viernes, noviembre 01, 2019

“La clara Torre”, de André Breton





Fue en el negro espejo del anarquismo donde el surrealismo se reconoció por primera vez, mucho antes de definirse a sí mismo y cuando era apenas una asociación libre de individuos, que rechazaban espontáneamente y en bloque las opresiones sociales y morales de su tiempo. Entre las fuentes de inspiración en las que bebíamos, en esa posguerra de 1914, y cuya fuerza de convergencia era inconmovible, figuraba esta final de la “Balada de Solness”, de Laurent Tailhade:

            Arrebata nuestros corazones en disparada, en harapos
            ¡Anarquía! ¡Oh portadora de luz!
            ¡Expulsa la noche! ¡Aplasta a los gusanos!
            ¡Y yergue al cielo, aunque sea con nuestros túmulos,
            La clara Torre que sobre el mar domina!

En ese momento, el rechazo surrealista es total, absolutamente inapto para dejarse canalizar en el plano político. Todas las instituciones sobre las que reposa el mundo moderno y que acaban de resultar en la Primera Guerra Mundial son tenidas por nosotros como aberrantes y escandalosas. Contra todo aparato de defensa de la sociedad es que luchamos, para comenzar: ejército, “justicia”, policía, religión, medicina mental y legal, enseñanza escolar. Todas las declaraciones colectivas, así como los textos individuales del Aragon del pasado, de Artaud, Crevel, Desnos, del Éluard de antaño, de Ernst, Leiris, Masson, Péret, Queneau o los míos, testimonian la voluntad común de hacer que se los reconociera como flagelos y, como tal, que fuesen combatidos. Sin embargo, para combatirlos con alguna posibilidad de éxito, es preciso atacar su armadura, que, en último análisis, es de orden lógico y moral: la pretendida “razón” en uso y de etiqueta fraudulenta que recubre el “sentido común” más desgastado, la “moral” falseada por el cristianismo con el objetivo de desalentar cualquier resistencia contra la explotación del hombre.

Un gran fuego se conserva bajo las cenizas –éramos jóvenes– y creo mi deber insistir sobre el hecho de que ese fuego se avivó constantemente para liberarse de la obra y de la vida de los poetas:

            ¡Anarquía! ¡Oh portadora de luz!

No se llamen ya Tailhade, sino Baudelaire, Rimbaud, Jarry, a quienes todos nuestros camaradas libertarios deberían conocer, así como deberían conocer también a Sade, Lautréamont o el Schwob de El libro de Monelle.

¿Por qué no pudo, en ese momento, operarse una fusión orgánica entre elementos anarquistas, propiamente dichos, y elementos surrealistas? Todavía, veinte años después, me lo pregunto. No cabe ninguna duda de que la idea de la eficacia que fuera el espejo de toda esa época decidió las cosas de otra forma. Lo que se puede considerar como el triunfo de la Revolución Rusa y la realización de un Estado obrero provocaba un gran cambio de visión. La única sombra del cuadro –que se definiría como una mancha indeleble– residía en el aplastamiento de la insurrección de Kronstadt, el 18 de marzo de 1921. Los surrealistas nunca consiguieron pasar por alto aquello. Entretanto, hacia 1925, solo la III Internacional parecía disponer de los medios deseados para transformar el mundo. Podía creerse que las señales de degeneración y regresión ya fácilmente observables en el Este todavía podían conjurarse. Los surrealistas vivieron, entonces, en la convicción de que la revolución social extendida a todos los países no podía dejar de promover un mundo libertario (algunos decían, un mundo surrealista, pero es la misma cosa). Todos, inicialmente, juzgaban las cosas de esa forma, incluso aquellos (Aragon, Éluard, etc.) que, más tarde, abandonarían su ideal primero hasta el punto de hacer en el stalinismo una carrera envidiable (a los ojos de los hombres de negocios). Pero el deseo y la esperanza humanos jamás podrían estar a merced de aquellos que traicionan:

            ¡Expulsa la noche! ¡Aplasta a los gusanos!

Es bien sabida la rapiña despiadada que se hizo de aquellas ilusiones durante el segundo cuarto de este siglo. Por una terrible ironía, el mundo libertario con el cual se soñaba fue sustituido por un mundo en el que la más servil obediencia es obligatoria, donde los derechos más elementales son negados al hombre, donde toda la vida social gira en torno del policía y del verdugo. Como en todos los casos en que un ideal humano llega a ese cúmulo de corrupción, el único remedio es refortalecerse en la corriente sensible en la que se originó, remontarse a los principios que le permitieron constituirse. Hoy más que nunca, en la propia finalidad de ese movimiento se encontrará al anarquismo, y solamente a él, ya no la caricatura que nos presentan ni la cosa hedionda que pretenden hacer de él, sino aquel que nuestro camarada Fontenis describe como esa reivindicación moderna por la dignidad del hombre (libertad y bienestar); es decir, un tipo de socialismo concebido como “la expresión de las masas explotadas en su deseo de crear una sociedad sin clases, sin Estado, donde todos los valores y aspiraciones humanos puedan realizarse”.

Esa concepción de una revuelta y de una generosidad indisociables una de la otra y, a despecho de Albert Camus, ilimitables tanto una como la otra, los surrealistas la hacen suya hoy, sin reservas. Liberada de las brumas de muerte de estos tiempos, la consideran como la única capaz de hacer resurgir, a ojos cada vez más numerosos,

            ¡La clara Torre que sobre el mar domina!



en Surrealismo y Anarquismo (Antología), 2005

Publicado originalmente en 1951












No hay comentarios.: