miércoles, septiembre 30, 2009

"Limericks", de Edward Lear

Traducciones de Jorge Teillier y Juan Carlos Villavicencio




I

Esta era una vieja persona de Chile
Cuya conducta era penosa y estúpida;
Sentado en una escalera comía manzanas y peras
Esta vieja e imprudente persona de Chile.


Traducción de Jorge Teillier


II

Había un Viejo con su barba,
Que decía, “¡Es tal como temí-
Dos Búhos y una Gallina,
Cuatro Alondras y un Gorrión,
Todos construyeron sus nidos en mi barba!”.




III

Había un Viejo con un gong
Al que golpeaba todo el día;
Pero ellos le dijeron: ¡Oh, Señor!
¡Usted es un odioso viejo pelmazo!”
Así hicieron pedazos al Viejo con un gong.




IV

Había un Viejo en un bote,
Que decía, “¡Estoy a flote, estoy a flote!”
Cuando ellos le dijeron “¡No! ¡No lo estás!”
Estaba listo para desmayarse,
Aquel infeliz Viejo en un bote.


Traducción de Juan Carlos Villavicencio










I// There was an Old Person of Chili,/ Whose conduct was painful and silly;/ He sate on the stairs, Eating apples and pears,/ That imprudent Old Person of Chili.// II// There was an Old Man with a beard,/ Who said, “It is just as I feared!-/ Two Owls and a Hen,/ Four Larks and a Wren,/ Have all built their nests in my beard!”// III// There was an Old Man with a gong,/ Who bumped at it all day long;/ But they called out, “O law!/ You're a horrid old bore!”/ So they smashed that Old Man with a gong.// IV// There was an Old Man in a boat,/ Who said, “I'm afloat, I'm afloat!”/ When they said, “No! you ain't!”/ He was ready to faint,/ That unhappy Old Man in a boat.//








martes, septiembre 29, 2009

"Stop making sense", de Egor Mardones






A
l volante de un viejo automóvil
ruedo atropelladamente arriba abajo por la citi
al desamparo de la noche americana
toda ella iluminada de neones por lo alto:
PORNO SHOW - MIRAMAR HOTEL - VIDEO CLUB
BAR TERMINAL - MC DONALD'S CENTER - CAFÉ VIRTUAL
NIETSZCHE DISCOTHEQUE.


Me siento lo mejor de lo peor
bajo este polvo fatuo de estrellas.


Una estación de radio
que ya debería estar hace mucho fuera del dial
vomita solitaria Stop Making Sense,
de Talking Heads.


EL RESTO ES SILENCIO ES SILENCIO ES SILENCIO


O dicho a la manera del Filósofo Bailarín:
en un estilo que ya nadie estila por aquí:
"No estamos en el mundo, pasa
que estamos en Night Citi:
La predestinación para el laberinto.
La experiencia de siete soledades".








en Taxi driver, 2009















lunes, septiembre 28, 2009

«Una ballena ve a los hombres», de Antonio Tabucchi




Siempre tan ajetreados, y con largas extremidades que agitan con frecuencia. Y qué poco redondos son, sin la majestuosidad de las formas consumadas y suficientes, pero con una minúscula cabeza móvil en la que parece concentrarse toda su extraña vida. Llegan deslizándose sobre el mar, pero no nadando, como si fueran pájaros, e infieren la muerte con fragilidad y grácil ferocidad. Permanecen largo rato en silencio, pero luego gritan entre ellos con repentina furia, con un galimatías de sonidos que apenas varían y que carecen de la perfección de nuestros sonidos esenciales: reclamo, amor, llanto de duelo. Y qué penoso debe de resultarles amarse: e híspido, casi brusco, inmediato, sin una mullida capa de grasa, favorecido por su naturaleza filiforme que no prevé la heroica dificultad de la unión ni los magníficos y tiernos esfuerzos para conseguirla.

No les gusta el agua, y la temen, y no se entiende por qué vienen tan a menudo. También ellos van bancos, pero no llevan hembras, y se adivina que están en otra parte, pero son siempre invisibles. A veces cantan, pero sólo para ellos, y su canto no es un reclamo sino una forma de lamento desgarrador. Enseguida se cansan, y cuando cae la noche se reclinan sobre las pequeñas islas que los transportan y tal vez se duermen o contemplan la luna. Se alejan deslizándose en silencio y es evidente que están tristes.





en Donna di Porto Pim e Altre Storie, 1983



















domingo, septiembre 27, 2009

"Mar adentro", de Ramón Sampedro







Mar adentro,
mar adentro.

Y en la ingravidez del fondo
donde se cumplen los sueños
se juntan dos voluntades
para cumplir un deseo.

Un beso enciende la vida
con un relámpago y un trueno
y en una metamorfosis
mi cuerpo no es ya mi cuerpo,
es como penetrar al centro del universo.

El abrazo más pueril
y el más puro de los besos
hasta vernos reducidos
en un único deseo.

Tu mirada y mi mirada
como un eco repitiendo, sin palabras
'más adentro', 'más adentro'
hasta el más allá del todo
por la sangre y por los huesos.

Pero me despierto siempre
y siempre quiero estar muerto,
para seguir con mi boca
enredada en tus cabellos.





en Cartas desde el infierno, 1996











sábado, septiembre 26, 2009

«La cámara lúcida», de Roland Barthes

Fragmentos / Traducción de Joaquim Sala-Sanahuja



28 Así iba yo mirando, solo en el apartamento donde ella acababa de morir, bajo la lámpara, una a una, esas fotos de mi madre, volviendo atrás poco a poco en el tiempo con ella, buscando la verdad del rostro que yo había amado. Y la descubrí. La fotografía era muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en ella había apenas dos niños de pie formando grupo junto a un pequeño puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces cinco años (1898), su hermano tenía siete. Éste apoyaba su espalda contra la balaustrada del puente, sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: «Avanza un poco, que se te vea»; había juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran a hacer los niños, con un gesto torpe. El hermano y la hermana, unidos entre sí, como yo sabía, por la desunión de sus padres, que poco tiempo después se divorciarían, habían posado uno al lado de otro, solos, en la abertura de follaje y de palmas del invernadero (era la casa en que había nacido mi madre, en Chenneviéres-sur-Marne). Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre. La claridad de su rostro, la ingenua posición de sus manos, el sitio que había tomado dócilmente, sin mostrarse ni esconderse, y por último su expresión, que la diferenciaba como el Bien del Mal de la niña histérica, de la muñeca melindrosa que juega a papás y mamás, todo esto conformaba la imagen de una inocencia soberana (si se quiere tomar esta palabra según su etimología, que es «no sé hacer daño»), todo esto había convertido la pose fotográfica en aquella paradoja insostenible que toda su vida había sostenido: la afirmación de una dulzura. En esa imagen de niña yo veía la bondad que había formado su ser enseguida y para siempre sin haberla heredado de nadie; ¿cómo aquella bondad pudo salir de padres imperfectos que la amaron mal, en resumidas cuentas: de una familia? Su bondad estaba precisamente fuera de juego, no pertenecía a ningún sistema, o por lo menos se situaba en el límite de una moral (evangélica, por ejemplo); nada podría definirla mejor que ese rasgo (entre otros): nunca, en toda nuestra vida en común, nunca me hizo una sola «observación». Esta circunstancia extrema y particular, tan abstracta en relación con una imagen, estaba no obstante presente en el rostro que tenía en la fotografía que yo acababa de encontrar. «Ninguna imagen justa, justo una imagen», dice Jean-Luc Godard. Pero mi pesadumbre pedía una imagen justa, una imagen que fuese al mismo tiempo justicia y justeza: justo una imagen, pero una imagen justa. Tal era para mí la fotografía del Invernadero. Por una vez la fotografía me daba un sentimiento tan seguro como el recuerdo, tal como lo sintió Proust cuando, agachándose un día para descalzarse, percibió en su memoria el rostro de su abuela de verdad, «cuya realidad viviente volví a encontrar por vez primera en un recuerdo involuntario y completo». El oscuro fotógrafo de Chenneviéres-sur-Marne había sido el mediador de una verdad, al igual que Nadar dando de su madre (o de su mujer, no se sabe) una de las más bellas fotos del mundo; había producido una foto surerogatoria, que ofrecía más de lo que cabía esperar de la esencia técnica de la fotografía. O también (pues intento enunciar esta verdad), esa Fotografía del Invernadero constituía para mí algo así como las últimas notas que escribiese Schumann antes de hundirse, ese primer Canto del Alba que concuerda a la vez con la esencia de mi madre y con la tristeza que su muerte produce en mí; sólo podría expresar esta concordancia mediante una sucesión infinita de adjetivos; me los ahorro, convencido no obstante de que esta fotografía reunía todos los predicados posibles que constituían la esencia de mi madre, y cuya supresión o alteración parcial, inversamente, me había remitido a las fotos de ella que me habían dejado insatisfecho. Aquellas fotos, que la fenomenología llamaría objetos «cualesquiera», no eran más que analógicas, suscitando tan sólo su identidad, no su verdad; pero la Fotografía del Invernadero, en cambio, era perfectamente esencial, certificaba para mí, utópicamente, la ciencia imposible del ser único. 29 No podía por más tiempo omitir de mi reflexión lo que sigue: que había descubierto esa foto remontándome en el Tiempo. Los griegos penetraban en la Muerte andando hacia atrás: tenían ante ellos el pasado. Así he remontado yo toda una vida, no la mía, sino la de aquella a quien yo amaba. Partiendo de su última imagen, tomada el verano anterior a su muerte (tan extenuada, tan noble, sentada ante la puerta de nuestra casa, rodeada de mis amigos), llegué, remontando tres cuartos de siglo, a la imagen de una niña. Desde luego, la perdía entonces dos veces, en su fatiga final y en su primera foto, que era para mí la última; pero también era entonces cuando todo basculaba y la podía reencontrar por fin tal como ella era en sí misma... Ese movimiento de la Foto (del ordenamiento de las fotos) lo he vivido en la realidad. Al final de su vida, poco tiempo antes del momento en que miré sus fotografías y descubrí la Foto del Invernadero, mi madre estaba débil, muy débil. Yo vivía en su debilidad (me era imposible participar en un mundo de fuerza, salir por la noche, toda mundanidad me horrorizaba). Durante su enfermedad yo la cuidaba, le daba el tazón de té que a ella le gustaba porque podía beber más cómodamente en él que en una taza, se había convertido en mi niña, identificándose para mí con la criatura esencial que era en su primera foto. En Brecht, por una inversión que en otro tiempo admiré mucho, es el hijo quien educa (políticamente) a la madre; sin embargo, a mi madre yo nunca la eduqué, nunca la convertí a nada; en cierto sentido, nunca le «hablé», nunca «discurrí» ante ella, para ella; pensábamos sin confesárnoslo que la ligera insignificancia del lenguaje, la suspensión de las imágenes debía ser el espacio propio del amor, su música. Ella, tan fuerte, que constituía mi Ley interior, yo la vivía para acabar como si fuese mi niña. Resolvía así, a mi manera, la Muerte. Si, tal como han dicho tantos filósofos, la Muerte es la dura victoria de la especie, si lo particular muere para satisfacer lo universal, si, después de haberse reproducido como otro que sí mismo, el individuo muere, habiéndose así negado y sobrepasado, yo, que no había procreado, había engendrado en su misma enfermedad a mi madre. Muerta ella, yo ya no tenía razón alguna para seguir la marcha de lo Viviente superior (la especie). Mi particularidad ya no podría nunca más universalizarse (a no ser, utópicamente, por medio de la escritura, cuyo proyecto debía convertirse desde entonces en la única finalidad de mi vida). Ya no podía esperar más que mi muerte total, indialéctica. Esto es lo que yo leía en la Fotografía del Invernadero.




1980












jueves, septiembre 24, 2009

«Al poeta escondido en el valle. 'El árbol del ahorcado'», de Jorge Teillier y Juan Cristóbal

«Prólogo» de La Isla del Tesoro





Viejo filibustero, escucha, únete a los mares, de donde venimos pero donde nunca jamás hemos estado. Recuerda: no nos abandones en esta vieja y larga travesía, la poesía puede ayudarnos a sobrevivir a todas las miserias, además, un poema no le hace daño a nadie, salvo a los árboles. No sueñes con viajes interplanetarios: la realidad no puede superar a los reinos de la infancia. Tampoco hables con tus amigos de la guerra. De la guerra sólo pueden hablar quienes la han sufrido (como del amor), y si la hay, ten fe, que sobreviviremos (como del amor). Que tu vida sea usual «como el cielo que nos desborda». A tus hijos déjales como herencia un viñedo en el cual nos puedan recordar junto a los loros y a las buenas amistades, mientras evocan el ataque del capitán Garfio al Fortín de la Estacada, cuando se robaba niñas de lámparas azules en el viento.









en La isla del tesoro, 1982


Luego en Descontexto Editores la edición definitiva, 2013





























miércoles, septiembre 23, 2009

“Nos fijamos en los villanos porque ellos son nosotros”. Entrevista a Michael Emerson (Benjamin Linus en “Lost”), de Lost Soul*





Pareces ser una persona realmente amable en la vida real. ¿Qué métodos utilizas para interpretar a un personaje tan diferente a ti?
Ben no requiere mucha “actuación”; es como yo (o como cualquiera) pero en menos. No conozco a nadie tan frío como Ben, pero disfruto de lo centrado y calculador de él. Tiene licencia para no sentir.

¿Utilizas elementos de tu propia personalidad y los incorporas al personaje de Ben?
A veces actuar no trata de lo que ya eres sino de lo que querrías ser. Todos somos capaces de casi todo. Ben no supone un gran esfuerzo.

Teniendo en cuenta lo atentos que son los fans de Lost, ¿son más conscientes tú y los demás actores de vuestras actuaciones de lo que lo son cuando actúan en otras producciones?
No creo que el reparto tenga demasiado en cuenta el escrutinio de la audiencia; el trabajo por sí solo ya es bastante agotador. Esa inmensa atención que se da a la serie es más un asunto entre los guionistas y la audiencia, en mi opinión.

¿Hay algo que los guionistas hayan hecho decir a Ben con lo que tú no estuvieras de acuerdo?
Admito que me impactó el papel de Ben en el genocidio de la Iniciativa Dharma, pero creo que en el futuro eso será recontextualizado. Confío plenamente en los guionistas y me sentiría muy incómodo si me inmiscuyera en su trabajo.

El hecho de tener cámaras a tu alrededor y la dirección específica de la escena, junto con que los fans observan cada uno de tus movimientos en pantalla, ¿te distrae de tus objetivos?
El secreto de actuar para la cámara es desconectarse de todo lo demás. Me gusta ese reto, mantenerse concentrado y estar disponible para la interminable repetición de escenas sin que sea “muy pesado”. En Lost tendemos a rodar escenas completas para que así no se vea muy fragmentado.

Muchos fans de Lost son grandes fans de tu personaje, conectan con Ben y se identifican con él a pesar de todas las cosas malas que ha hecho, y por esto encuentro tu interpretación completamente fascinante. Como actor, ¿cómo haces para interpretar a un "villano" moralmente ambiguo que sea capaz de conectar con la audiencia?
Ahí no hay un gran misterio o fórmula secreta. Nos fijamos en los villanos porque ellos son nosotros. Busco formas de ser asocial o desagradable de una forma interesante. A veces de formas que no nos solemos permitir.

¿Cuál fue tu reacción a la rueda congelada? Cuando Ben giró la rueda fue una experiencia emocionante; se podía sentir la tristeza en él, sabiendo que nunca volvería a la Isla. ¿Al interpretar esa escena evocaste emociones reales, para sentir verdadera tristeza?
Jack Bender dijo que tuviera en mente que para Ben este momento sería el fin de la vida que había conocido. Añádele a eso la reciente pérdida de su hija y acabas teniendo una escena grandiosa. ¿A ti te pareció real?

Tu increíble aportación de frases que, en boca de otro actor, parecerían pueriles, han dado una extraordinaria ambigüedad a escenas enteras y episodios de Lost. De hecho, este don en particular parece ser la marca registrada de tu personaje. ¿Alguna vez has dicho una frase con múltiples implicaciones en múltiples tomas antes de que el director/productores eligieran la que más se adecuaba al argumento?
Soy un actor de teatro y en ese mundo el éxito depende de cómo se dicen las frases. Yo diría que eso es para lo que pagan a un actor... En Lost a menudo rodamos una escena (o una frase) de distintas formas y dejamos que los editores elijan la que más les gusta.

Los mayores fans de Lost tienen su frase favorita de Benjamin Linus/Henry Gale, o varias de ellas, ¿cuál es la tuya?
Ben tiene una o dos frases cruciales en cada episodio y me encanta su ocurrencia, pero yo me fijo más en sus sobrias formulaciones de preguntas serias sobre ética o filosofía. Pese a ser un hombre de acción también es un hombre en busca del Significado.

Habiendo asesinado a su propio padre y habiéndose encaprichado con una mujer que se parece a su madre, está claro que Ben tiene un serio complejo de Edipo. ¿Encuentras más inquietante este aspecto de tu personaje que su racha de acciones violentas? ¿Crees que los guionistas están sugiriendo que Ben acabará siendo visto como un héroe trágico tal como lo fue Edipo?
No creo que Edipo se pueda cualificar como héroe de ningún tipo; todo el mundo en Lost tiene problemas con su padre, pero no es uno de los temas de la serie. Estamos a dos años de juzgar a Ben como un héroe o no.

En ocasiones Ben parece mantener una parte infantil que a veces le lleva a reaccionar de forma irritante. ¿Cómo sientes personalmente este lado del personaje? ¿Crees que responde a algunas preguntas sobre sus motivaciones?
Creo que eso dice la verdad acerca de personas brillantes a las que he observado. No todos nuestros papeles se desarrollan al mismo ritmo y nuestras increíbles dotes cuestan un precio. Me gusta la idea de que Ben esté poco desenvuelto socialmente. Además, me voy dando cuenta cada vez más de que los personajes adultos son versiones crecidas de los niños que una vez fueron.





Ben ha estado envuelto en unas cuantas escenas de acción; estoy pensando específicamente en la escena en el Sáhara con los beduinos. ¿Haces algún entrenamiento específico para estas secuencias? ¿Haces el papel de tus dobles en la serie?
Ojalá tuviera más conocimiento en las dotes de la “Acción”, pero básicamente llegas ese día y lo haces. Tengo el entrenamiento usual de lucha en el escenario pero nada me prepara para disparar, golpear y montar a caballo como he hecho en Lost. Normalmente yo hago el trabajo de mis dobles hasta el punto de hacerme daño o que seguir parece una locura, pero para entonces normalmente ya hemos acabado. El trabajo es a menudo peligroso y me he prometido no involucrarme tanto.

¿Cuál crees que es el mayor punto de inflexión en el personaje de Ben a lo largo de toda la serie?
La muerte de Alex.

¿Cuáles crees que son las creencias religioso/filosóficas de Benjamin Linus? En el episodio "Dave", cuando hacía de Henry Gale, Ben dice a Locke: "Dios no sabe cuánto tiempo llevamos aquí, John. Él no puede ver esta isla mejor que el resto del mundo". Pero en "The Cost of Living" le pregunta a Jack si cree en Dios. Cuando Jack le devuelve la pregunta, Ben replica: "Dos días después de descubrir que tenía un tumor letal en mi columna, un cirujano de columna cayó del cielo. Y si eso no es prueba de que existe Dios, no sé qué puede serlo". Pese a que la respuesta es ligeramente ambigua, refleja una opinión de la religión diferente a la que le expuso a Locke. Ben también tiene el Corán y un libro de rituales indios en su librería. ¿Qué sacas de todo esto?
Claramente Ben busca el Significado y tiene una dimensión filosófica. Como la mayoría de los humanos (como yo) está demasiado centrado en el “aquí” y en el “ahora” para poder trabajar la mente al máximo. Como yo, probablemente cree que expresa su espíritu en la actividad de cada día.

¿Cuál es tu predicción de la naturaleza final de la serie: las explicaciones se volverán más de ciencia ficción, más mágicas, sobrenaturales? ¿Cuál es tu opinión acerca del nuevo rumbo de ciencia ficción que ha tomado la serie?
A mí me parece probable un rumbo de ciencia ficción, pero como toda la buena ciencia ficción me sorprenderá e inspirará. A mí me suena bien.

¿Qué opinas del argumento general de la cuarta temporada? ¿Cómo crees que la huelga de guionistas afectó a la serie? Es ese ritmo rápido de contar la historia, ahora con flash-forwards además de flashbacks, una forma más efectiva de hacerlo?
Me encantan los flash-forwards; creo que eleva la serie a algo más sofisticado y conmovedor. La cuarta temporada fue un poco frenética para algunos de nosotros pero dio a la serie rapidez y agilidad. Lo único bueno de la huelga de guionistas fue el poder irse a casa con los seres queridos.

Has mencionado que no eres una persona de salir mucho de casa. ¿Hay algo que echarás de menos de Hawai cuando Lost termine en 2010?
Extrañaré los olores del lugar y los sorprendentes vientos, el color del agua y el espectáculo de luces cambiantes, nubes y arco iris en el cielo hawaiano. Me encantan las verdes montañas de aquí y los paseos por el campo y los pájaros raros. Me encanta el sonido de la lengua hawaiana (es como el fluir del agua) y la música de las islas. Por encima de todo, echaré de menos el relax y la hospitalidad de la gente de O’ahu.

¿Qué libros te gusta leer? ¿Hay algún género en particular que no te atraiga?
Leo muchas novelas, clásicos, historia y documentos. Me gusta que un libro me sugiera el siguiente. Para divertirme disfruto con las historias de fantasmas y de misterios de asesinatos. No leo libros de autoayuda.

¿Con qué género de música disfrutas más?
Tengo un gusto musical muy ecléctico que tiende a lo melancólico. Me gustan Bach, el blues y el trip-hop. Me gusta el jazz clásico y el bluegrass en directo, el reggae clásico y cualquier cosa antigua. Bandas de garage, Nick Drake, Captain Beefheart, Nino Rota, etc.

¿Qué dirías que te ayudó más a desarrollar tu carrera y te encaminó a un papel mayor en una serie tan popular como Lost?
Creo que no hay nada que una persona pueda hacer para que le caiga un papel mayor en una serie “popular”. Creo que debes aprender a amar tu trabajo, aprender a hacerlo bien, ser paciente contigo mismo e ir hacia donde tu carrera te lleve. La Fama y la Fortuna no son metas sanas incluso si son alcanzables. Actuar es un negocio difícil y la suerte es un factor determinante (la suerte y la preparación, por supuesto). Yo sigo pensando en ello como una llamada religiosa, que exige muchos sacrificios y que no promete nada.

Ya que eres un veterano del teatro, cuál es tu opinión de las interpretaciones modernas de las obras clásicas. Parece que hoy en día la norma escrita es que nadie haga una obra de Shakespeare sin intentar actualizarla para hacerla más atrayente al público moderno…
No hay un período o estilo "correcto" para una obra de Shakespeare. Incluso en su día las obras de Shakespeare eran "adaptadas". Son clásicos porque siguen sosteniendo (incluso exigiendo) cada tipo de interpretación. No son documentos históricos o cápsulas del tiempo. Son trabajos poéticos cuyo poder vive a través de la metáfora. Seguimos interpretándolos porque trascienden de esa época, porque son milagrosamente interpretables. La nostalgia por el buen viejo estilo "tradicional" es una falsa noción y una mala interpretación del uso del drama. Me encojo ante la idea de joviales actores juntos metidos en calabazas y haciendo tintinear jarritas de peltre. Cada producción de una obra de Shakespeare es una interpretación. Hay, por supuesto, grados de éxito y fracaso, buenos y malos programas, (y los hay más malos que buenos) pero las mejores producciones encuentran metáforas poderosas e ingeniosas que revelan el texto de forma fresca y sorprendente. Puede que sea Isabelino o Post-Apocalíptico, lo que sea que inspire. (Pregunta para el que ha preguntado: ¿En qué época representó Shakespeare la obra de Julio César?).

Finalmente, cuando Lost haya finalizado, ¿tienes previsto volver a los escenarios, o seguirás en la televisión?
Iré donde haya buen material. Ciertamente buscaré dónde hacer algo de teatro. Estoy unido al mundo del teatro por sus rituales y su historia y porque me gusta que sea un medio hablado. Lo veo como mi hogar y mi iglesia.





* Las preguntas fueron realizadas por miembros del Foro de Lostpedia, y miembros del wiki Lostpedia, enviadas por email, 2007.












martes, septiembre 22, 2009

"Adolf Hitler y la metáfora del cuadrado / Tania Savich y la fenomenología de lo redondo / El círculo de la soledad", de Juan Luis Martínez



ADOLF HITLER Y LA METÁFORA DEL CUADRADO

“La muerte es un maestro de Alemania”.
Paul Celan







En este pequeño cuadrado, lo de fuera: (el espacio blanco de la página) y lo de dentro: (la fotografía) están prontos a invertirse, a trocar su hostilidad. Si hay una superficie límite entre tal adentro y tal afuera, dicha superficie es dolorosa en ambos lados.

Mientras aún vivía, A. Hitler pudo sufrir alguna vez el vago recuerdo de un vértigo: esa sensación de caída inminente. Quizás el azaroso viaje de su imaginación fotográfica hasta esta página y su virtual caída en este pequeño cuadrado, sea la Metáfora Aproximativa de 2 planos: (el plano real por una caída física, vertical y el plano de la realidad y el recuerdo por la horizontal caída imaginaria) que nos permite saber que el Tiempo, como el Espacio, tiene también su ley de gravedad.





II

TANIA SAVICH Y LA FENOMENOLOGÍA DE LO REDONDO

“Das Dasein ist rund”.
K. Jaspers







Tania no sabía que El Círculo de la Familia es el lugar donde se encierra a los niños, pero sí sabía que en ese mismo Círculo hay también un centro de orden que proteje a la casa contra un desorden sin límites (un orden que no es simplemente geométrico). Tania vio desaparecer un día el círculo de su familia, pero se quedaba aún a sí misma como delicada habitante de otra redondez que ahora invita al lector a acariciar su pequeña fotografía.

A los 10 años le habían dicho: "Tania, la existencia es hermosa", pero en Otro Círculo, más allá del de su familia, su oído con candorosa intuición geométrica ya había escuchado otra voz: "No Tania. Das Dasein ist rund: La existencia es redonda".





EL CÍRCULO DE LA SOLEDAD

EL ESTRECHO CÍRCULO DE LA SOLEDAD

“En el Círculo de Piedra
del Oso Estremecedor...”






Si el Círculo de la Familia es realmente el lugar donde se encierra a los niños es posible pensar que cuando la familia desaparece los niños quedan libres y ese círculo se reduce entonces a un círculo más pequeño, a la medida del niño que ya se ha convertido en un hombre. En ese mismo círculo de piedra ahora vemos a un hombre: (D. O.) que girando vertiginosamente sobre sí mismo permanece inmóvil, diciéndonos que lo que ya desaparece es esa construcción que llamábamos "tiempo", ese fantasma que llamábamos "hombre". (La creación de una nueva familia no siempre implica la ruptura o la destrucción total de ese círculo ni su substitución por otro sino más bien una ausencia, una zona, un topos del cual sólo se hablará no hablando, retrayéndose: la locura y/o soledad: quizá sólo una serie de círculos concéntricos y vacíos, que se expanden indefinidamente sin que el hombre pueda identificarse nunca con aquel último círculo imposible que lo incita a su laboriosa búsqueda).






a Miriam y a los hijos de Miriam: Iván, Sileba, Sebastián.





NOCTURNO EN BLANCO La familia de piedra,/ Hecha de piedra mármol, / Se arrodilla junto a un lirio, / En el mortal silencio de la noche.
La blancura del lirio es más suave, / Que la blancura de la piedra, / La blancura del lirio es más suave, / Pero la de la piedra es más pálida/ A la luz blanca de la luna.
El lirio, la familia, / La luna en apacible pompa, / Se mantienen vigilantes, / Compiten en vigilancia/ En el mortal silencio de la noche.


PALMSTROM, Chr. Morgenstern











en La nueva novela, 1977










lunes, septiembre 21, 2009

"Amarilla y flor de agosto", de Winett de Rokha







¿Sientes cómo la araña hila su encaje
de sombra enmohecida?...

Ven, la flacura del Invierno
ha extendido su manta de cáñamo maldito.

Como en aquellos días de oro,
tu conciencia y mi espanto,
acarician la línea fugitiva
de mi corazón inocente.






en Suma y destino, 1951


Ilustración: "Winett de Rokha", de Camilo Mori











domingo, septiembre 20, 2009

"Lo que debo al fútbol", de Albert Camus





Sí, lo jugué varios años en la Universidad de Argel. Me parece que fue ayer. Pero cuando, en 1940, volví a calzarme los zapatos, me di cuenta de que no había sido ayer. Antes de terminar el primer tiempo, tenía la lengua como uno de esos perros con los que la gente se cruza a las dos de la tarde en Tizi-Ouzou. Fue, entonces, hace bastante tiempo, en 1928 para adelante, supongo. Hice mi debut con el club deportivo Montpensier. Sólo Dios sabe por qué, dado que yo vivía en Belcourt y el equipo de Belcourt - Mustapha era el Gallia.

Pero tenía un amigo, un tipo velludo, que nadaba en el puerto conmigo y jugaba waterpolo para Montpensier. Así es como a veces la vida de una persona queda determinada. Montpensier jugaba a menudo en los jardines de Manoeuvre, aparentemente por ninguna razón especial. El césped tenía en su haber más porrazos que la canilla de un centro forward visitante del estadio de Alenda, Orán. Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha.

Al cabo de un año de porrazos y Montpensier en el “Lycée” me hicieron sentir avergonzado de mí mismo: un “universitario” debe jugar con la Universidad de Argel, RUA. En ese periodo, el tipo velludo ya había salido de mi vida. No nos habíamos peleado, sólo que ahora él prefería irse a nadar a Padovani donde el agua no era tan “pura”. Ni tampoco, para ser sinceros, eran “puros” sus motivos. Personalmente, encontré que su motivo era “adorable”, aunque ella bailaba muy mal, lo que me parecía insoportable en una mujer. ¿Es el hombre, o no es, quien debe pisarle los dedos de los pies? El tipo velludo y yo prometimos volver a vernos. Pero los años fueron pasando. Mucho después comencé a frecuentar el restaurante de Padovani (por motivos “puros”) pero el tipo velludo se había casado con su paralítica, quien seguramente le prohibía bañarse, como suele ocurrir.

¿Pero qué es lo que estaba diciendo? Ah sí, el RUA. Estaba encantado, lo importante para mí era jugar. Me devoraba la impaciencia del domingo al jueves, día de práctica, y del jueves al domingo, día del partido. Así fue como me uní a los universitarios. Y allí estaba yo, golero del equipo juvenil. Sí, todo parecía muy fácil. Pero no sabía que se acababa de establecer un vínculo de años, que abarcaría cada estadio de la provincia, y que nunca tendría fin.

No sabía entonces que veinte años después, en las calles de París e incluso en Buenos Aires (sí, me ha sucedido) la palabra RUA mencionada por un amigo con el que tropecé, me haría saltar el corazón tan tontamente como fuera posible. Y ya que estoy confesando mis secretes, debo admitir que en París por ejemplo, voy a ver los partidos del Racing Club, al que convertí en mi favorito sólo porque usan las mismas camisas que el RUA, azul con rayas blancas. También debo decir que Racing tiene algunas de las mismas excentricidades que el RUA. Juega “científicamente”, pierde partidos que debería ganar. Parece que esto ahora ha cambiado (eso es lo que me escriben de Argel), cambiado -pero no mucho-. Después de todo, era por eso que quería tanto a mi equipo, no solo por la alegría de la victoria cuando estaba combinada con la fatiga que sigue al esfuerzo, sino también por el estúpido deseo de llorar en las noches luego de cada derrota.

Como zaguero esta el "Grandote" -quiero decir Raymond Couard. Le dábamos bastante trabajo, si mal no recuerdo. Jugábamos duro. Los estudiantes, los nenes de papá, no escatiman nada. Pobres de nosotros -en todo sentido- ¡muchos nos burlábamos de la dureza de nuestros propios pies! No teníamos más remedio que admitirlo. Y teníamos que jugar “deportivamente”, porque ésa era la dorada regla del RUA, y “firmes”, porque, cuando todo está dicho y hecho, un hombre es un hombre. ¡Difícil compromiso! Eso no puede haber cambiado, estoy seguro.

El equipo más difícil era el Olympic Hussein Dey. El estadio quedaba detrás del cementerio. Ellos nos hicieron notar, sin piedad, que podíamos tener acceso directo. En cuanto a mí, ¡pobre golero!, vinieron por mi cadáver. Sin Roger ¡lo que hubiera sufrido! Estaba Boufarik, ese centro forward grande y gordo (entre nosotros lo llamábamos "Sandia") se excusaba con un: “Lo siento nenito“ y una sonrisa franciscana.

No voy a seguir. Ya me excedí de mis límites. Y entonces, me pongo reblandecido. Hasta en "Sandía" veo bondad. Además, seamos sinceros, bien que esto era lo que habían enseñado. Y a esta altura, no quiero seguir bromeando. Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol, lo que aprendí con el RUA, no puede morir. Preservémoslo. Preservemos esta gran y digna imagen de nuestra juventud. También estará vigilándolos a ustedes.






en la revista France Football, 1957











sábado, septiembre 19, 2009

"Mene, Mene, Tekel, Upharsin"(*), de John Cheever







Al volver aquel año de Europa, viajé en un viejo DC-7 que sufrió un incendio en un motor mientras sobrevolaba el Atlántico. Casi todos los pasajeros estaban dormidos o sedados, y en la parte delantera del avión nadie vio las llamas, salvo una chiquilla, un anciano y yo. Cuando se apagaba el fuego, el avión giró violentamente y se abrió de golpe la puerta que daba a la cabina de los pilotos. Entonces vi que éstos y las dos azafatas llevaban los chalecos salvavidas puestos y ya inflados. Una de las azafatas cerró la puerta, pero unos minutos después salió el comandante y explicó con un susurro paternal que habíamos perdido uno de los motores y volábamos rumbo a Islandia o a Shannon. Al cabo de un rato volvió a aparecer y dijo que aterrizaríamos en Londres media hora más tarde. Dos horas después aterrizamos en Orly, ante la estupefacción de los que habían estado durmiendo. Embarcamos en otro DC-7 e iniciamos la travesía del Atlántico, y cuando finalmente tocamos tierra en Idlewild llevábamos alrededor de veintisiete horas de incomodísimo viaje.

Cogí un autobús a Nueva York y un taxi hasta la estación Grand Central. Eran las siete y media o las ocho de la noche y todo estaba cerrado, incluso los quioscos de periódicos, y las pocas personas que vi en la calle iban solas y tenían un aspecto solitario. Hasta una hora después no había tren al lugar adonde me dirigía, de modo que entré en un restaurante próximo a la estación y pedí el plat du jour. El dilema de un norteamericano expatriado que toma su primer almuerzo en un restaurante de la patria ha sido narrado tantas veces que no vale la pena hablar aquí de ello. Después de pagar la cuenta, bajé una escalera y entré en los servicios. El lugar tenía separaciones de mármol, iniciativa, supongo, encaminada a ennoblecer aquellos dominios. El mármol era de un color amarillento: podría haber sido un giallo antico, pero luego advertí fósiles paleozoicos debajo del brillante pulimento y supuse que la piedra era en realidad una madrépora. La cara más cercana del pulimento estaba cubierta de escritura. La caligrafía era legible, aunque sin personalidad ni simetría. Lo insólito era la extensión del texto y el hecho de que estaba dispuesto en forma de tablero, como las páginas de un libro. Jamás había visto cosa semejante. Mi instinto más profundo me incitaba a pasar por alto la inscripción y a estudiar los fósiles, ¿pero acaso la escritura del hombre no es más duradera y maravillosa que un coral paleozoico? Leí:

Ha sido un día de triunfo en Capua. Lentulus, que regresa con victoriosas águilas, ha divertido al populacho con los juegos del anfiteatro hasta un punto que no conoce precedentes, ni siquiera en esta lujosa ciudad. Los gritos de jolgorio se desvanecieron; cesaron los rugidos de los leones; se retiró de la mesa del banquete el último holgazán, y se apagaron las luces del palacio del vencedor. La luna, traspasando el tejido de las nubes lanudas, tiñe de plata las gotas de rocío del coselete del centinela romano y baña las aguas oscuras del Volturno con una luz ondulante y trémula. Era una noche de santa calma, cuando el céfiro mece las jóvenes hojas de la primavera y susurra su soñadora música entre los juncos huecos. No se oyó nada más que el último sollozo de una ola cansada refiriendo su historia a los guijarros lisos de la playa, y luego todo quedó tan en silencio como un pecho del que ha partido el alma...
No leí más, aunque el texto seguía. Estaba cansado y en cierto modo indefenso por el hecho de haber estado ausente de la patria durante años. El cúmulo de circunstancias que pudo impulsar a un hombre a transcribir sobre mármol este galimatías era inimaginable. ¿Era indicio de que se habían producido ciertos cambios en el ámbito social o el resultado de una nueva forma de represión? ¿O quizá no pasaba de ser un simple ejemplo de que el amor humano por la prosa florida es irresistible? La sonoridad del fragmento poseía la tenacidad de la mala música, y era difícil olvidarla. ¿Se había operado durante mi ausencia un cambio profundo en la psique de mis compatriotas? ¿Se había producido alguna ruptura en los cauces normales de comunicación, había surgido un desmesurado amor por el romántico pasado?

Pasé los siete o diez días siguientes viajando por el Medio Oeste. Una tarde estaba esperando el tren de Nueva York en la Union Station de Indianápolis. Venía con retraso. La estación local, proporcionada como una catedral e iluminada por un rosetón, constituye un melancólico y brillante ejemplo de esa clase de arquitectura que pretende expresar el señorío y el dramatismo del viaje y de la separación. Los colores de los rosetones, límpidos como los de un caleidoscopio, bañaban las paredes de mármol y la sala de espera. Un rayo de color azul lavanda caía sobre una mujer con una bolsa de la compra. Un anciano dormía en un pozo de luz amarilla. Entonces vi un letrero que indicaba el camino hacia los urinarios de hombres, y me pregunté si no encontraría allí otra muestra de aquella curiosa literatura que había descubierto pocas horas después de mi regreso. Bajé por la escalera a un sótano cavernoso donde un limpiabotas dormía en una silla. Las paredes también eran de mármol. Mármol corriente, piedra caliza ordinaria: silicato de calcio y magnesio, veteado de un metalífero mineral gris. Mi corazonada había sido certera. La escritura recubría la piedra, y al primer vistazo poseía una sorprendente oportunidad, pues recordaba el hecho de que las más primitivas profecías y escritos humanos se hicieron en las paredes. La caligrafía era clara y simétrica, obra de alguien dotado de una mente ordenada y una mano firme. Ruego al lector que trate de imaginar la luz nociva, el aire viciado y el ruido del agua que corre mientras yo leía:

La gran casa solariega de Wallowyck se yergue sobre una colina que domina la humeante ciudad fabril de X; sus incontables ventanas divididas por parteluces parecen fisgar reprobadoramente los tenebrosos y estrechos callejones de los tugurios que se extienden desde las verjas del parque hasta las fábricas humeantes de las riberas del río. En los linderos de aquel parque poblado de árboles, sin que el señor Wallow lo supiera, pasé las horas más gratas de mi juventud, vagando por allí con un tirador y un saco donde transportar mis muestras geológicas. La colina y su prohibido santuario se alzaban entre la escuela donde yo estudiaba y el cuchitril donde vivía con mi madre enferma y mi padre borracho. Todos mis amigos tomaban la senda ordinaria alrededor de la colina; sólo yo escalaba los muros de Wallow Park y pasaba las tardes en la propiedad vedada.

Hoy sigo considerando muy queridos los céspedes, los grandes árboles, el rumor de las fuentes y la solemne atmósfera de una dinastía. Los Wallow no tenían blasones, por supuesto, pero contrataron escultores que improvisaron centenares de escudos y timbres aparentemente señoriales vistos desde lejos, pero que se reducían a modestas formas geométricas examinados de cerca. Así pues, las chimeneas, las verjas, las torres y los bancos de jardín ostentaban aquellos escudos de piedra labrada. Otra tarea de los escultores había consistido en representar a Emily, hija única del señor Wallow. Había Emilys en bronce y en mármol, Emilys personificando las cuatro estaciones, los cuatro vientos, los cuatro momentos del día y las cuatro virtudes cardinales. En un sentido, Emily era mi única compañía. Entraba en la finca en otoño, contemplando la rica policromía que proyectaban los árboles sobre la hierba. Entraba allí cuando reinaba la glacial nieve. Buscaba los primeros indicios de la primavera y olfateaba el fino perfume del humo de leña que despedían las numerosas chimeneas talladas de la regia casa. Un día de primavera, cuando erraba por aquel paraje, oí una voz de muchacha que gritaba socorro. Seguí la voz hasta la orilla de un arroyuelo y encontré a Emily. Sus hermosos pies estaban desnudos, y aferradas a ellos, como malévolas cadenas, se veían las retorcidas formas de una víbora.

Le arranqué el reptil de los pies, abrí la herida con mi navaja y sorbí el veneno de la sangre. A continuación me despojé de mi humilde camisa, confeccionada por mi querida madre a partir de una mantelería desechada que había encontrado, en el curso de sus vagabundeos cotidianos, en el cubo de basura de un arquitecto. Una vez limpia y vendada la herida, cogí a Emily en brazos y subí corriendo por el césped hacia las grandes puertas de Wallowyck, que se abrieron con estruendo ante mi llamada. El mayordomo se puso pálido al vernos.

—¿Qué le has hecho a nuestra Emily? —gritó.
—Lo único que ha hecho es salvarme la vida —dijo Emily.

De las penumbras de la sala emergió el barbudo e implacable señor Wallow.

—Gracias por haber salvado la vida de mi hija —dijo con voz ronca. Luego me miró más detenidamente y vi lágrimas en sus ojos—. Algún día serás recompensado —agregó—. Y llegará ese día.

El estado de mi camisa de hilo me obligó esa noche a contar la aventura a mis padres. Mi padre estaba borracho, como de costumbre.

—¡Esa bestia no te dará ninguna recompensa! —bramó—. ¡Ni en este mundo ni en el cielo ni en el infierno!
—Por favor, Ernest —suplicó mi madre, suspirando, y yo fui hacia ella y cogí entre las mías sus manos secas por la fiebre.

Borracho y todo, se diría que por la boca de mi padre había hablado la verdad, pues, en los años que siguieron, no recibí deferencia, señal de cortesía, el más mínimo recuerdo ni la menor muestra de agradecimiento de la gran mansión de la colina.

En el austero invierno del año 19—, el señor Wallow cerró las fábricas, en un gesto vengativo ante mis esfuerzos por organizar un sindicato obrero. El silencio de las factorías —aquellas chimeneas sin humo— fue un duro golpe en el corazón de la localidad de X. Mi madre estaba agonizando. Mi padre se sentaba a beber en la cocina. La enfermedad, el frío y el hambre reinaban en todas las casuchas. La nieve de las calles, no maculada por el humo de las fábricas, tenia una blancura acusadora. La víspera de Navidad encabecé la delegación sindical que —muchos hombres apenas podían caminar— se presentó ante las grandiosas puertas de Wallowyck y llamé al timbre. Emily estaba en el umbral cuando se abrieron las puertas.

—¡Tú! —exclamó—. Tú, que me salvaste la vida, ¿por qué quieres ahora matar a mi padre?

Las puertas se cerraron con estruendo.

Esa noche conseguí reunir unos cuantos cereales y preparé gachas para mi madre. Estaba llevando a sus escuálidos labios cucharadas de comida cuando la puerta se abrió y entró Jeffrey Ashmead, el abogado de Wallow.

—Si ha venido a denunciarme por la manifestación de esta tarde en Wallowyck, pierde el tiempo —dije—. No hay en la tierra sufrimiento más grande que el que ahora padecemos, mientras veo cómo se muere mi madre.
—He venido para hablar de otro asunto —respondió—. El señor Wallow ha muerto.
—¡Larga vida al señor Wallow! —gritó mi padre desde la cocina.
—Acompáñeme, por favor —dijo el abogado.
—¿De qué quiere hablarme, señor?
—Es usted el heredero del señor Wallow, de sus minas, sus fábricas y su dinero.
—No comprendo.

Mi madre exhaló un penetrante sollozo. Tomó mis manos entre las suyas y dijo:

—¡La verdad del pasado no es más penosa que la de nuestra triste vida! He querido ocultártelo durante todos estos años, pero la verdad es que eres su único hijo. De joven yo era camarera en la gran mansión, y él se aprovechó de mí una noche de verano. Eso contribuyó a la destrucción de tu padre.
—Lo acompañaré, señor —le dije al señor Ashmead—. ¿Lo sabe la señorita Emily?
—La señorita Emily se ha ido.

Regresé esa noche a Wallowycky traspasé sus magnas puertas en calidad de dueño, Pero Emily no estaba allí. Antes de la llegada del día de Año Nuevo, ya había enterrado a mis padres, reabierto las fábricas con un régimen de participación en los beneficios y llevado la prosperidad a la ciudad de X, pero al vivir en Wallowyck, conocí una soledad que jamás había experimentado antes...
Me horroricé, por supuesto, y me sentí enfermo. Lo prosaico de mi entorno convirtió en nauseabunda la puerilidad del relato. Volví rápidamente a la noble sala de espera, con sus límpidos paneles de luz coloreada, y me senté junto al expositor de libros de bolsillo. Las cubiertas sensacionalistas y las promesas de descripciones gráficas de escenas de sexo parecían concordar con lo que acababa de leer. Supongo que lo que había ocurrido era que, a medida que la pornografía pasaba a formar parte del dominio público, aquellas paredes de mármol, aquellas inmemoriales sedes de semejante diversidad, se habían visto obligadas a proteger, en defensa propia, la más refinada tarea literaria. Consideré la idea desconcertante y revolucionaria, y me pregunté si dentro de uno o dos años más habría que leer la poesía de Sara Teasdale en los urinarios públicos, mientras el rey de Suecia honraría a cualquier zafio de pensamientos sucios. Llegó mi tren y me alegré de abandonar Indianápolis y dejar —así lo esperaba— mi hallazgo en el Medio Oeste.

Fui al vagón restaurante y tomé una copa. Enfilamos a toda velocidad hacia el este a la altura de Indiana, asustando a vacas y gallinas, caballos y cerdos. La gente saludaba con la mano al tren según pasaba: una chiquilla con una muñeca boca abajo, un anciano en una silla de ruedas, una mujer de pie en la puerta de una cocina con rulos en el pelo, un joven sentado en una camioneta. Sentí que el tren brincaba hacia adelante en las rectas, oí sus pitidos, la campana de peligro en los pasos a nivel estallaba como una trombosis coronaria, y las junturas de las vías ejecutaban un bajo de jazz versátil, estimulante y fugaz como una brillante improvisación en el latido de un corazón, y el viento resonaba en la caja de frenos como las últimas, roncas grabaciones de la pobre Billie Holiday. Tomé dos tragos más. Cuando abrí la puerta del retrete del coche cama contiguo y vi que las paredes estaban recubiertas de escritura, reaccioné como si estuviera recibiendo una mala noticia.

No quería leer nada más; no en aquel momento. Wallowyck ya me bastaba para un día. Lo único que quería era volver al vagón restaurante, beber algo y afianzar mi saludable indiferencia por las fantasías de aquellos desconocidos. Pero el texto estaba allí, era irresistible, se diría que formaba parte de mi destino, y, aunque lo leí con amarga desgana, terminé el primer párrafo. Lo más destacado era la caligrafía.

¿Por qué no tienen un geranio en su ventana todos aquellos que pueden permitirse el lujo? Es muy barato. Incluso resulta casi gratuito si se cultiva a partir de una semilla o un esqueje. Es hermoso, y hace compañía. Endulza el aire, regocija la vista, nos vincula con la naturaleza y la inocencia, y podemos amarlo. Y aunque el geranio no puede corresponder a nuestro amor, tampoco nos odia, le es imposible proferir un reproche odioso ni siquiera en el caso de que lo descuidemos, porque es todo belleza, carece de vanidad y, siendo así y teniendo en cuenta que su existencia sólo es capaz de procurarnos bien y complacernos, ¿cómo podríamos descuidarla? Pero, por favor, si elige un geranio...
Cuando volví al bar, ya oscurecía. Me sentí trastornado por aquellos sentimientos tiernos y deprimido por la general melancolía del campo a aquella hora. Lo que había leído ¿era la expresión de un irrefrenable amor por el rebuscamiento y la inocencia? Fuera lo que fuese, sentí entonces la clara responsabilidad de contar lo que había descubierto. Nuestro conocimiento de nosotros mismos y de los demás, en un momento histórico de volubles cambios, es inseguro. Poner impedimentos a nuestras observaciones, a la curiosidad y a la meditación sería pura temeridad. El tercer hallazgo fortuito me demostró que ese tipo de literatura estaba muy extendido. Si tales extravagancias fuesen registradas y valoradas, pensé, podrían esclarecer enormemente el señorío de nuestra psique y acercarnos un poco más al mundo secreto de la verdad. Mi investigación tenía aspectos nada convencionales, pero, si nos conformamos con menos que perspicacia, valentía y honradez para con nosotros mismos, somos despreciables. Tengo seis amigos que trabajan para diversas fundaciones, y decidí llamar su atención sobre el fenómeno de los escritos en los urinarios públicos. Sabía que habían otorgado becas para poesía, investigación zoológica, estudios sobre la historia de las vidrieras y sobre el significado social de los tacones altos, y en aquel momento el hábito de escribir en los urinarios parecía ser un sendero —uno de los muchos caminos de la verdad— que exigía exploración.

Al volver a Nueva York concerté una comida con mis amigos en cierto restaurante situado en una de las calles sesenta que tenía un comedor privado. Pronuncié mi discurso al final de la comida. Mi mejor amigo fue el primero en contestar.

—Has estado fuera demasiado tiempo —dijo—. Ya no estás al corriente de las inquietudes del país. Aquí no nos interesan esas cosas. Hablo por mí, naturalmente, pero creo que la idea es repulsiva.

Eché una ojeada a mi propio aspecto y vi que llevaba un chaleco de seda cruzado y unos zapatos puntiagudos amarillos, y supuse que mis palabras habían tenido el tono amanerado y monótono de la mayoría de los expatriados. Las acusaciones de mi amigo —la idea era forastera, extraña e indecente— parecían inapelables. Pensé entonces (y sigo pensándolo ahora) que lo que lo desconcertaba no era lo indecoroso de mi descubrimiento, sino el carácter explosivo que éste tenía, y que mi amigo se había sumado durante mi ausencia a las filas de esos hombres nuevos que opinan que ya no se puede utilizar la verdad en la resolución de nuestros dilemas. Se despidió y los demás se fueron marchando uno tras otro, todos ellos de acuerdo en que yo había estado fuera demasiado tiempo y estaba desfasado con respecto a la decencia y al sentido común.
Regresé a Europa pocos días después. El avión a Orly iba con retraso; maté el tiempo en el bar, y en un momento dado busqué los urinarios. Esta vez, el mensaje estaba escrito sobre un azulejo. «¡Brillante estrella! —leí—. Si yo fuera constante como tú, la noche no pendería en el aire con solitario esplendor...». Eso era todo. Anunciaron mi vuelo y volé por los aleros del cielo de regreso a la Ciudad de la Luz.




(*) Según el libro de Daniel, palabras que aparecieron misteriosamente escritas durante una cena en el palacio del rey Balthazar. Indican la inminencia de un desastre.





en The New Yorker, 1973










viernes, septiembre 18, 2009

"Discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas", de Salvador Allende

Extracto



Señor Presidente:
...
Vengo de Chile, un país pequeño pero donde hoy cualquier ciudadano es libre de expresarse como mejor prefiera, de irrestricta tolerancia cultural, religiosa e ideológica, donde la discriminación racial no tiene cabida. Un país con una clase obrera unida en una sola organización sindical, donde el sufragio universal y secreto es el vehículo de definición de un régimen multipartidista, con un Parlamento de actividad ininterrumpida desde su creación hace 160 años, donde los Tribunales de Justicia son independientes del Ejecutivo, en que desde 1833 sólo una vez se ha cambiado la Carta Constitucional, sin que ésta prácticamente jamás dejado de ser aplicada. Un país, donde la vida pública está organizada en instituciones civiles, que cuenta con fuerzas armadas de probada formación profesional y de hondo espíritu democrático. Un país de cerca de diez millones de habitantes que en una generación ha dado dos Premios Nobel de Literatura. Gabriela Mistral y Pablo Neruda, ambos hijos de modestos trabajadores. En mi patria, historia, tierra y hombre se funden en un gran sentimiento nacional.

Pero Chile es también un país cuya economía retrasada ha estado sometida, e inclusive enajenada, a empresas capitalistas extranjeras; ha sido conducido a un endeudamiento externo superior a los cuatro mil millones de dólares, cuyo servicio anual significa más del 30% del valor de sus exportaciones, con una economía estrechamente sensible ante la coyuntura externa, crónicamente estancada e inflacionaria. Así, millones de personas han sido forzadas a vivir en condiciones de explotación y miseria, de cesantía abierta o disfrazada.

Hoy vengo aquí, porque mi país está enfrentado a problemas que, en su trascendencia universal, son objeto de la permanente atención de esta Asamblea de las Naciones: la lucha por la liberación social, el esfuerzo por el bienestar y el progreso intelectual, la defensa de la personalidad y dignidad, nacionales.

La perspectiva que tenía ante sí mi patria, como tantos otros países del Tercer Mundo, era un modelo de modernización reflejo, que los estudios técnicos y la realidad más trágica coinciden en demostrar que está condenado a excluir de las posibilidades de progreso, bienestar y liberación social a más y más millones de personas, relegándolas a una vida sub-humana. Modelo que va a producir mayor escasez de viviendas, que condenará a un número cada vez más grande de ciudadanos a la cesantía, al analfabetismo, a la ignorancia y a la miseria fisiológica.

La misma perspectiva, en síntesis, que nos ha mantenido en una relación de colonización o de dependencia. Que nos ha explotado en tiempos de guerra fría, pero también en tiempos de conflagración bélica y también en tiempos de paz. A nosotros, los países subdesarrollados, se nos quiere condenar a ser realidades de segunda clase siempre subordinados.

Este es el modelo que la clase trabajadora chilena, al imponerse como protagonista de su propio porvenir, ha resuelto rechazar, buscando en cambio un desarrollo acelerado, autónomo y propio, transformando revolucionariamente las estructuras tradicionales.

El pueblo de Chile ha conquistado el Gobierno tras una larga trayectoria de generosos sacrificios, y se encuentra plenamente entregado a la tarea de instaurar la democracia económica, para que la actividad productiva responda a necesidades y expectativas sociales y no a intereses de lucro personal.

De modo programado y coherente, la vieja estructura apoyada en la explotación de los trabajadores y en el dominio por una minoría de los principales medios de producción, está siendo superada. En su reemplazo surge una nueva estructura, dirigida por los trabajadores, que puesta al servicio de los intereses de la mayoría, está sentando las bases de un crecimiento que implica desarrollo auténtico, que involucra a todos los habitantes y no margina a vastos sectores de conciudadanos a la miseria y la relegación social.

Los trabajadores están desplazando a los sectores privilegiados del poder político y económico, tanto en los centros de labor como en las comunas y en el Estado. Este es el contenido revolucionario del proceso que está viviendo mi país, de superación del sistema capitalista, para dar apertura al socialismo.

La necesidad de poner al servicio de las enormes carencias del pueblo la totalidad de nuestros recursos económicos, iba a la par con la recuperación para Chile de su dignidad. Debíamos acabar con la situación de que nosotros, los chilenos, debatiéndonos contra la pobreza y el estancamiento, tuviéramos que exportar enormes sumas de capital, en beneficio de la más poderosa economía de mercado del mundo. La nacionalización de los recursos básicos constituía una reivindicación histórica. Nuestra economía no podía tolerar por más tiempo la subordinación que implicaba tener más del 80% de sus exportaciones en manos de un reducido grupo de grandes compañías extranjeras, que siempre han antepuesto sus intereses a las necesidades de los países en los cuales lucran. Tampoco podíamos aceptar la lacra del latifundio, los monopolios industriales y comerciales, el crédito en beneficio de unos pocos, las brutales desigualdades en la distribución del ingreso.

El cambio de la estructura del poder que estamos llevando a cabo, el progresivo papel de dirección que en ella asumen los trabajadores, la recuperación nacional de las riquezas básicas, la liberación de nuestra patria de la subordinación a las potencias extranjeras, son la culminación de un largo proceso histórico. Del esfuerzo por imponer las libertades políticas y sociales, de la heroica lucha de varias generaciones de obreros y campesinos por organizarse como fuerza social para conquistar el poder político y desplazar a los capitalistas del poder económico.

Su tradición, su personalidad, su conciencia revolucionaria, permiten al pueblo chileno impulsar el proceso hacia el socialismo, fortaleciendo las libertades cívicas, colectivas e individuales, respetando el pluralismo cultural e ideológico. El nuestro es un combate permanente por la instauración de las libertades sociales, de la democracia económica, mediante el pleno ejercicio de las libertades políticas.

La voluntad democrática de nuestro pueblo ha asumido el desafío de impulsar el proceso revolucionario dentro de los marcos de un estado de Derecho altamente institucionalizado, fue ha sido flexible a los cambios y que hoy está frente a la necesidad de ajustarse a la nueva realidad socioeconómica.

Hemos nacionalizado las riquezas básicas. Hemos nacionalizado el cobre.










en Nueva York, 4 de diciembre de 1972














jueves, septiembre 17, 2009

"Tabla de las vacilaciones", de Humberto Díaz Casanueva







El sombrío color de mis caballos cubre al mundo
reprime mi corazón hasta que las luces son atadas,
golpeándome las sienes, lo que moraba en ellas
he arrancado desamparándome hasta una pureza sin más.

Cernido el pecho por una claridad apenas cierta,
ávido de una fría forma, un número inexorable,
me corre un aceite fresco de sentido en sentido
cuando la raíz del día se mueve en las sienes vanas.

¡Ay! Me cansa el dormitar, espejos ciegos me duelen,
lo logrado es apenas un destello bajo el agua,
quiero el glorioso día flotando sobre piélagos nocturnos
la frente reconquistada como armadura blanca.

Pero el corazón desciende de viejas dinastías de secretos
y cantando sigo en el recuerdo de lo que jamás he visto,
mis párpados descienden hasta más abajo del alma
para que siga gozada mi frente por sus abismos tenaces.






en Vigilia por dentro, 1931












miércoles, septiembre 16, 2009

"La noche boca arriba", de Julio Cortázar





Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.









en Final de juego, 1956