jueves, abril 02, 2020

“El hombre que amaba al prójimo”, de Virginia Woolf





Aquella tarde, mientras pasaba ligero por Deans Yard, Prickett Ellis se cruzó con Richard Dalloway, o mejor dicho, en el momento de cruzarse, la disimulada mirada que cada uno de ellos lanzó al otro, bajo el ala del sombrero, por encima del hombro, se ensanchó y estalló en una expresión de recíproco reconocimiento; no se habían visto en veinte años. Habían ido a la misma escuela. ¿Y a qué se dedicaba ahora Ellis? ¿Abogacía? Sí, claro, claro..., había leído todo lo referente al caso en los periódicos. Pero allí no se podía hablar realmente. ¿Por qué no iba a su casa aquella noche? (Vivían donde siempre, ahí, al doblar la esquina.) Habría un par de invitados más. Quizá fuera Joynson. «Bueno, no sabes cuánto me ha alegrado verte», dijo Richard.

«Estupendo. Hasta esta noche pues», dijo Richard, y siguió su camino «muy contento» (lo cual era verdad) de haber visto a aquel tipo raro que no había cambiado ni tanto así desde los tiempos en que iban a la escuela —era el mismo muchacho desaliñado y menudo, rebosando prejuicios hasta por las orejas, pero insólitamente brillante, ganó el Newcastle. Pues sí... y siguió su camino.

Sin embargo Prickett Ellis, en el momento en que mirando hacia atrás contemplaba como Dalloway se alejaba, deseó no haberse encontrado con él, o, al menos, ya que siempre había sentido personal simpatía hacia él, no haberle prometido asistir a la velada. Dalloway estaba casado, daba fiestas, y no era, ni mucho menos, un hombre de la clase de Ellis. Esta noche Ellis tendría que vestirse de etiqueta. Sin embargo, al acercarse la noche, Ellis pensó que, por haberse comprometido, y no sintiendo deseo alguno de cometer una grosería, estaba obligado a ir.

¡Pero qué diversión tan horrenda! Allí estaba Joynson. Ellis y Joynson nada tenían que decirse. Joynson había sido un muchachito cargado de pretensiones, y ahora, al paso del tiempo, todavía se daba más importancia a sí mismo... y esto era todo. En la sala no había nadie más a quien Ellis conociera. Nadie. Por lo tanto, y como sea que no podía irse inmediatamente, sin hablar un poco con Dalloway, quien parecía totalmente ocupado en el cumplimiento de sus deberes de anfitrión, yendo de un lado para otro, con su chaleco blanco, Prickett Ellis tuvo que quedarse. Era una de esas situaciones que le hacían hervir la sangre. ¡Pensar que hombres y mujeres mayores y responsables hicieran esto todas las noches de su vida...! Se le profundizaron las arrugas en sus mejillas afeitadas, rojas y azules, mientras, en total silencio, apoyaba la espalda en la pared; Prickett Ellis trabajaba como un negro, pero se mantenía en forma gracias a que hacía ejercicio; y tenía aspecto duro y altivo, hasta el punto de que su bigote causaba la impresión de estar cubierto de escarcha. Era un hombre erizado, áspero. Su modesto traje de etiqueta le daba aspecto desaliñado, insignificante, anguloso.

Ociosos, parlanchines, excesivamente bien vestidos, aquellos elegantes caballeros y damas, sin una sola idea en la cabeza, seguían charlando y riendo. Y Prickett Ellis los observaba y los comparaba con los Brunner, quienes, cuando ganaron el caso contra la Destilería Fenners y recibieron doscientas libras esterlinas de indemnización (no era ni la mitad de lo que les correspondía), se gastaron cinco de ellas en un reloj para él. Fue un noble gesto; fue una de esas cosas que le conmueven a uno, y Prickett Ellis miró más severamente que en cualquier momento anterior a aquella gente excesivamente bien vestida, cínica y próspera, y comparó lo que en estos momentos sentía con lo que había sentido a las once de la mañana cuando el señor y la señora Brunner, viejos los dos, vestidos con sus mejores ropas, ancianos de aspecto tremendamente respetable y limpio, le habían visitado para entregarle aquella pequeña muestra, como dijo el viejo señor Brunner, muy erguido en el momento de soltar su discursito, de gratitud y de respeto, por la gran competencia con que usted defendió nuestro caso, y la señora Brunner con voz débil dijo que, a su juicio, habían ganado el caso gracias a él. Y los dos estaban profundamente agradecidos por su generosidad, porque, desde luego, Prickett Ellis no cobró.

Y, cuando cogió el reloj y lo puso sobre la repisa del hogar, Prickett Ellis deseó que nadie viera su cara. Para esto trabajaba, ésta era su recompensa; y contempló a la gente que ahora tenía realmente ante su vista como si danzaran sobre aquella escena en su despacho y la escena constituyera una acusación para ellos, y cuando se esfumó —los Brunner se esfumaron—, como un resto de la escena quedó él, Prickett Ellis, enfrentándose con aquella hostil muchedumbre, como un hombre totalmente vulgar, sin el menor refinamiento, un hombre del pueblo (ahora se irguió), muy mal vestido, de furiosa mirada, sin el más leve aire de distinción, un hombre normal, un ordinario ser humano, que se enfrentaba con el mal, con la corrupción, con la despiadada naturaleza de la sociedad. Pero no podía seguir mirando. Ahora se puso las gafas y contempló los cuadros. Leyó los títulos de una hilera de libros; casi todos eran de poesía. Mucho le hubiera gustado volver a leer algunas de sus viejas obras favoritas —Shakespeare, Dickens—, le gustaría tener tiempo para entrar en la National Gallery, pero no podía — no — realmente no podía. Uno, de verdad, no podía; no, tal como estaba el mundo. No, cuando durante todo el día venía gente a pedirle ayuda a uno, cuando clamaban en petición de ayuda. La presente época no era época de lujos. Y miró los sillones, y los cortapapeles y los libros bien encuadernados, y sacudió la cabeza, consciente de que jamás tendría el tiempo suficiente, y jamás tendría, pensó con satisfacción, el valor suficiente para permitirse semejantes lujos. La gente que allí había quedaría escandalizada si supiera el precio del tabaco que consumía; tuvo que pedir prestado el traje que llevaba. Su único capricho era el barquito que tenía en Norfolk Broads. Esto sí, esto se lo permitía. Le gustaba, una vez al año, alejarse de todo y de todos, y yacer tumbado de espaldas en el campo. Pensó en lo mucho que se sorprendería —aquella gente elegante— si supiera el gran placer que le proporcionaba aquello que él llamaba, en términos anticuados, el amor a la naturaleza; árboles y campos que había conocido desde chico.

Estas elegantes personas quedarían sorprendidas y escandalizadas. En realidad, allí en pie, iba convirtiéndose en un ser más y más sorprendente, más y más chocante. Y se trataba de una sensación muy desagradable. No sentía aquello —que amaba a la humanidad, que gastaba sólo cinco peniques en una onza de tabaco y que amaba a la naturaleza— de un manera tranquila y natural. Cada uno de estos placeres se había convertido en una protesta. Tenía la impresión de que aquella gente a la que despreciaba le obligaba a levantarse, a hablar y a justificarse. «Soy un hombre corriente», no dejaba de decir. Y lo que dijo a continuación le dio verdadera vergüenza decirlo, pero lo dijo. «En un solo día hago más en beneficio de mis semejantes que vosotros en toda vuestra vida.» Realmente, no podía ponerse freno; no hacía más que recordar escenas y escenas, como aquella en la que los Brunner le regalaron el reloj —y no hacía más que recordar las bellas frases que la gente había dicho sobre su humanidad, su generosidad, sobre lo mucho que la había ayudado. Se veía en el papel de sabio y tolerante servidor de la humanidad. Y sentía deseos de repetir esas frases en voz alta. Era desagradable que la conciencia de su bondad hirviera en su fuero interno. Era todavía más desagradable que a nadie pudiera decir lo que la gente había dicho de él. Gracias a Dios, repetía una y otra vez, mañana volveré a emprender mi trabajo; pero, a pesar de esto, ya no podía quedar satisfecho con el mero hecho de coger la puerta e irse a casa. Tenía que quedarse, tenía que quedarse hasta haberse justificado. Pero, ¿cómo iba a justificarse? En aquella estancia rebosante de gente, no conocía a nadie con quien pudiera hablar.

Por fin se acercó Richard Dalloway.

«Te presento a la señorita O'Keefe», dijo Richard Dalloway. La señorita O'Keefe miró rectamente a los ojos a Prickett Ellis. Era una mujer un tanto arrogante, de modales bruscos, y de unos treinta y tantos años de edad.

La señorita O'Keefe quería un helado o una bebida. Y la razón por la que pidió a Prickett Ellis que le buscara un helado, de una marera que, a juicio de éste, era altanera e injustificable, radicaba en que la señorita O'Keefe había visto a una mujer y a dos niños, muy pobres, muy fatigados, mirando, pegados a la verja de una plaza, en aquella ardiente tarde. ¿Se les puede dejar entrar?, se preguntó la señorita O'Keefe, mientras su compasión se alzaba como una ola, mientras hervía de indignación. No, dijo reprendiéndose a sí misma, en el instante siguiente, rudamente, como si se tirase de las orejas. Ni siquiera todas las fuerzas del mundo entero pueden. En consecuencia, la señorita O'Keefe cogió la pelota de tenis y la devolvió. Ni siquiera todas las fuerzas del mundo entero pueden, se dijo furiosa, y ésta era la razón por la que tan imperiosamente dijo a aquel desconocido: «Tráigame un helado».

Mucho antes de que la señorita O'Keefe se hubiera comido el helado, Prickett Ellis, en pie a su lado y sin tomar nada, le dijo que no había ido a una fiesta en quince años, le dijo que el traje de etiqueta que llevaba se lo había prestado su cuñado, le dijo que no le gustaban las reuniones de aquella clase, y Prickett Ellis hubiera quedado muy tranquilizado si hubiera seguido adelante, diciendo a la señorita O'Keefe que él era un hombre corriente que tenía simpatía a la gente corriente, y luego le hubiera contado (y después se hubiese avergonzado de ello) el asunto de los Brunner y del reloj, pero la señorita O'Keefe dijo: «¿Ha visto usted La Tempestad?-» Y después (ya que Prickett Ellis no había visto La Tempestad), ¿había leído tal libro? Que no otra vez, y luego, dejando el helado, ¿nunca leía poesía?

Y Prickett Ellis, sintiendo que en su interior se alzaba algo capaz de decapitar a aquella mujer, de transformarla en una víctima, de destrozarla sangrientamente, la obligó a sentarse allí, abajo, donde no serían interrumpidos, en dos sillas, en el jardín desierto, ya que todos estaban en la casa, y allí sólo se podía oír el zumbido y el murmullo, el parloteo y los tintineos, como el acompañamiento de una fantasmal orquesta a uno o dos gatos deslizándose sobre el césped, y el movimiento de las hojas y los frutos amarillos y rojos, como farolillos chinos, balanceándose de aquí para allá, allí donde la conversación parecía una frenética música de baile para esqueletos, opuesta a algo muy real y rebosante de sufrimientos.

«Qué hermoso», dijo la señorita O'Keefe.

Sí, era hermosa aquella porción de terreno cubierta de césped, con las torres de Westminster agrupadas a su alrededor, negras, alzándose en el aire, después de haber estado en el salón; había silencio, después de tanto ruido. A fin de cuentas, tenían esto, la mujer fatigada y los niños.

Prickett Ellis encendió la pipa. Esto sorprendería desagradablemente a la señorita O'Keefe; la había llenado con tabaco apestoso, cinco peniques y medio la onza. Pensó en lo bien que estaría tumbado en su yatecillo, fumando, y se vio a sí mismo, solo, por la noche, fumando bajo las estrellas. Sí, ya que en todo instante, aquella noche, no había hecho más que pensar en el aspecto que él presentaría, si aquella gente le viera. Mientras encendía una cerilla rascándola contra la suela del zapato, dijo a la señorita O'Keefe que, a su juicio, allí nada había que destacara por su hermosura.

«Quizá», dijo la señorita O'Keefe, «a usted no le gusta la belleza.» (Prickett Ellis le había dicho que no había visto La Tempestad, que no había leído un libro, y tenía un aspecto desaliñado, todo él bigotes, barbilla y cadena de plata para el reloj.) La señorita O'Keefe pensó que, para gozar de aquello, no era preciso pagar siquiera un penique; los museos son gratuitos, igual que la National Gallery; y el campo. Desde luego, la señorita O'Keefe sabía las objeciones —la colada, la cocina, los hijos—, pero la verdad radical, lo que todos temían decir, consistía en que la felicidad es baratísima. Se adquiere por nada. La belleza.

Entonces Prickett Ellis le dio su merecido, a aquella pálida, brusca y arrogante mujer. Soltando una bocanada de humo apestoso, le dijo lo que había hecho en aquel día. En pie a las seis; entrevistas; olisquear una tubería reventada en un sucio barrio de miseria; y después al juzgado.

Aquí Prickett Ellis dudó, ya que deseaba contarle un poco sus hazañas. Como sea que se privó de ello, las palabras de Prickett Ellis adquirieron más causticidad. Dijo que le daba vómito oír a mujeres bien alimentadas y bien vestidas (en cuyo momento la señorita O'Keefe frunció los labios, por cuanto era flaca y su vestido dejaba que desear) hablar de belleza.

«¡La belleza!», dijo Prickett Ellis. Mucho temía que él no comprendía la belleza, separada del ser humano.

Los dos miraron fijamente el desierto jardín, en el que las luces se balanceaban, y un gato dubitativo, en medio, levantaba una pata.

¿La belleza separada del ser humano? ¿Qué quería decir con ello?, preguntó bruscamente la señorita O'Keefe.

Pues bien, quería decir lo siguiente: excitándose más y más, Prickett Ellis le contó el asunto de los Brunner y del reloj, sin ocultar el orgullo que le producía. Esto era bello, dijo.

La señorita O'Keefe no tenía palabras con que expresar el horror que la historia provocó en ella. En primer lugar, la vanidad de Prickett Ellis; en segundo lugar, la manera indecente con que hablaba de los humanos sentimientos; era una blasfemia; nadie en el mundo tenía derecho a contar una historia a fin de demostrar que amaba al prójimo. Sin embargo, mientras Prickett Ellis habló —del viejo en pie y erguido, pronunciando su discursito—, las lágrimas acudieron a los ojos de la señorita O'Keefe; ¡ah, si alguien le hubiera dicho aquello a ella!, pero, a pesar de todo, la señorita O'Keefe pensó que era precisamente esto lo que condenaba irremediablemente a la humanidad; la gente nunca llegaría más allá, siempre se limitaría a contar conmovedoras escenas con relojes; siempre habría Brunners soltando discursos a Pricketts Ellis, y los Pricketts Ellis estarían siempre diciendo lo mucho que amaban al prójimo; siempre serían perezosos, transigentes, y temerosos de la belleza. De ahí nacían las revoluciones; de la pereza y el temor y este amor a las escenas conmovedoras. Sin embargo, los Brunner producían placer a aquel hombre; y ella estaba condenada a sufrir siempre, siempre, por culpa de las pobres mujeres que no pueden entrar en plazas. En consecuencia, guardaron silencio, sentados. Los dos eran muy desdichados. Sí, ya que, lo que había dicho, en nada había aliviado a Prickett Ellis; en vez de arrancar la espina de la señorita O'Keefe no había hecho otra cosa que hundirla más; la felicidad que Prickett Ellis había experimentado aquella mañana había quedado hecha trizas. La señorita O'Keefe había quedado confusa y enojada; como agua embarrada y no como agua clara.

«Mucho me temo que soy uno de estos seres tan normales y corrientes», dijo Prickett Ellis poniéndose en pie, «que aman al prójimo».

En cuyo momento, la señorita O'Keefe casi gritó: «Yo también».

Odiándose recíprocamente, odiando a toda aquella gente que llenaba la casa, y que les había proporcionado aquella velada de desilusión y de dolor, aquella pareja de amantes del prójimo se separó, sin decir palabra, para siempre.



en La casa encantada y otros cuentos, 1979











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