Siempre que la belleza de la mujer se vuelve irresistible, se la puede rastrear hasta la única cosa que la produce. Esa cosa, con frecuencia un defecto físico, puede asumir proporciones tan irreales que en la mente del hombre que posee a esta mujer, anula la turbadora belleza. Un busto excesivamente atractivo puede convertirse en un gusano de dos cabezas que se mete en la mente y da origen a un misterioso tumor acuoso. Los tentadores labios demasiado carnosos pueden crecer en las profundidades del cerebro como una vagina doble, trayendo aparejada la enfermedad más difícil de la carne: la melancolía. (Hay mujeres hermosas que jamás se ponen desnudas frente al espejo, mujeres que cuando piensan en el poder magnético que tiene el cuerpo, se aterrorizan y encogen dentro de sí mismas, temerosas de que hasta el olor que exhalan las traicione. Hay otras que, de pie frente al espejo, apenas pueden evitar salir afuera desnudas y ofrecerse al primero que llega).
Variedades de la carne... antes de dormir, justo cuando los párpados caen sobre las retinas, las imágenes no conjuradas comienzan su desfile nocturno. Aquella mujer en el subterráneo a la que seguí por la calle: un fantasma sin nombre que ahora de pronto reaparece, avanzando hacia mí con una espalda flexible y vigorosa que me recuerda a alguien, alguien así, sólo que con una cara distinta. (Pero la cara jamás fue importante). Se tiene el recuerdo del fugaz ondular de un torso, tan vívido, como se guarda en alguna parte del cerebro la imagen un toro que se ha visto de niño: el toro en el acto de montar una vaca. Las imágenes llegan y se van, y siempre es alguna parte especial del cuerpo la que se destaca, alguna marca de identificación. ¡Nombre!... los nombres se desvanecen. Las frases tiernas también se desvanecen. Hasta la voz, esa que era tan potente, tan sugestiva, tan absolutamente personal, ésa también tiene una manera de desvanecerse, de perderse entre todas las voces. Pero el cuerpo sigue viviendo, y los ojos y los dedos de los ojos recuerdan. Llegan y se van, las desconocidas, las sin nombre, mezclándose libremente con las otras como si fueran una parte integral de la vida de uno. Con las desconocidas llegan las remembranzas de ciertos días, de ciertas horas, la voluptuosa forma en que llenaron un vacío momento de laxitud. Se recuerda cómo aquella muchacha alta, con un vestido de seda malva, miraba fascinada los juegos de agua de la fuente aquella tarde, cuando el sol calentaba suavemente. Se recuerda con exactitud la forma en que se manifestaban los apetitos en aquel tiempo... agudos, urgentes, como la hoja de un cuchillo en la espalda, y luego se apagaban casi con la misma rapidez, pero en una forma placentera como una profunda y nostágica bocanada de humo. Y luego surge otra muchacha pesada, estólida, con la piel porosa en la piedra arenisca; con ésta todo se centraba en la cabeza, la cabeza que no concuerda con el cuerpo, la cabeza que es volcánica, todavía en erupción. Llegan y se van así, claras, precisas, trayendo consigo el ambiente del impacto, radiando sus efecto instantáneos. De todos los tipos, templadas por la textura, clima, estado de ánimo: metálicas, figuras de mármol, de alabastro, como flores, como animales esbeltos cubiertas de piel sucia, trapecistas, láminas plateadas de agua surgiendo en forma humana y combadas como espejos venecianos. Uno las desviste con lentitud, las examina bajo el microscopio, se las invita a inclinarse, a agacharse, a que flexionen las rodillas, a que se den la vuelta, que extiendan las piernas. Uno habla con ellas, ahora que los labios no están sellados. ¿Qué estabas haciendo aquel día? ¿Siempre te peinas de esa manera? ¿Qué me ibas a decir cuando me miraste así? ¿Podría pedirte que te dieras la vuelta? Eso es. Ahora toma tus pechos con las dos manos. Si yo me hubiese podido arrojar sobre tí ese día. Te hubiera podido poseer allí mismo en la vereda, y con la gente pasando sobre nosotros. Te podría haber poseído en la tierra, hundiéndote cerca del lago donde estabas sentada con las piernas cruzadas. Sabías que te estaba observando. Dímelo... Dime... porque nadie lo sabrá jamás. ¿En qué estabas pensando en ese mismo momento? ¿Por qué conservaste las piernas cruzadas? Sabías que yo esperaba que tú las abrieras, ¿no es cierto? ¡Dime la verdad! Hacía calor y no llevabas nada debajo de tu vestido. Habías bajado de tu refugio para respirar un poco de aire, esperando que sucediera algo. No te importaba mucho lo que ocurriera, ¿verdad? Vagaste alrededor del lago, esperando que oscureciera. Querías que alguien te mirara, alguien cuyos ojos te desnudaran, alguien que fijara la mirada en ese punto tibio y húmedo que tienes entre las piernas; devanaste así así como así un ovillo de miles de metros. Y todo el tiempo mudabas la mirada de uno a otro con furia caleidoscópica. Lo que se metía bajo tu piel era la inexplicable naturaleza de la atracción. la misteriosa ley de la atracción. Un secreto sepultado profundamente en las partes aisladas como en el misterioso todo.
La irresistible criatura del otro sexo es un monstruo en el proceso de convertirse el flor. La belleza femenina es una incesante creación, un incesante girar alrededor de un defecto (a menudo imaginario) que hace que todo el ser se remonte al cielo.
1968
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