdibujó. La sonrisa de él también se estremeció un poco y ex­perimentó una inquietud pasajera. De pronto el rostro pareció borroso, encima de la blusa, marinera. Oscure­cía, ¿acaso se había equivocado? Claro que no. Ésa era Norma.

—Te he traído flores —exclamó con una sensación de dichoso alivio, y le tendió el ramo.

Ella lo miró un momento, sonrió... Y se lo devolvió.

—Gracias, pero te equivocas —dijo la chica—. Yo me llamo...
—Norma... —susurró él, y extrajo el martillo de man­go corto de su bolsillo, donde había estado oculto hasta ese momento—. Son para ti, Norma... siem­pre fueron para ti... todas para ti.

Ella retrocedió, con el rostro transformado en una mancha redonda y blanca, con la boca abierta en una O negra de terror, y dejó de ser Norma. Norma estaba muerta, hacía diez años que estaba muerta, pero no importaba porque iba a gritar y él descargó el martillo para cortar el grito, para matar el grito, y cuando descargó el martillo el ramo de flores se le cayó de la mano, y el en­voltorio se rompió y dejó escapar su contenido, espar­ciendo rosas rojas y blancas y amarillas junto a los cu­bos de basura abollados donde los gatos copulaban extravagantemente en la oscuridad, lanzando chillidos de amor, chillidos, chillidos.

Descargó el martillo y ella no chilló, pero podría ha­ber chillado porque no era Norma, ninguna de ellas era Norma, y descargó el martillo, descargó el martillo, des­cargó el martillo. No era Norma de modo que descargó el martillo, como ya lo había hecho cinco veces anteriormente.

Quién sabe cuánto tiempo después volvió a deslizar el martillo en el bolsillo interior de su bolsillo y retroce­dió, alejándose de la sombra oscura tumbada sobre los adoquines de las rosas desparramadas junto a los cu­bos de basura. Dio media vuelta y salió del callejón an­gosto. Ahora la oscuridad era total. Los jugadores de béisbol habían desaparecido en sus casas. Si su traje es­taba salpicado de sangre las manchas no se verían, no en la oscuridad, no en la plácida oscuridad primaveral, y el nombre de ella no era Norma pero sí sabía cómo se lla­maba él. Se llamaba... Amor. Él se llamaba amor, y caminaba por esas calles oscu­ras porque Norma lo aguardaba. Y la encontraría. Pronto.

Empezó a sonreír. Echó a caminar con brío por Seventy-third Street. Un matrimonio maduro que estaba sentado en la escalinata de su casa lo vio pasar, con la ca­beza erguida perdida en lontananza, un atisbo de sonrisa en los labios. Cuando terminó de pasar, la mujer preguntó:

—¿Por qué tú ya no tienes ese aspecto?
—¿Eh?
—Nada —dijo la mujer, pero miró cómo el joven del traje gris desaparecía en las tinieblas de la noche y pensó que sólo el amor de los jóvenes era más bello que la pri­mavera.











jueves, febrero 28, 2008

"Los que han sido pena y movimiento", de Lorenzo Peirano



a Pilar Pallavicini


...todo poema es un epitafio.

T.S. Eliot

Los que han sido pena y movimiento,
los que uno conoce, mueren de repente,
y es mejor detenerse en una calle
y no entrar a casas que pronto caerán.

Por sobre tiempos desdichados,
por sobre tiempos enemigos de la sangre,
anduvo una mujer que ha muerto sin abrazo.
Hoy la conducen al epitafio y a los rezos,
hoy la mencionan, pero la tierra se acomoda.

Es mejor detenerse en una calle
y no entrar a casas que pronto caerán.
Cada alimento es un engaño,
cada familia es un cortejo detenido algunas veces.







miércoles, febrero 27, 2008

"Piedad", de Lucía Cánobra





A
lo lejos creo oír canciones,
sacras melodías,
brillos de madera negra
y la mirada en muslo y éxtasis.

Ordeno en rito mi cabello público,
aliciente, lacerado.

No sonrío.
Mi ebriedad, apenas, se esconde tras la borra del café,
y mis piernas leves, separadas,
dejan ver la oscura brecha,
renovada tras el sexo de mañana.

Busco entre mis nalgas la señal,
el exacto fin de nuestras llagas.

Sin embargo viene y va,
la fiel cadencia que emociona,
mi lamento,
mi final,
mi estigma único.









martes, febrero 26, 2008

"De 'Un hombre solo en una casa sola' ", de Álvaro Ruiz






a Jorge Teillier

No fuimos capaces de incendiar la casa
Reducirla a cenizas
E irnos a los bosques
Sin miedo
Tarareando viejas canciones irlandesas
Como aquella del marinero borracho
Shanties extraídos de viejos cancioneros celtas
Por los caminos polvorientos del estío
Por alamedas que llevaban a la plaza del pueblo
Donde las muchachas pretendían tu corazón de alondra
Ahora cubierto por un frío bolsillo depositario
De estampas y angelicales medallas protectoras
En un bar de madera en el centro de Santiago
Con la misma canción aquella en el oído
¡Qué vamos a hacer con el marinero borracho!
Cruzando los brazos sobre la mesa de un otoño en la ventana
Con toda la oblicuidad de la luz en el rostro.









lunes, febrero 25, 2008

“Giorgio Bufalini y la muerte de Venecia”, de Osvaldo Soriano





Hace diez años, el detective privado Giorgio Bufalini llegaba a su despacho a las ocho de la mañana. Vivía cerca del molino Stucchi, en Venecia, hasta que el año pasado andaba con los bolsillos tan arrugados que tuvo que aceptar una indemnización de dos millones de liras para desalojar la casa que alquilaba desde hacía quince años.

"Ahora -dice, recostado en un sillón que tiene el mismo color gris de la ciudad-vivo en Spinea, tengo que tomar el vapor y nunca llego antes de las diez". Extraña profesión la de Bufalini para una ciudad como Venecia. Su oficina está en un lugar encantador, la Calle del Cafetier, junto al Ponte de la Viste, a cincuenta metros del lugar donde los fascistas mataron a Amerigo Pocini.

"Hago cualquier cosa. Acepto trabajos en todo el Veneto, porque si no sería imposible vivir. Divorcios hay pocos acá porque la gente es muy tradicionalista, enemiga de los escandaletes. Me contrataron muchas veces para seguir mujeres u hombres, pero no es fácil. Esto no es Nueva York. ¿Se animaría a seguir a una mujer en el vaporetto?".

No, su trabajo no parece cómodo. Seguir a alguien por las estrechas callejuelas, escudado detrás de un grupo de turistas puede ser un papelón. "Hace ocho años -recuerda Bufalini con nostalgia-, agarré a dos hombres de Turín que habían robado un collar muy caro en un negocio del Centro Histórico. Los arrinconé en el Casino. Se entregaron mansitos. Eran buenas épocas, señor".

Bufalini invita a tomar cerveza en la Sala Billardi, a cuatro pasos de su oficina. En la calle hay un olor ácido que debe llegar desde el puente. El sol del otoño es, aún, demasiado caliente para la calva del detective. Se pasa un pañuelo blanco y lo guarda en un bolsillo del saco. De allí saldrán luego los arrugados billetes para pagar la cerveza. Aparenta unos 54 años y dice que vive con una muchacha de 22, "¡Bella!", exclama, y guiña un ojo.

De pronto, vuelve a ponerse dramático: "Acá nos hundimos, todos, señor. La ciudad un centímetro por año, yo bastante más rápido. Mire qué paradoja: para restaurar a Venecia hacen falta 270 mil millones de liras. ¡Para levantarme a mí se necesitaría tanto menos!".

Pide otra cerveza y enciende un Muratti. "Me desalojaron de la casa. Un par de millones tientan, más si uno anda rengo del bolsillo. Hasta hace cuatro años acá la vida era tranquila, había que aguantar a los turistas, pero con ellos llegaban lindas mujeres. Ahora nos están echando a todos los venecianos. Las grandes corporaciones compran los edificios y empieza la especulación".

Parece deprimido, pero en un gesto de audacia traga su vaso de cerveza con los ojos grises cerrados. ¿Quién compra? "Las grandes empresas: Olivetti, Pirelli, las compañías aéreas. Se trata de echar a los nativos para convertir a Venecia en una isla con palacetes para ricachones. Acá hay 49.457 unidades inmobiliarias, pero sólo viven 10.200 patrones, lo demás está alquilado. Entonces, el primer paso es echar a los inquilinos y luego vender. Gran negocio, señor, pronto van a vender hasta el agua de los canales".

Domina datos, cifras, como si alguien le hubiera encargado el trabajo. El cronista se lo dice. El sonríe. "Leo los diarios -dice-, es lo único que hago en la mañana. Vea, hace diez años el metro cuadrado de terreno acá valía 150 mil liras, ahora ya se paga 250 mil y dicen que va a subir hasta 400 mil. El Centro Histórico, acá donde estamos sentados, tiene seis mil habitantes fijos. No va a quedar nadie”.

Paga y sale junto al enviado. Por la calle pasa una pareja de turistas y ella toma una foto del puente que incluye a Bufalini. Este sonríe: "Vaya uno a saber a dónde irá a parar ese retrato. Ya ve, acá uno no es dueño ni de su alma". Cuando entra en la oficina levanta la cortina y mira a través de los barrotes las azoteas rojas. "Todo empezó cuando la empresa Romana Beni Stabili hizo un complejo inmobiliario moderno de cien departamentos. Sólo vendió el treinta por ciento. La gente que compra quiere las casonas, viejas por fuera y puestas a todo lujo por dentro. Hasta Marcello Mastroiani compró un departamento moderno para pasar las vacaciones".

Va hacia una vieja heladera, saca una manzana y empieza a mordisquearla. "Yo soy comunista. Estoy convencido que en el negocio andan todos los partidos del gobierno, como siempre. La compañía Aeritalia compró el que era Hotel Splendid y va a montar una residencia de lujo. ¿Quiénes están detrás de eso?".

Por de pronto, Venecia amenaza cambiar de manos y convertirse simplemente en un complejo turístico. El gobierno obliga a restaurar, pero concede solo el cuarenta por ciento de los gastos. La mayoría de los propietarios -gente de trabajo que ha heredado sus viviendas-, no está en condiciones de cumplir las ordenanzas. Las grandes empresas, sí. Ellas compran, restauran, luego hacen su negocio.

Al mediodía, tres viejos músicos se guarecen bajo el toldo de un café en la Piazza San Marcos, y tocan. Los turistas no escuchan, pero toman cerveza, refrescos. Los sonidos del violín, el piano, el contrabajo, intentan piezas de moda, alegres, simples. No hay caso: el ritmo es triste, amargo y nadie aplaude. Los viejos miran a los turistas con una cierta indiferencia. Las palomas descienden sobre las mesas, picotean. Bufalini sonríe: "Napoleón dijo una vez que esta plaza era el más bello salón de Europa". De pronto cambia de expresión, mira a i musici y dice en voz baja: "Thomas Mann puso acá a su personaje porque sintió algo que nosotros sentimos siempre. Venecia es el único lugar del mundo donde se muere sin dolor. Ojalá nos dejen".










domingo, febrero 24, 2008

"Y el Muro de Berlín sobre la mesa lucía tu retrato", de Juan Cameron





Polacos como cuervos rumanos en la nada
entraban en las piezas llevándose las horas
los marcos las ventanas coronas y corolas
y muerta el Ave Fénix quemada en tercer grado
se derrumbaba el mito

Todo lo sostenías los hijos las caretas
el informe político la situación del tiempo
las palabras la magia que usurpaste escondida
por todas las fronteras bajo ese doble fondo

El mundo destruiste a mis espaldas
y no te hiciste sal si en los aviones
aplaudías la derrota
Ladrillo tras ladrillo historia tras historia
arrancaste la base sin piedad en homenaje
a oscuros funcionarios
Se te dijo
Se te advirtió
los imperios son dulces como niñas de fotos victorianas
las potencias cáscaras de huevo los poderes
tiemblan sobre sí mismos en silencio
Pero tú lo sabías

Y ahora qué me dices
quiénes son estos bárbaros por las habitaciones
los caídos alfiles a quien rinden tributo en esta hora
Nada ha quedado en pie después de los naufragios
Sóla la mesa al fondo navega entre las sobras
restos certificados graffittis de otra historia
Y el Muro de Berlín sobre la mesa lucía tu retrato.





en Como un ave migratoria en la jaula de Fénix, 1992.





sábado, febrero 23, 2008

"Las Jornadas del Caos", de Roberto Bolaño





Cuando Arturo Belano creía que todas sus aventuras se habían acabado, su mujer, la que había sido su mujer, la que todavía era su mujer y la que probablemente iba a ser su mujer hasta el fin de sus días (al menos, legalmente hablando), lo fue a buscar a su casa junto al mar y le anunció que el hijo de ambos, el joven y apuesto Gerónimo, se había perdido en Berlín durante las Jornadas del Caos.

Esto sucedió en el año 2005.

Ese mismo día Arturo hizo su equipaje y por la noche tomó el primer avión con destino a Berlín. Llegó a las tres de la mañana. Desde la ventanilla del taxi pudo comprobar que la ciudad, al menos en apariencia, estaba tranquila, aunque de tanto en tanto se vislumbraban hogueras y en algunas bocacalles se veían los coches de la policía antidisturbios. Pero en general todo parecía tranquilo y la ciudad dormía narcotizada.

Esto sucedió en el año 2005.

Arturo Belano tenía más de cincuenta años y Gerónimo Belano tenía quince y había viajado con un grupo de amigos. Era el primer viaje que hacía sin ninguno de sus padres. La mañana en que su mujer lo fue a buscar, el grupo había regresado, pero faltaban Gerónimo y uno más, un muchacho llamado Félix, a quien Arturo recordaba como un muchacho muy alto y flaco y lleno de espinillas. Arturo conocía a Félix desde que éste tenía cinco años. A veces, cuando Arturo iba a buscar a su hijo al colegio, Félix y Gerónimo se quedaban a jugar un rato en el parque. De hecho, posiblemente Félix y Gerónimo se habían visto por primera vez en la guardería, cuando ninguno de los dos tenía tres años, aunque Arturo era incapaz de recordar el rostro de Félix de entonces. No era el mejor amigo de su hijo, pero entre ambos existía aquello que se suele llamar familiaridad.

Esto sucedió en el año 2005.

Gerónimo Belano tenía quince años. Arturo Belano tenía más de cincvuenta y a veces le parecía increíble estar todavía vivo. Cuando Arturo tenía quince también hizo su primer viaje largo. Sus padres decidieron abandonar Chile e iniciar una nueva vida en México.









en El secreto del mal, 2007







viernes, febrero 22, 2008

«Vieja música y las mujeres esclavas», de Ursula K. Le Guin

Fragmento



–¿Aquí? –dijo Nemeo, el que siempre le retorcía el brazo. Pero el otro, Alatual, dijo:
–No, vamos, es por aquí –y avanzó, excitado, para bajar la prieta jaula del lugar de donde colgaba debajo de la estación principal de vigilancia, muy arriba en la parte interior de la pared.

Era un tubo de áspera y oxidada malla de acero sellado en un extremo y que se podía cerrar por el otro. Colgaba suspendido por un solo gancho de una cadena. Apoyado en el suelo parecía una trampa para un animal, un animal no muy grande. Los dos hombres jóvenes le despojaron de sus ropas y le hicieron meterse en ella la cabeza por delante, usando los azuzadores, aguijones eléctricos con los que activaban a los esclavos perezosos y con los que habían estado jugando durante los últimos dos días. Reían estertóreamente, empujándole y clavándole los aguijones en el ano y el escroto. Se deslizó dentro de la jaula hasta que quedó acuclillado en ella, con brazos y piernas doblados y encajados contra su cuerpo. Cerraron la puerta, atrapando violentamente su pie desnudo contra la malla y causándole un dolor que le cegó mientras volvían a alzar la jaula. Se agitaba locamente en el aire, y se aferró a la malla con sus crispadas manos. Cuando abrió los ojos vio que el suelo giraba a unos siete u ocho metros por debajo de él. Al cabo de un momento los giros y los bamboleos cesaron. No podía mover la cabeza. Podía ver lo que había debajo de la prieta jaula, y tensando los ojos hacia los lados podía ver la mayor parte del interior del recinto.

En los viejos días había habido gente ahí abajo que acudía a contemplar el espectáculo moral, un esclavo en la prieta jaula. Había habido niños traídos para que aprendieran la lección de lo que le ocurría a una criada que rehuía hacer un trabajo, a un jardinero que estropeaba una poda, a un obrero que le contestaba a su capataz. Ahora no había nadie allí. El polvoriento suelo estaba desnudo. Las secas parcelas del jardín, el pequeño cementerio en el extremo más alejado de la parte de las mujeres, la zanja entre los dos lados, los senderos, un vago círculo de hierba más verde justo debajo de él, todo estaba desierto. Sus torturadores se quedaron allí durante un rato, riendo y hablando, luego se aburrieron y se fueron.

Intentó relajar su posición pero apenas podía moverse. Cualquier movimiento hacía que la jaula se agitara y balanceara hasta el punto de hacerle sentir vértigo y temer una caída. No sabía lo segura que estaba la jaula colgada de aquel único gancho. Su pie, atrapado en el cierre de la jaula, le dolía tan agudamente que deseaba desvanecerse, pero aunque le daba vueltas la cabeza permaneció consciente. Intentó respirar tal como había aprendido a hacerlo hacía mucho tiempo en otro mundo, suavemente, relajadamente. No podía hacerlo aquí, ahora, en este mundo, en esta jaula. Sus pulmones estaban estrujados de tal modo dentro de su caja torácica que cada respiración era extremadamente difícil. Intentó no sofocarse. Intentó no dejarse vencer por el pánico. Intentó ser consciente, sólo ser consciente, pero la consciencia era insoportable.

Cuando el sol apareció por aquel lado del recinto y brilló plenamente sobre él, el aturdimiento se convirtió en mareo. En algún momento, entonces, se desvaneció durante un tiempo.

Era de noche y hacía frío e intentó imaginar agua, pero no había agua allí.

Más tarde creyó haber estado dos días en la prieta jaula. Podía recordar el raspar de la malla contra su piel desnuda quemada por el sol cuando lo sacaron, el shock del agua fría arrojada contra él con una manguera. Entonces estuvo plenamente consciente por unos momentos, consciente de sí mismo, como un muñeco, tendido pequeño, fláccido, sobre el polvo, mientras unos hombres encima de él hablaban y gritaban sobre algo. Entonces debió de ser llevado de vuelta a la celda o establo donde era mantenido, porque hubo oscuridad y silencio, pero también estaba todavía colgando en la prieta jaula, asándose en el helado fuego del sol, congelando su ardiente cuerpo, encajado prietamente contra la exacta malla del dolor.

En algún punto fue llevado a una cama en una estancia con una ventana, pero todavía estaba en la prieta jaula, balanceándose muy arriba sobre el polvoriento suelo, sobre el círculo de hierba verde.




1996

















jueves, febrero 21, 2008

“Las librerías en Atenas y en Roma”, de Alfonso Reyes





Las librerías de Atenas aparecen mencionadas por primera vez en las primeras comedias de 430 a. c. más o menos. Según Pólux (léxicografo del siglo II d. c), allí se habla de barracas donde se venden libros. Los informes son escasos. El filósofo Zenón fue a dar a Atenas, como consecuencia de un naufragio, y se metió en una librería que encontró por las cercanías. Alejandro el Grande, aficionadísimo a los libros, da instrucciones para que le compren en Atenas las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides, algunos poemas y obras históricas. Tal vez había ya, para entonces, salas de lectura y servicio de "biblioteca circulante". Diógenes Laercio dice que, mediante cierto pago, es posible conocer así las obras de Platón.

En Roma las librerías eran conocidas, cuando menos por los días de Cicerón y Catulo. Se encontraban en los mejores distritos comerciales, y servían de sitio de reunión a los eruditos y a los bibliófilos. Sabemos de varias librerías en tiempos del Imperio: ante todo, la casa de los hermanos Sosii, editores de Horacio. No estaba lejos del Vertumno y del Jano, dos sitios sacros cercanos al Foro y junto a donde hoy se ven las ruinas del pintoresco templo de Castor, el de las tres columnas corintias.

Si de aquí cruzamos el Foro hacia la antigua iglesita redonda de San Cosme y San Damián, llegamos al Templo de la Paz, ya en ruinas, edificado por Vespasiano. Secundus, uno de los editores de Marcial, estaba establecido muy cerca. A unos cien pasos, como quien va al Capitolio, damos con el Foro de César, de donde un tiempo partía la vía de Argiletum al Esquilino. El editor Atrecto abrió su comercio en esta vía, a cuyos lados se veían otras tiendas de libros.

A la entrada, en las pilastras, se colgaban listas de los manuscritos a la venta, sobre todo las novedades. También solía haber unas cajas abiertas con algunos extractos de dichas obras para excitar la curiosidad del público. Marcial da esta curiosa respuesta a alguien que le pide consejo sobre un libro de obsequio: "Junto al Foro Cesáreo hay una librería, cuyas dos puertas están cubiertas de anuncios. Éstos dan los títulos de libros en existencia, y te bastará ver esta lista. Entra y pide mi libro. El dueño —que se llama Atrecto— tendrá el mayor gusto en mostrarte un lindo ejemplar de Marcial de su primero o segundo estante, y lo podrás adquirir por 5 denarios".

Aulo Gelio afirma que los libreros romanos también acostumbraban permitir la consulta de ejemplares raros o preciosos mediante un pago.

Aparte del librero, había también el que los franceses llaman bouquiniste, que no tenía establecimiento y andaba en el tráfico de libros, a veces en los pórticos y en las calles. En la bahía de Brindisi, Aulo Gelio compró un montón de rollos griegos por cualquier cosa. Y parece que los libros de escasa demanda iban a dar a las provincias, triste destino que Horacio teme para alguna de sus publicaciones.

Pero, en las grandes ciudades provincianas, había también buenas librerías. Plinio el Mozo se asombra de las buenas librerías que encontró en Lyon y se complace en ver que tienen sus obras. Sidonio Apolinar cuenta de famosas compras que un amigo suyo hizo en Rheims.

La venta de "libros viejos" era también cosa usual, al punto que dio lugar a fraudes, como sucede en todo tiempo, pues metiendo los volúmenes entre ciertas semillas cereales se les daba un falso aire amarillento de vejez, y eso aumentaba el precio. El orador Libanio cuenta que, de esta forma, hubo quien se atreviera a ofrecer en venta ¡el original de la Odisea!

Roma se conservó como centro de la librería hasta la declinación del mundo antiguo, y aun por algún tiempo más. Sulpicio Severo (que vivía hacia el año 400 de nuestra Era) refiere que su libro Vita S. Martini fue lanzado en Roma y que los libreros daban testimonio de que, a pesar de su subido precio, se vendía con facilidad.

Consta por el Venerable Beda que, todavía en la primera mitad del siglo VIl, Benito, Abad de Wearmouth, llevó a Inglaterra "una gran cantidad de libros adquiridos en Roma".

Pero las invasiones bárbaras dieron un golpe mortal a todas las formas de la cultura, y allá se fue también la organización del antiguo comercio de librería.








en Libros y libreros en la Antigüedad, 1952








miércoles, febrero 20, 2008

"Invierno en Chiloé", de Mario Contreras Vega





Y no hay nadie.
No hay nada.

Salvo el sabor salobre del mar que esparce el viento
entrañas de cipreses galopando en la orilla
de la lluvia.

Y no hay nadie,
no hay nada
en este invierno nuestro.

(Agazapados los hombres admiran ese viento
los árboles que vuelan sin alas en la noche
los feroces alambres que silban alumbrando…)

Y los navíos roncos de mojarse los dedos
que en la muralla verde se hunden, dormidos.




en Entre Ayes y Pájaros, 1981.







martes, febrero 19, 2008

“El año de la muerte de Ricardo Reis”, de José Saramago

Fragmento




Después de una noche de arrebatada invernía, de temporal desencadenado, palabras estas que ya nacieron emparejadas, las primeras no tanto, y unas y otras tan pertinentes a la circunstancia que ahorra el esfuerzo de pensar en nuevas creaciones, bien podría haber despuntado la mañana resplandeciente de sol, con mucho azul en el cielo y jovial revuelo de palomas. Pero no les dio por ahí a los meteoros, las gaviotas siguen sobrevolando la ciudad, el río no es de fiar, las palomas ni se atreven. Llueve, soportablemente para quien salió a la calle con paraguas y gabardina, y el viento, en comparación con los excesos de la madrugada, es una caricia en el rostro. Ricardo Reis salió temprano del hotel, fue al Banco Comercial a cambiar algo de su dinero inglés por los escudos de la patria, le dieron por cada libra ciento diez mil reales, qué pena que no fueran libras oro, que se las pagarían casi el doble, aún así no tiene grandes motivos de queja y sale del banco con cinco mil escudos en el bolsillo, lo que es una fortuna en Portugal. De la Rua do Comerço, donde está, hasta el Terreiro do Pago, hay pocos metros, apetecería escribir Es un paso, si no fuera la ambigüedad de la homofonía, pero Ricardo Reis no se aventurará a atravesar la plaza, se queda mirando de lejos, bajo el cobijo de las arcadas, al río pardo y encrespado, la marea está alta, cuando las olas se alzan parece que van a inundar la plaza, sumergirla, pero es una ilusión óptica, se deshacen contra el muro, su fuerza se quebranta en los escalones inclinados del muelle.

Recuerda que allí se sentó en otros tiempos, tan distantes que llega a dudar si los vivió él mismo, O alguien por mí, tal vez con igual rostro y nombre, pero otro. Nota frío en los pies, húmedos, nota también que una sombra de infelicidad pasa sobre su cuerpo, no sobre el alma, repito, no sobre el alma, esta impresión es exterior, sería capaz de tocarla con las manos si no estuvieran ambas agarrando el mango del paraguas, innecesariamente abierto. Así se abstrae un hombre del mundo, así se ofrece a la risa de quien pasa y dice, Señor, que aquí abajo no llueve, pero la risa es franca, sin maldad, y Ricardo Reis sonríe por haberse distraído, sin saber por qué murmura los dos versos de João de Deus, célebres entre la infancia de las escuelas, Bajo aquella arcada se pasaba bien la noche. Vino por estar cerca y para comprobar, de paso, si el antiguo recuerdo de la plaza, nítido como un grabado a buril, o reconstruido por la imaginación para así parecerlo hoy, tenía correspondencia próxima con la realidad material de un cuadrilátero rodeado de edificios por tres lados, con una estatua ecuestre y real en medio, el arco del triunfo, que desde donde está no llega a ver, y al fin todo es difuso, brumosa la arquitectura, apagadas las líneas, será por el tiempo que hace, será por el tiempo que es, será por sus ojos ya gastados, sólo los ojos del recuerdo pueden ser agudos como los del gavilán. Van a dar las once, hay mucho movimiento bajo las arcadas, pero decir movimiento no quiere decir rapidez, esta dignidad tiene poca prisa, los hombres, todos con sombrero blando, los paraguas goteando, rarísimas las mujeres, y van entrando en las oficinas, es la hora en que empiezan a trabajar los funcionarios públicos. Se aleja Ricardo Reis en dirección a la Rua do Crucifixo, aguanta la insistencia de un vendedor ambulante que quiere colocarle un décimo para el próximo sorteo, Es el mil trescientos cuarenta y nueve, mañana sale, no fue éste el número premiado ni saldrá mañana, pero así suena el canto del augur, profeta con matrícula en la gorra.

Compre, señor, mire que si no compra se arrepentirá, mire que es una corazonada, y hay una fatal amenaza en la imposición. Entra en la Rua Garrett, sube al Chiado, hay cuatro mozos de cuerda recostados en el plinto de la estatua, no les importa la lluvia, es la isla de los gallegos, y luego deja de llover, llovía, ya no llueve, hay una claridad blanca detrás de la estatua de Camões, un nimbo, y vea lo que son las palabras, ésta tanto quiere decir lluvia, como nube, como círculo luminoso, y no siendo el vate Dios o santo, y habiendo parado de llover, fueron sólo las nubes, las que se afinaron al pasar, no imaginemos milagros como los de Ourique o Fátima, ni siquiera ese tan simple de que el cielo se muestre azul. Ricardo Reis va a los periódicos, ayer anotó las direcciones, antes de acostarse, en fin, no se ha dicho que durmió mal, extrañó la cama o extrañó la tierra, cuando se espera el sueño en el silencio de una habitación aún ajena, oyendo llover en la calle, cobran las cosas su verdadera dimensión, son todas grandes, graves, pesadas, engañadora es, sí, la luz del día hace de la vida una sombra recortada, sólo la noche es lúcida, pero el sueño la vence, tal vez para nuestro sosiego y descanso, paz al alma de los vivos. Va Ricardo Reis a los periódicos, va adonde siempre tendrá que ir quien de las cosas del mundo pasado quiera saber, aquí en el Barrio Alto por donde el mundo pasó, aquí donde dejó rastro de su pie, huellas, ramas partidas, hojas pisadas, letras, noticias, es lo que del mundo queda, el otro resto es la parte de invención necesaria para que de dicho mundo pueda también quedar un rostro, una mirada, una sonrisa, una agonía, Causó dolorosa impresión en los círculos intelectuales la muerte inesperada de Fernando Pessoa, el poeta de Orfeu, espíritu admirable que cultivaba no sólo la poesía en moldes originales, sino también la crítica inteligente, murió anteayer en silencio, como siempre vivió, pero, como las letras en Portugal no alimentan a nadie, Fernando Pessoa tuvo que buscar empleo en una oficina comercial, y, unas líneas más allá, junto a su tumba dejaron los amigos flores de añoranza. No dice más este periódico, otro dice lo mismo de distinta manera, Fernando Pessoa, el poeta extraordinario de Mensagem, poema de exaltación nacionalista, uno de los más bellos que se hayan escrito jamás, fue enterrado ayer, le sorprendió la muerte en un lecho cristiano del Hospital de San Luis, el sábado por la noche, en la poesía no era sólo él, Fernando Pessoa, era también Álvaro de Campos, y Alberto Caeiro, y Ricardo Reis, vaya, saltó ya el error, la falta de atención, el escribir de oídas, porque nosotros sabemos que Ricardo Reis es este hombre que está leyendo el periódico con sus propios ojos abiertos y vivos, médico, de cuarenta y ocho años de edad, uno más que la edad de Fernando Pessoa cuando se cerraron sus ojos, ésos sí, muertos, no deberían ser necesarias otras pruebas o certificados de que no se trata de la misma persona, y si aún queda alguna duda, que vaya quien dude al Hotel Bragança y hable con Salvador, que es el gerente, que pregunte si no se aloja allí un señor llamado Ricardo Reis, médico, llegado de Brasil, y él dirá que sí, El señor doctor no vino a comer, pero dijo que cenará aquí, si quiere dejar algún recado, yo personalmente me encargaré de dárselo, quién se atreverá ahora a dudar de la palabra de un gerente de hotel, excelente fisonomista y definidor de identidades. Pero, para que no nos quedemos sólo con la palabra de alguien a quien conocemos tan poco, aquí está este otro periódico que colocó la noticia en la página adecuada, la necrológica, e identifica por extenso al fallecido, Tuvo lugar ayer el funeral por el doctor Fernando Antonio Nogueira Pessoa, soltero, de cuarenta y siete años de edad, cuarenta y siete, fíjense bien, natural de Lisboa, graduado en Letras por la Universidad de Inglaterra, escritor y poeta muy conocido en los medios literarios, sobre el ataúd fueron colocados ramos de flores naturales, peor para ellas, pobrecillas, más rápido se marchitarán. Mientras espera el tranvía que lo ha de llevar a Prazeres, el doctor Ricardo Reis lee la oración fúnebre pronunciada al pie de la tumba, la lee cerca del lugar donde fue ahorcado, nosotros lo sabemos, va para doscientos veintitrés años, reinaba entonces Don João V, que no cupo en Mensagem, fue ahorcado, íbamos diciendo, un genovés, buhonero, que por causa de una pieza de droguete mató a uno de nuestros portugueses de una puñalada en la garganta, y luego hizo lo mismo con el ama del muerto, que muerta quedó allí del golpe, y a un criado le dio dos puñaladas no fatales, y a otro lo agarró como a un conejo y le vació un ojo, y si más no hizo fue porque al fin lo prendieron y aquí se cumplió la sentencia por ser cerca de la casa del muerto, con gran concurrencia, no se puede comparar con esta mañana de mil novecientos treinta y cinco, mes de diciembre, día treinta, con el cielo cargado, que sólo anda por la calle quien no puede evitarlo, aunque no llueva en este preciso instante en que Ricardo Reis, recostado en un farol en lo alto de la Calçada do Combro, lee la oración fúnebre, no del genovés, que no la tuvo, a no ser que como tal le sirvieran los denuestos del populacho, sino de Fernando Pessoa, poeta, inocente de muertes criminales, Dos palabras sobre su tránsito mortal, para él bastan dos palabras, o ninguna, quizá sería preferible el silencio, el silencio que ya lo envuelve a él y nos envuelve a nosotros, un silencio de las dimensiones de su espíritu, con él está bien lo que está cerca de Dios, pero tampoco debían, tampoco podían, los que fueron sus pares en el convivio de la Belleza, verlo descender a tierra, o mejor, ascender a las líneas definitivas de la Eternidad, sin manifestar la protesta tranquila, pero humana, el dolor que nos causa su partida, no podían sus compañeros de Orfeu, más que compañeros hermanos, que comulgan con el mismo ideal de Belleza, no podían, repito, dejarlo aquí, en la tierra extrema, sin haber al menos deshojado sobre su muerte gentil el lirio blanco de su silencio y de su dolor, lloramos al hombre que la muerte nos lleva, y con él la pérdida del prodigio de su convivencia y la gracia de su presencia humana, sólo al hombre, es duro decirlo, pues a su espíritu y a su poder creador, a ésos les dio el destino una extraña hermosura inmortal, lo que queda es el genio de Fernando Pessoa. Vaya, vaya, por suerte aún se encuentran excepciones en las regularidades de la vida, desde el Hamlet que andábamos diciendo, El resto es silencio, en definitiva, del resto es el genio quien se encarga, éste o cualquier otro.











lunes, febrero 18, 2008

"Sepultura en el sur: Luz de gas", de William Faulkner







C
uando murió el abuelo, padre dijo probablemente lo primero que se le ocurrió, porque lo que dijo fue involuntario, porque si lo hubiera pensado dos veces no lo habría dicho:
- Maldita sea, ahora vamos a perder a Liddy.

Liddy era la cocinera. Era una de las mejores cocineras que habíamos tenido en la vida, y había estado con nosotros desde la muerte de la abuela, hacía siete años, cuando la cocinera anterior nos dejó; y ahora nos dejaría ella también, con pesar, porque también le gustábamos. Pero así actuaban los negros: dejaban al patrón tras una muerte en la familia, como si obedecieran no a una superstición sino a un rito: el rito de su libertad: no la libertad de poder dejar de trabajar, que nadie tendría hasta varios años después, con la entrada en vigor del WPA[1], sino la libertad de cambiar de un trabajo a otro, aprovechando una muerte en la familia como el momento, el acicate para marcharse, pues sólo la muerte era lo suficientemente importante como para ejercer un derecho tan importante como el de la libertad.

Pero no iba a marcharse todavía; su partida y la de Arthur (su marido) tendría lugar con dignidad proporcionada a la dignidad de la edad y posición del abuelo en la familia y la comunidad, y a la dignidad correspondiente de su sepultura.

Y eso sin mencionar el hecho de que el propio Arthur estaba en aquel momento rindiendo el apogeo de su calidad de miembro de la casa, como si los siete años que llevaba trabajando para nosotros no hubieran sido sino de mera espera para el presente momento, hora, día: estaba sentado (no de pie ya: sentado), recién afeitado y con el pelo recortado aquella misma mañana, con una camisa blanca y limpia y una corbata de padre y vistiendo su librea, en una silla de la trastienda de la joyería, mientras el señor Wedlow, el joyero, grababa en la hoja de pergamino con su bella y ágil caligrafía spenceriana la noticia formal de la muerte del abuelo, y la hora de su entierro; pergamino que, unido a la bandeja de plata con lazos de cinta negra y ramilletes artificiales de siemprevivas, Arthur llevaría de puerta en puerta (no a las de cocina ni a las traseras, sino a las puertas principales) por toda la ciudad, haciendo sonar la campana y haciendo llegar la bandeja hasta quienquiera que fuera, no ya como un sirviente que entrega una notificación formal sino como un miembro de nuestra familia que ejecuta un rito formal, pues para entonces la ciudad entera sabía que el abuelo había muerto. De forma que se trataba de un rito, y Arthur dominaba el momento, dominaba la mañana entera de hecho, pues no era ya un mero criado nuestro, ni siquiera un enviado nuestro, sino más bien un mensajero de la misma Muerte que dijera a las gentes de nuestra ciudad: «Deteneos, mortales; acordaos de Mí.»

Luego Arthur estaría ocupado el resto del día; con su chaqueta de cochero y el sombrero de castor que había heredado del marido de la antecesora de Liddy en el cargo, quien a su vez los había heredado del marido de la antecesora de la antecesora de Liddy, iría con el carruaje a recibir a los parientes y allegados que empezarían a llegar en uno u otro tren. Entonces la ciudad comenzaría a rendir las breves visitas formales y rituales, en las que apenas utilizarían la palabra, y aun así sólo en murmullos y susurros. Porque el ritual prescribía que madre y padre debían sobrellevar en la intimidad el primer dolor de la pérdida, y alentarse y confortarse el uno al otro. Así que habrían de recibir a las visitas los parientes más próximos: la hermana de madre y su marido, de Memphis, ya que tía Alice, la esposa de Charles, el hermano de padre, tendría que alentar y confortar a tío Charles, suponiendo, claro está, que lograran que se quedara arriba. Y las damas de la vecindad llegarían ininterrumpidamente a la puerta de la cocina (no a la principal en este caso; a la de la cocina y a las traseras), y entrarían sin llamar con sus cocineras o sus mozos, que traían las fuentes y bandejas de comida que habían preparado para nosotros y para la afluencia de parientes, y para la cena de medianoche de los hombres, los amigos con quienes padre cazaba y jugaba al póquer, que pasarían la noche en vela junto al ataúd que habrían de traer los de la funeraria y en donde habrían de instalar el cuerpo del abuelo.

Y el día siguiente también, mientras llegaban las coronas y las flores; entonces, todo el que lo deseara podía entrar en el salón de invitados a ver al abuelo, enmarcado en el raso blanco y con el uniforme gris y las tres estrellas en el cuello, recién afeitado y con un ligero toque de colorete en las mejillas. Y también el día siguiente, hasta después de nuestro almuerzo, cuando Liddy dijera a Maggie y a los demás niños: «Ahora vosotros, niños, id a jugar al prado hasta que os llame. Y tú cuida de Maggie» Porque no se había referido a mí. Yo era no sólo el mayor sino varón, la tercera generación de primogénitos varones desde el padre del abuelo; cuando le llegara la hora a padre sería yo quien diría antes de darme cuenta: Maldita sea, ahora vamos a perder a Julia o Florence o como se llamara la cocinera de entonces. Era mi deber estar allí, pues, en traje de domingo, con un brazalete de crespón; estaríamos todos, salvo madre y padre y tío Charley (tía Alice estaría, sin embargo: la gente se lo permitía porque era una buena organizadora cuando se le presentaba la ocasión; y también tío Rodney, pese a ser el hermano más joven de padre), en el cuarto del fondo, el que abuelo llamaba su despacho, adonde habían llevado la damajuana de Whisky del aparador del comedor por deferencia ante el entierro; sí, también tío Rodney, que no tenía esposa, el elegante soltero que usaba camisas de seda y loción de afeitar perfumada, el preferido de la difunta abuela y de otras muchas mujeres; el viajante de comercio de unos mayoristas de St. Louis, que en sus breves visitas a la ciudad traía una bocanada, un aroma, casi un deslumbramiento de esas metrópolis extranjeras que no eran para nosotros: las populosas ciudades de botones de hotel y de revistas de coristas y de ostrerías; tío Rodney, que en mi primer recuerdo estaba de pie junto al aparador con la damajuana de whisky en la mano, y que ahora la tenía en la mano también, con la única diferencia de que la mano de tía Alice estaba también encima de ella y que todos podíamos oír su furioso susurro:
- ¡No puedes, no debes dejar que se den cuenta de cómo hueles! A lo que respondió tío Rodney:
- Está bien. Está bien. Dame un puñado de clavo de olor de la cocina.

Así que aquel aroma de clavo, inseparablemente unido al del whisky y la loción de afeitar y las flores cortadas, iba a ser parte del tránsito y última estadía del abuelo en el hogar; nosotros esperábamos en el despacho mientras las damas entraban en el salón, donde estaba el ataúd, y los hombres se quedaban fuera, en el césped, recatados y silenciosos, con sombrero hasta el comienzo de la música, momento en que se descubrirían y permanecerían allí en pie, con una ligera inclinación de cabeza, al luminoso sol de la tarde temprana. Madre, entonces, estaba en el vestíbulo, de negro y con profuso velo, y padre y tío Charley de luto; y nosotros pasábamos al comedor, en donde nos habían preparado las sillas y habían abierto las hojas plegables de la puerta que daba al salón, de forma que nosotros, la familia, estaríamos en las exequias pero no en el centro de ellas, como si el abuelo, en su ataúd, hubiera de desdoblarse en dos: uno para sus descendientes por la sangre y parientes políticos, y otro para quienes fueron sus amigos y conciudadanos.

Luego aquel cántico, aquel himno que ya ningún significado tenía para mí: ni canto fúnebre y lúgubre a la muerte, ni recordatorio de que el abuelo había partido y que ya nunca lo volvería a ver. Porque ya jamás llegaría a equipararse a lo que un día había significado para mí -terror, no a la muerte sino a los no muertos-. Tenía entonces cuatro años; Maggie, a mi lado, sabía apenas andar: estábamos con un grupo de niños mayores, medio escondidos en los matorrales de la esquina del patio. Yo al menos no sabía por qué, hasta que aquello pasó -la primera vez que lo vi en mi vida-: el coche fúnebre empenachado y negro, los negros y cerrados carruajes y coches de alquiler, que avanzaban a paso lento y solemne por la calle que súbitamente habría de quedar desierta, tan desierta -creí saber súbitamente- como la ciudad entera.

- ¿Qué? -dije-. ¿Un muerto? ¿Qué es un muerto?

Y me lo explicaron. Yo ya había visto antes cosas muertas: pájaros, sapos, los cachorros que el anterior a Simon, el que estaba casado con Sarah, ahogó dentro de un saco en el abrevadero, porque dijo que la setter de raza de padre se había mezclado con un perro inadecuado, y había visto cómo él y Sarah mataban a palos, hasta dejarlas como tiras ensangrentadas e informes, a culebras que eran -ahora lo sé- inofensivas. Pero que esto mismo, esta ignominia, tuviera que sucederle también a la gente, me parecía algo que el Propio Dios no podía permitir ni dejar que continuara. Así que quienes ocupaban el coche fúnebre no podían estar muertos: tenía que ser algo parecido al sueño: una treta que empleaban con la gente las mismas fuerzas y poderes del mal que inducían a Sarah y a su marido a apalear a las inocuas culebras hasta convertirlas en una informe y sangrienta pulpa, o a ahogar a los cachorros; una treta que, merced a cierta broma pavorosa e inescrutable, sumía a la gente en aquel coma impotente, para acabar con la tierra apelmazado sobre el cuerpo, que se debatiría y agitaría convulsivamente y gritaría en la oscuridad sin aire, ya para siempre sin posibilidad de huida. Aquella noche, pues, fui presa de algo muy parecido a la histeria, y me aferraba a las piernas de Sarah jadeando:
- ¡Yo no moriré! ¡Yo no! ¡Nunca!

Pero aquello pertenecía al pasado. Ahora tenía catorce años y aquel canto era cosa de mujeres, lo mismo que el sermón del pastor que venía a continuación; luego entraban los hombres, los ocho portadores del féretro, que eran los amigos con quienes padre cazaba y jugaba al póquer y hacía negocios, y los tres a título honorario, pues eran demasiado viejos para soportar carga alguna: los tres con uniforme gris también, pero de soldados rasos (dos de ellos habían estado en el viejo regimiento aquel día en que se replegaron ante McDowell para más tarde reagruparse en torno a Jackson frente a Henry House). Así que sacaron al abuelo; las mujeres se echaban un poco hacia atrás para dejarnos paso, sin mirarnos; el resto de los hombres en el soleado patio, sin mirar el féretro que pasaba ante ellos, sin mirarnos a nosotros tampoco, con la cabeza descubierta, hacían una pequeña inclinación o incluso se volvían ligeramente como si estuvieran pensativos, distraídos; se hizo un murmullo de asombro amortiguado, casi hueco, cuando los portadores -no profesionales- lograron introducir al fin el féretro en el coche fúnebre; luego, rápidamente, con una especie de celeridad decorosa, se desplazaron repetidas veces desde el coche al salón y del salón al coche, hasta que trasladaron a su interior todas las flores; luego empezaron a moverse con verdadera viveza, casi a la carrera, como si se disgregaran ya, no sólo del entierro sino también de la muerte, y doblaron la esquina hacia el carruaje que habría de llevarlos por calles secundarias hasta el cementerio, a fin de que estuvieran allí esperando cuando llegáramos nosotros; así, ningún forastero sureño que estuviera en la ciudad, al ver aquel carruaje lleno de hombres vestidos de negro y recién afeitados avanzando a trote rápido por una calle secundaria, a las tres de la tarde del miércoles, necesitaba preguntar qué había sucedido.

Sí, como una procesión: el coche fúnebre, luego nuestro carruaje, con madre y padre y conmigo, luego los hermanos y hermanas con sus esposas y esposos, luego los primos carnales y los de segundo y tercer grado, alejándose más y más del coche fúnebre a medida que disminuía la relación de parentesco con el abuelo, por la calle desierta, a través de la plaza, tan vacía como en domingo, mientras mi interior se henchía de vanidad social y de orgullo al pensar en lo importante que había sido el abuelo en la ciudad. Luego por la calle vacía que conducía al cementerio, franqueada casi a cada yarda por niños que a lo largo de la cerca miraban con el mismo terror y emoción que yo guardaba en la memoria, pues recordaba el terror y el pesar con que había deseado un día vivir en la calle del cementerio para poder contemplar todos los entierros.

Podíamos ya verlas, gigantescas y blancas, más altas sobre sus pedestales de mármol que la cerca oculta bajo la urdimbre de rosas y madreselvas, cerniéndose sobre los propios árboles, los magnolios y los cedros y los olmos, mirando para siempre hacia el este con sus vacíos ojos de mármol; no símbolos: no ángeles de misericordia o serafines alados o corderos o pastores, sino efigies de los seres reales, tal como habían sido en vida, ahora en mármol duradero, impenetrable, de dimensiones heroicas, elevándose sobre sus cenizas según la tradición implacable de nuestro fuerte, inflexible, severamente exaltado protestantismo baptista-metodista, talladas en piedra italiana por exclusivos artesanos italianos y embarcadas en un largo y costoso viaje por mar para convertirse en otros invencibles centinelas en el templo de nuestras tradiciones del Sur, las cuales, válidas tanto para banqueros y comerciantes y plantadores como para el último colono que no posee ni el arado que guía ni la mula que lo arrastra, decretaban, exigían que, por espartana que hubiera sido la vida, en la muerte la importancia de los dólares y centavos quedara abolida: acaso una abuela había tenido que partir leña para la estufa hasta el día de su muerte, pero debía entrar en la tierra envuelta en satén y caoba y asas de plata -si bien el satén y la caoba fueran sintéticos y la plata, plata alemana-, en ceremonia no dedicada en modo alguno a la muerte, ni al momento de la muerte siquiera, sino al decoro: la víctima de accidente o incluso de asesinato era representada en efigie no en el instante del tránsito, sino en el ápice de la sublimación, como si al fin en la muerte negara para siempre los pesares y desatinos de los asuntos humanos.

Y la abuela también; el coche fúnebre se detuvo al fin junto al hueco fresco de la fosa; el pastor y los tres viejos de gris (con las medallas de bronce colgándoles del pecho, medallas que carecían de sentido, que no simbolizaban valor sino únicamente reencuentros, pues en aquella guerra habían sido valientes los hombres de ambos bandos, y el solo espaldarazo de distinción individual era el de plomo de los mosquetes de los pelotones de fusilamiento) esperaban al lado del foso, los viejos con escopetas, mientras los portadores retiraban las flores y el féretro del coche fúnebre; la abuela también, con su polisón y sus ampulosas mangas y el rostro que recordábamos -salvo los ojos vacíos-, ensimismada en nada mientras el ataúd se hundía en la tierra y el pastor encontraba al fin un lugar donde situarse y los primeros terrones golpeaban con ruido plácido y hondo y casi hueco la madera ya invisible y los tres viejos lanzaban andanadas discordantes y alzaban gritos discordantes y trémulos.

La abuela también. Yo recordaba aquel día, seis años atrás: la familia reunida; padre y madre y Maggie y yo en el carruaje, porque el abuelo quiso montar su caballo; el cementerio, el trozo de terreno de nuestro panteón. La efigie de la abuela, entonces intocada y deslumbrante, recién sacada de la caja de embalaje, alta sobre el pedestal resplandeciente que se alzaba sobre la propia tumba; el empresario de pompas fúnebres, sombrero en mano, y los obreros negros que la habían alzado a fuerza de sudor hasta dejarla enhiesta, se apartaron a un lado para que nosotros, la familia, pudiéramos mirarla y dar nuestra aprobación. También el abuelo, después de un año de tediosa talla en Italia y del largo viaje por el Atlántico, estaría allí, junto a ella, sobre su pedestal, no como el soldado que había sido y como yo deseaba verlo, sino -siguiendo la vieja e inalterable y rigurosa tradición del apogeo apoteósico- como el abogado, el parlamentario, el orador que no había sido: en levita, con la cabeza descubierta echada hacia atrás, con un esculpido libro abierto en una mano esculpida y la otra extendida en inmemorial gesto de declamación, y entonces madre y Maggie y yo en el carruaje, porque padre querría hacerlo a caballo, acudiríamos al cementario a cumplir con el privado y formal examen y ulterior aprobación.

Y tres o cuatro veces al año yo volvería solo, sin saber por qué, a mirarlos, no sólo al abuelo y a la abuela sino a todos ellos, que recortarían sus siluetas enormes entre el verde exuberante del estío y el fulgor regio del otoño y la lluvia y la ruina del invierno antes de que la primavera volviera de nuevo a florecer, ya maculados y algo oscurecidos por el tiempo y el clima y la entereza, pero aún serenos, impenetrables, remotos, con la mirada en nada, no como centinelas, no defendiendo a los vivos de los muertos mediante sus toneladas de peso y su vasta masa, sino antes bien a los muertos de los vivos; protegiendo a los huesos consumidos y vacíos, a las inocuas e inermes cenizas, de la angustia y la congoja y la inhumanidad del género humano.







[1] Works ProWess Administration: programa del New Deal para paliar el desempleo en los Estados Unidos tras la Gran Depresión. (N. del T.)




1954



domingo, febrero 17, 2008

“El futuro de la música”, de John Cage





Yo creo en el uso del ruido.
Donde quiera que estemos, lo que escuchamos es, en su mayor parte, ruido. Cuando lo ignoramos, nos perturba. Cuando lo escuchamos, lo encontramos fascinante. El sonido de un camión a 50 millas por hora. Estática entre las emisoras de radio. La lluvia. Queremos capturar y controlar esos sonidos para usarlos, no como efectos de sonidos, sino como instrumentos musicales. Todo estudio cinematográfico tiene una librería de efectos de sonido grabados en celuloide. Con un fonógrafo de celuloide ahora es posible controlar la amplitud y la frecuencia de cada uno de estos sonidos y de darles ritmos dentro o fuera del alcance de la imaginación. Provistos de cuatro fonógrafos de celuloide, podemos componer y ejecutar un cuarteto para motor a explosión, viento, latidos de corazón y avalanchas.

Para hacer música.
Si esta palabra, música, es sacralizada y reservada para los instrumentos de los siglos XVII y XIX, podemos substituirla por un termino más significativo: Organización de Sonido.

Va a continuar e incrementarse hasta que lleguemos a una música producida a través de la ayuda de instrumentos eléctricos.
La mayoría de los inventores de instrumentos musicales eléctricos intentaron imitar a los instrumentos de los siglos XVIII y XIX, de la misma manera que los diseñadores de automóviles emularon los carruajes. El Novachord y el Solovox son ejemplos de este deseo de imitar el pasado en vez de construir el futuro. Cuando Theremin construyo un instrumento con nuevas posibilidades, los Thereministas se esforzaron por hacerlo sonar como un instrumento viejo, dándole un vibrato empalagosamente enfermizo y ejecutando, con dificultad, obras maestras del pasado. Aunque el instrumento es capaz de generar una amplia variedad de cualidades sonoras, obtenidas por el mero movimiento del dial, los Thereministas actuan como censores, dandole al público el sonido que ellos piensan que les va a gustar. Estamos resguardados de las nuevas experiencias sonoras posibles. La propiedad particular de los instrumentos eléctricos de permitir un control completo de la estructura de sobretonos y permitir producir estas estructuras en cualquier frecuencia, amplitud y duración.

Que harán disponibles, para propósitos musicales, todos los sonidos que pueden ser escuchados. Los métodos fotoeléctricos, magnéticos y mecánicos para la producción sintética de música.
Ahora es posible que los compositores ejecuten su música directamente, sin la asistencia de intérpretes intermediarios. Cualquier diseño repetido en una frecuencia adecuada en una pista sonora es audible. 280 revoluciones por segundo en una pista sonora produciría un sonido, mientras que un momento de Beethoven repetido 50 veces por segundo produciría no solamente un tono diferente, sino otra cualidad sonora.

Mientras que en el pasado el punto de desacuerdo fue entre disonancia y consonancia, sera en el futuro inmediato, entre el ruido y los así llamados sonidos musicales. Los actuales métodos para escribir música, principalmente aquellos que emplean y se referencian a escalones particulares en el campo del sonido, serian inadecuados para el compositor que se enfrentaría la totalidad del campo sonoro.
El compositor (Organizador de Sonido) no solo se enfrentaría la totalidad del campo sonoro sinó a la totalidad del campo temporal. La fracción de segundo (frame), siguiendo técnicas cinematográficas establecidas, sera probablemente la unidad basica en la medición del tiempo. Ningún ritmo estará mas allá del alcance del compositor.

Nuevos métodos serán descubiertos, orienándose hacia una relación categórica con el sistema de dodecafónico de Schoenberg.
El metodo de Schoenberg asigna a cada material, en un grupo de materiales equivalentes, su función con respecto al grupo. (La Armonia, asignaba a cada material, en un grupo de materiales no-equivalentes, su función con respecto al material fundamental o más importante del grupo). El método de Schoenberg es análogo a la sociedad moderna, donde el énfasis está puesto en el grupo y en la integración del individuo al grupo.

Y los métodos actuales de escritura de música para percusión.
La música para percusión es una transición contemporánea desde la música influenciada por el teclado hacia la música de la totalidad sonora del futuro. Cualquier sonido es aceptable para el compositor de musica para percusión; el explora el académicamente prohibido campo ‘no musical’ del sonido hasta dónde es manualmente posible. Los métodos de escritura de música para percusión tienen como meta la estructura ritmica de la composición. Tan pronto como estos métodos sean cristalizados en uno o varios metodos ampliamente utilizados, existirá la posibilidad de que existan improvisaciones grupales de música no escrita pero culturalmente significativa. Esto ya ha tenido lugar en las culturas orientales y en el hot-jazz.

Y cualquier otro metodo que este libre del concepto de tono fundamental. El principio de la forma será nuestra única conexión constante con el pasado. Aunque la gran forma del futuro no sera como lo fue en el pasado, en un momento la fuga y en otro la sonata, estara relacionada a estas como estas lo están entre si.
Antes de que esto pase, centros de música experimental deben ser establecidos. En estos centros, los nuevos materiales, osciladores, generadores, medios para amplificar pequeños sonidos y fonógrafos de celuloide estarán disponibles para el uso. Los compositores usarán medios del siglo XX para componer música. Y ejecutarán los resultados. La Organizacion de Sonido será empleada con fines musicales y extra-musicales (teatro, danza, cine), a traves del principio de la organización, es decir, la habitual habilidad del ser humano para pensar.






Seattle, 1937










sábado, febrero 16, 2008

"La ceremonia del porno". Entrevista a Andrés Barba y Javier Montes

por Carlos Rubio





Uno de los planteamientos más importantes de La ceremonia del porno es la idea de que esa experiencia tiene mucho que ver con la intimidad de cada sujeto, ¿en qué medida está el porno sujeto a ella?

Montes: La misma imagen vista en la esfera pública puede no ser pornográfica, en tanto que en la intimidad sí puede serlo. Una de las condiciones indispensables para ver una imagen como pornográfica y tener esa experiencia pasaría por esa situación de intimidad, pues sólo en la intimidad somos susceptibles de tenerla.

Barba: Otra de las cosas que conforman la ceremonia del porno es que se trata de una imagen con la que cada uno se compromete, y si no nos excita, no se ha producido la experiencia pornográfica. Es como un camino de ida y vuelta, del lugar donde se produce la imagen, de nuestra intención al aproximarnos a ella y de la resolución de esa aproximación.


¿A qué distancia se encuentra el porno del arte o qué separa la experiencia pornográfica de la experiencia estética?

Montes: La experiencia estética y la pornográfica son incompatibles en el tiempo. No se pueden tener ambas al mismo tiempo. Lo cual no quiere decir que una imagen no pueda ser en un momento una fuente de experiencias estéticas y en otro momento de experiencias pornográficas. Nosotros ponemos el ejemplo de una obra del pintor francés Courbet, un sexo femenino en primer plano sin nada más que, según donde se muestre, las intenciones del que la mira y la ceremonia que se establece al mostrarse, puede ser o no pornográfica.

Barba: Esa misma imagen, vista en la intimidad, con la excitación y el compromiso necesarios, se vuelve pornográfica. Y, sin embargo, vista en el Museo Dorset se transmuta en una obra de arte. Por ello, muchos jueces han tratado de acotar el porno señalando que empieza donde acaba el arte, cosa que para nosotros no es así, aunque de acuerdo con nuestra tesis en el libro las dos experiencias no pueden tenerse al mismo tiempo.


¿Cuándo podemos pensar que un artista produce porno y cuándo arte?

Barba: Eso tiene que ver más con ciertos mecanismos de marketing. Nosotros hablamos de experiencias excluyentes cuando distinguimos arte y pornografía o humor y pornografía. Hablamos de un síndrome pastilla para la tos, porque no se puede tragar saliva y toser al mismo tiempo. Y eso sucede con el arte y el humor en relación a la pornografía, pues los horizontes de unos son diferentes a los del otro. El humor en el caso del porno se produce para facilitar la experiencia colectiva del porno, porque produce un efecto de relajamiento y hace que sea más fácilmente visible una imagen.


¿Qué ocurre cuando la experiencia pornográfica altera ciertos principios de la propia persona, como puede ser el caso del sadomasoquismo?

Montes: En la experiencia pornográfica puede darse cierta conciencia de la revelación. Es decir, que el porno puede revelar ciertas cuestiones de la intimidad personal. En el libro citamos el caso de un estudiante que se negaba a ver porno gay por si acaso le gustaba.

En el fondo, esto nos dice que tenemos que reconocer al porno que en cierto tipo de situaciones puede producir un estado de revelación de ciertas inclinaciones. Pero ya depende del sujeto el valor que quiera dar a esas informaciones. Lo que sí es un hecho es que esas informaciones se producen.


¿Puede hablarse de distintos géneros de porno?

Montes: Hay tantos como individuos. Básicamente cada individuo, si tiene ganas de hacerlo, busca y encuentra su propia pornografía. La frase: "No me gusta el porno porque es aburrido", es posible que se diga porque quien la pronuncia no ha visto su pornografía, porque no ha encontrado la imagen que le posibilite tener una experiencia pornográfica.


¿Esta idea rompe el esquema del videoclub, donde se cataloga el porno de acuerdo con criterios básicos?

Barba: Es otra manera de acercarse al porno. El porno es más amplio que lo sexual simplemente, ni todas las imágenes sexuales son pornográficas, ni todas las imágenes pornográficas son sexuales, porque hay gente que se excita con imágenes de catálogos de zapatillas. Una imagen puede o no ser pornográfica de acuerdo con el momento, el contexto, la persona y la intención.


¿Cuál es la situación de la literatura pornográfica?

Barba: Tenemos ciertas reticencias a admitir que existe. Hablamos sólo de pornografía de imágenes y admitimos que el porno está en pañales.


En ese sentido, señalan que la intención no cuenta, ¿por qué?

Montes: La jurisprudencia anglosajona ha intentado ir mucho por ese camino, pero el juicio de la intención es el más resbaladizo para definir una imagen pornográfica, porque no es posible juzgar las intenciones. Conocer la intención de Goya cuando pinta La maja desnuda, primero, es imposible y, segundo, no ayudaría a saber si esa obra es o no pornográfica. Lo era cuando estaba oculta en un gabinete y se contemplaba tras levantar una cortinilla, pero es artística cuando se contempla en el Museo del Prado. El libro justamente lo que intenta es evitar ese criterio de intención en la creación de una imagen, porque sostenemos que es en la recepción donde está la pornografía, en el ojo del que mira, no en la mano del que la crea.







* Andrés Barba y Javier Montes ganaron el Premio Anagrama de Ensayo 2007 con La ceremonia del porno.





viernes, febrero 15, 2008

“Electronic for the people, todo es techno”, de Aldo Linares





Aunque parezca extraño, aún sigue sorprendiendo a mucha gente que alguien pueda hacer música sin que implique el modo tradicional de ejecución de un instrumento. también sigue pareciendo raro que una máquina pueda provocar sonidos de lo más extraños. Da igual: todo, absolutamente todo, es techno. Fuera de cualquier apreciación y prejuicio, lo cierto es que la presencia de la electrónica no es algo reciente, ni mucho menos de moda. Hay mucho detrás, curiosidades, intentos y hallazgos que han hecho que exista otra expresión, otra forma de emocionante apreciación auditiva.

Primero fue el ruido en estado animal. Si nos fijamos detenidamente, notaremos que estamos rodeados de ruidos, de sonidos que pueden generar cadencias, ritmos. La naturaleza nos hace gozar de sinfonías urbanas, campestres, aisladas y, también, íntimas. Tanto como si vas a fotocopiar algo como si te acuestas y posas tu oído sobre la almohada, sentirás que hay una buena cantidad de sonidos que se entrecruzan, encadenan, aparecen y desaparecen en tu presencia a modo de estrellas fugaces. Todo genera sonido, todo es susceptible de ser materia prima para generar un ritmo. Hasta el vacío, por efecto, puede producir algo en tus orejas. Lo cotidiano es el mejor y mayor banco sonoro que existe. Es la idónea lanzadera para disparar la imaginación hasta límites impresionantes. Quizás por ello es que la música electrónica siempre ha estado asociada al futuro, a la magia de lo extraterrenal y a las introspecciones más inusitadas. Quizás así lo interpretan muchos de los productores de hoy con su instrumental, no todos obviamente. El ruido, el sonido, su vibración y modulación, sus efectos: Todo es tan antiguo y tan moderno que sobrecoge pensar en un mundo sin ello.

Mucho antes que todo lo que vemos en los escenarios y oímos en los discos, hubo gente experimentando y preparando el camino para que alguien, según su idea y su estilo, pudiese valerse de tantos recursos electrónicos. Es necesario nombrar a muchos de los visionarios que en el siglo XX crearon los más insospechados artilugios para coger el pulso del ruido. Seguramente sin gente como Luigi Russolo, Richard Huelsenbeck, Kurt Schwitters, Tristan Tzara, John Cage, Walter/Wendy Carlos o Karl Heinz Stockhausen, mucho de lo que escuchamos ahora no tendría el calado que tiene. Pero es que aún podemos remontarnos más en el pasado. Se dice que Pitágoras ya elaboró un sistema de rangos numéricos aplicados a la escala musical al que denominó Armonía de Las Esferas, entre el siglo V y VI después de Cristo. En el año 1500 se crearon los primeros órganos hidráulicos, los llamados Hydraulis. En 1738, aparecen los pájaros mecánicos que emitían insólitos trinos. En 1761, Abbe Delaborde se las ingenia para idear y fabricar el Clavecin Electrique. En 1906, Thaddeus Cahill crea el Dynamophone, un claro antecedente de los equipos de música. En 1912 se lleva a cabo el primer concierto futurista, con Filippo Tomasso Marinetti y Luigi Rusolo ofreciendo a los espectadores su concierto del Arte de Los Ruidos. En 1930 aparecen las cintas de audio. Así, podríamos seguir, entre Theremines, Ondas Martenot, Trautoniums, pianos electroacústicos, Ondiolines y demás prodigios del escaparate mental de mucha gente inquieta que, paradójicamente, buscaban la síntesis, el culmen de un proceso transformador para hacer de la sensibilidad auditiva una experiencia completa.

De las intrincadas máquinas de aquellas épocas a los estratosféricos impulsos de un Moog, hay una fila de pequeñas consecuencias, al igual que de una grabadora de cinta se ha llegado al sampler. A mediados de los años 50, y entrados los 60, el pop empezó a fijar sus miras en aquellos ingenios. Jean Jacques Perrey, Marty Denny o Esquivel hicieron fotogramas sonoros de amable lounge music. El genial Joe Meek fue uno de los primeros productores que realmente vislumbró un nuevo horizonte para el pop. Mediante sus experimentaciones, facturó una forma de llevar al pop a lejanas galaxias, a confines sentimentales más ensoñadores. Canciones como “Johnny Remember Me”, “Telstar” o “I Lost My Heart At The Fairground” o epopeyas interestelares como el álbum “I Hear A New World”, son indudables señales de un futuro abierto para quien quisiese hacerse con él. Brian Wilson optó por esta opción y, a cambio, pudo crear perlas como “Good Vibrations”, donde un ululante Theremin describía un mágico trayecto. La psicodelia abrazó las nuevas fuentes de poder, ecos, cintas al revés y otros aparatos encandilaron al mundo. The Beatles sucumbieron en “Revolver”, el álbum donde McCartney, usando una máquina de cinta Bernell, creó auténticos loops. Algo parecido ocurrió con Pink Floyd en “The Piper At The Gates Of Dawn”, un compendio de misterio a varios metros del suelo. Mientras tanto en Alemania bandas como los tempranos Kraftwerk, Can, Neu!, Cluster, Amoon Düül, Tangerine Dream o los americanos Silver Apples volaban a su aire.

En los 70s se formaron bandos de antagónico uso de la electrónica: El rock progresivo y la disco music. Por un lado, los delirios cósmicos de personajes como Rick Wakeman o Keith Emerson exigían una difícil predisposición anímica y auditiva, y por otro Giorgio Moroder, Gino Soccio y Cerrone hablaban al cuerpo sin tapujos. Es aquí donde las máquinas se hicieron con las pistas de baile de todo el planeta con los venenosos ritmos sobre los que gente como Sylvester, Boney M, Lipps Inc. o Donna Summer, soltaba toda su carga sexual. Quien haya escuchado “You Make Me Feel (Mighty Real)”, “Ma Baker” o “I Feel Love” sabrá el por qué de estas palabras. ¿Qué sería del deep house sin estas referencias? ¿O del pop bizarro sin el chispeante “Pop Corn” de Gershon Kingsley?

En una maravillosa tierra de nadie hubo quienes directamente se lanzaron al vacío: Los alemanes Kraftwerk y el británico Brian Eno. Los primeros llevaron su robopop a la cúspide de un nuevo futurismo en el que los robots, los laboratorios espaciales y el Trans-Europa Express mostraban horizontes de grandeza. Brian Eno, por su parte, dio a los grandes Roxy Music un envoltorio elegante e innovador, siendo uno de los padres del ambient. En Norteamérica, Martin Rev y Alan Vega hacían caso omiso a la estrechez del punk con una especie de brutal rockabilly tecnificado bajo el gran nombre de Suicide. Su alcance ha sido tal que hoy es innegable que casi todo el electropunk, electroclash y demás etiquetas les deben la vida. Tanto como a otra gente que empezaba como Throbbing Gristle, Ultravox, The Human League, Tubeway Army, Wire, OMD o Devo. Los 80 trajeron la new wave, el post punk, el gothic, el techno pop, el new romantic, el electro, la electronic body music, el hip hop y el noise, entre otros. Aparecieron mil bandas en las que los sintetizadores y las cajas de ritmo eran los instrumentos estrella. Junto a los mencionados, podrían adjuntarse nombres como Naked Eyes, D.A.F., Rational Youth, Esplendor Geométrico, Thomas Dolby, Yello, Eurythmics, Blancmange, Afrika Bambaataa, Krisma, Gary Numan, Section 25, Los Encargados, The Associates, Propaganda, Bronsky Beat, Los Prisioneros, A Flock Of Seagulls, El Aviador Dro Y Sus Obreros Especializados, Visage, The Neon Judgement, Spk, Coil, Electrodomésticos, Sigue Sigue Sputnik, Cybotron, Oviformia Sci, Yellow Magic Orchestra, Einsturzende Neubauten, Whitehouse, etc. Algunos dejarían una huella imborrable y otros pasarían al olvido. La música de baile, como término amplio, también asumiría el hedonismo de aquellos días. El italodisco y el highenergy dejarían héroes como Patrick Cowley o Bobby O, productores que junto a otros como Trevor Horn, Arthur Baker, Harold Faltermeyer o Stephen Hague, redimensionarían el papel de estar tras la mesa de mezclas. Esta década sería definitiva para el pop. Y no es para menos. The Human League, Soft Cell, Depeche Mode, Kraftwerk, OMD, Pet Shop Boys, Front 242, Nitzer Ebb o New Order, sentarían los pilares de un mañana tan próximo como excitante, cuyo siguiente testigo sería el house.

El hazlo tú mismo era el eje del house. No hacía falta estar en un grupo para poder hacer tu propia música. Los clubes eran los templos del disfrute y los smileys auguraban la llegada del acid house, el resultado de un deslumbrante error de manipulación de la Roland TB-303 por parte de Dj Pierre. Junto a él, gente como Mr. Fingers, Derrick May, Adonis, Keith Farley, Kevin Saunderson, Juan Atkins, y otros, cimentaron la desembocadura del sonido de Detroit, el techno. Desde aquel momento todo ha sido vértigo: Aumentaron los beats y las denominaciones, cada cual más singular. Gabber, intelligent techno, ambient dub, noise, digital hardcore, trance, jungle, trip hop, IDM y demás, entre nombres como The Shamen, The Beloved, Underworld, The Orb, Merzbow, The Future Sound Of London, Scorn, Autechre, Aphex Twin, Atari Teenage Riot, Cosmic Baby, Sabres Of Paradise, Orbital, Jeff Mills o Plastikman, llenaron el planeta de bleeps, loops, bombos y platillos en sellos como Warp, Basic Channel, Fax o R&S. Aunque también empezaron a asomar algunos clichés resultantes de la popularización de equipos y programas de secuenciación, de bancos de sonido y de fórmulas fáciles por doquier. Hoy, el minimal, el grimme, el microhouse y lo experimental aparecen junto a sellos como Kompakt, Border Community, Morr, Sahko, Traum, Shitkatapult, Playhouse y artistas como Luciano, Andreas Tilliander, Nathan Fake, Richie Hawtin, Pansonic o Isan, fundiéndose con el punk funk y el electropop de LCD Soundsystem, Tiefschwarz, Colder, Ada, Figurine, Ladytron, Superpitcher, Miss Kittin, Kate Wax o Hell. Ahora todo tiende a mezclarse, como si se gestase algo nuevo, o no. ¿Qué queda? ¿Esperar? El sonido no se puede detener, tiene que haber algo más allá de cualquier loop. Algún nuevo ingenio pleno de circuitos al que alguien le sugiera la novedosa aventura del avance electrónico. Alguna alternativa al gozo que, si quiere, pueda alterar la fórmula habitual del baile, o producir otra aún más imaginativa. El sonido no se puede detener, el sonido no se puede detener, el sonido no se puede detener...







Fotografía: Kraftwerk en vivo