miércoles, noviembre 06, 2019

“Poeta, es decir, revolucionario”, de Benjamin Péret





Si se busca el significado original de la poesía, hoy disimulada bajo los mil oropeles de la sociedad, se constata que ella es el verdadero aliento del hombre, la fuente de todo conocimiento y ese conocimiento en su aspecto más inmaculado. En ella se condensa toda la vida espiritual de la humanidad desde que comenzó a tomar conciencia de su naturaleza; en ella palpitan ahora sus más elevadas creaciones y, tierra siempre fecunda, conserva perpetuamente en reserva los cristales incoloros y las cosechas de mañana. Divinidad tutelar de mil caras, aquí denominada amor, la libertad, en otras partes la ciencia. Ella permanece omnipotente, hierve en la narrativa mítica de los esquimales, hace eclosión en la carta de amor, ametralla al pelotón de ejecución que fusila al obrero exhalando un último suspiro de revolución social, y por ende de libertad, chispea en el descubrimiento del científico, palidece hasta en las más estúpidas producciones que la invocan y su recuerdo, elogio al que le agradaría ser fúnebre, traspasa incluso las palabras momificadas del cura, su asesino, a quien el fiel escucha, buscándola, ciego y sordo, en el túmulo del dogma en el que ella no es más que polvo falaz.

Sus innumerables detractores, verdaderos y falsos curas, más hipócritas que los sacerdotes de las iglesias, falsos testimonios de todos los tiempos, la acusan de ser un medio de evasión, de fuga frente a la realidad, como si ella no fuese la realidad misma, su esencia y su exaltación. Sin embargo, incapaces de concebir la realidad en su conjunto y sus complejas relaciones, sólo quieren verla bajo su aspecto más inmediato y sórdido. Sólo perciben el adulterio sin experimentar nunca el amor, el avión de bombardeo sin acordarse de Ícaro, la novela de aventuras sin comprender la aspiración poética permanente, elemental y profunda, que ella tiene la vana ambición de satisfacer. Desprecian el sueño en provecho de su realidad como si el sueño no fuese uno de sus aspectos, y el más emocionante; exaltan la acción en detrimento de la meditación como si la primera sin la segunda no fuese un deporte tan insignificante como todo deporte. Antaño, ellos oponían el espíritu a la materia, su dios al hombre; hoy, defienden la materia contra el espíritu. De hecho, es la intuición contra lo que se lanzan, en provecho de la razón, sin que recuerden de dónde brota esa razón.

Los enemigos de la poesía tuvieron siempre la obsesión de someterla a sus fines inmediatos, aplastarla bajo su dios o, ahora, encadenarla a la nobleza de la nueva divinidad negra o “roja” –roja oscura de sangre seca– todavía más sangrienta que la antigua. Para ellos, la vida y la cultura se resumen en útil e inútil, dándose por sobreentendido que lo útil asume la forma de un pico manipulado en su beneficio. Para ellos, la poesía es el lujo del rico, aristócrata o banquero, y si ella quisiera tornarse “útil” a la masa debe resignarse al destino de las artes “aplicadas”, “decorativas”, “domésticas”, etcétera. Instintivamente sienten que ella es el punto de apoyo exigido por Arquímedes, y temen que, una vez levantado, el mundo vuelva a caer sobre sus cabezas. De allí resulta la ambición de rebajarla, retirarle toda eficacia, todo valor de exaltación para darle el papel hipócritamente consolador de una hermana de la caridad.

Pero el poeta no debe alimentar en los otros una ilusoria esperanza humana o celeste, ni desarmar los espíritus insuflándoles una confianza sin límite en un padre o en un jefe contra el cual toda crítica se torna sacrílega. Muy por el contrario, a él le cabe pronunciar las palabras siempre sacrílegas y las blasfemias permanentes. El poeta debe, más que ninguna otra cosa, tomar conciencia de su naturaleza y de su lugar en el mundo. Inventor para el cual el descubrimiento no es sino el medio de alcanzar un nuevo descubrimiento, debe combatir sin tregua a los dioses paralizantes encarnizados en mantener al hombre en su servidumbre con respecto a las fuerzas sociales y a la divinidad que se complementan mutuamente. Él será, sin embargo, revolucionario, pero no de aquellos que se oponen al tirano de hoy, nefasto a sus ojos porque perjudica sus intereses, para vanagloriar la excelencia del opresor de mañana del que ya se constituirán en servidores. No, el poeta lucha contra toda opresión: la del hombre por el hombre, inicialmente, y la opresión de su pensamiento por los dogmas religiosos, filosóficos o sociales. Él combate para que el hombre alcance un conocimiento siempre perfectible de sí mismo y del universo. De esto no se deriva que desee colocar a la poesía al servicio de una acción política, incluso revolucionaria. No obstante, su cualidad de poeta hace de él un revolucionario que debe combatir en todos los terrenos: el de la poesía por los medios propios de ésta y en el terreno de la acción social, sin confundir jamás estos dos campos de acción, so pena de establecer la confusión que se trata de disipar y, por lo tanto, a dejar de ser poeta, esto es, revolucionario.



en El deshonor de los poetas, 2006

Originalmente en Le Deshonneur Des Poètes, 1945












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