lunes, noviembre 13, 2006

"El corazón de las tinieblas", de Joseph Conrad

Fragmento / © Traducción de Juan Carlos Villavicencio

 

—Estaba pensando en tiempos remotos, cuando los romanos vinieron aquí vez por primera, hace mil novecientos años, el otro día... La luz iluminó este río a partir de entonces. ¿Dicen, caballeros? Sí, fue como una llamarada que se propaga en la llanura, como un relámpago entre las nubes. Vivimos bajo esa llama temblorosa. ¡Ojalá dure mientras la tierra siga girando! Pero aquí había oscuridad tan sólo ayer. Imaginen los sentimientos del comandante de un espléndido, ¿cómo se llama?, trirreme en el Mediterráneo, que es enviado inesperadamente al Norte; transportado por tierra a través de las Galias a toda prisa, puesto a cargo de uno de esos barcos que los legionarios (y no me cabe duda de que debieron haber sido un maravilloso grupo de hombres hábiles) solían construir, al parecer, por centenas en sólo uno o dos meses, si podemos creer lo que leemos. Imagínenlo aquí, en el mismo fin del mundo, un mar color de plomo, un cielo color de humo, una especie de barco tan fuerte como una concertina, remontando este río con provisiones u órdenes, o lo que fuera. Bancos de arena, pantanos, bosques salvajes; bien poco que comer para un hombre civilizado, sin otra cosa para beber que el agua del Támesis. Ni vino de Falerno ni paseos por tierra. De cuando en cuando un campamento militar perdido en los bosques, como una aguja en un pajar. Frío, niebla, tempestades, enfermedades, exilio y muerte; muerte acechando en el agua, en el aire, en los matorrales. Debieron morir como moscas. Oh, sí, lo hizo. Y lo hizo muy bien, sin duda, sin pensar mucho en ello, excepto después para jactarse de lo que había hecho en su vida, quizás. Eran lo bastante hombres como para enfrentarse a las tinieblas. Tal vez lo alentaba la esperanza de obtener un ascenso en la flota de Ravena, si contaba con buenos amigos en Roma y sobrevivía al horrible clima. O podríamos pensar en un joven y honrado ciudadano vistiendo una toga –a quien quizás le gustan los dados demasiado–, y venía aquí en el séquito de un prefecto, de un recaudador, o de algún comerciante incluso, para rehacer su fortuna. Desembarca en una zona cubierta de pantanos, atraviesa bosques y en algún lugar tierra adentro siente que la barbarie, la más absoluta barbarie, lo va rodeando... toda esa misteriosa vida de la selva que se agita en los bosques, en las junglas, en el corazón de los salvajes. No hay posible iniciación para tales misterios. Ha de vivir en medio de lo incomprensible, que también es detestable. Y hay en todo ello una fascinación que actúa sobre él: la fascinación de lo abominable. Pueden imaginar el creciente arrepentimiento, el ansia de escapar, la impotente repugnancia, la renuncia, el odio.


1902










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