viernes, octubre 11, 2019

«Conservas de por vida», de Olga Tokarczuk

Versión de Juan Carlos Villavicencio, a partir de la traducción al inglés de Antonia Lloyd-Jones



Premio Nobel de Literatura, 2019


Cuando ella murió, él le ofreció un funeral decente. Vinieron todas sus amigas, horribles ancianas con boinas y abrigos de invierno con cuellos de piel de coipo que olían a bolas de naftalina, con sus cabezas que sobresalen de esos cuellos como grandes y pálidos tumores. Comenzaron a lloriquear con tacto cuando descendió el ataúd, suspendido en cuerdas empapadas por la lluvia; luego, amontonadas en pequeños grupos, bajo los domos de sus paraguas plegables con improbables diseños, se dirigieron a sus distintas paradas de autobús.

Esa misma tarde abrió el gabinete donde ella guardaba sus documentos y buscó ahí, sin saber lo que buscaba. Dinero. Acciones secretas. Bonos para una vejez tranquila, siempre promocionada en televisión con escenas otoñales llenas de hojas cayendo.

Todo lo que encontró fueron algunos viejos folletos de seguros de los años '50 y '60, una credencial del Partido que pertenecía a su padre, muerto en 1980 con la inmaculada creencia de que el comunismo era un orden metafísico, eterno, y también sus dibujos del kindergarten cuidadosamente guardados en una carpeta de cartulina atada con un elástico. Era conmovedor ver que ella hubiera guardado sus dibujos; él nunca lo habría imaginado. También estaban sus cuadernos llenos de recetas de encurtidos, conservas y mermeladas. Cada una partía en su propia página, y el nombre de cada una estaba adornado con tímidas florituras; una expresión culinaria de la necesidad de belleza. «Pickles con mostaza». «Zapallo marinado à la Diana». «Ensalada de Avignon». «Boletus al estilo criollo». A veces había excentricidades menores: «Gelatina de cáscara de manzana», por ejemplo, o «Cálamo azucarado».

Esto lo llevó a pensar en bajar al sótano; no había estado ahí por años. Pero ella se hubiera alegrado de pasar tiempo allá abajo; de alguna manera nunca se había detenido a preguntarse acerca de eso. Cada vez que ella creía que él estaba viendo un partido demasiado fuerte, cada vez que sus débiles gruñidos parecían en vano, él oía el ruido de llaves, luego una puerta cerrada de golpe, y ella desaparecía por un dichoso y bien largo rato. Mientras tanto, él se entregaba feliz a su ocupación favorita: vaciar lata tras lata de cerveza mientras seguía a dos grupos de hombres con camisas de colores mientras se movían de la mitad de una cancha a la otra.

La bodega se veía extremadamente pulcra. Aquí había tendida una pequeña alfombra gastada; oh sí, la recordaba desde su infancia, y aquí había un sillón de felpa, con una manta tejida cuidadosamente doblada sobre él. También había una lámpara de noche y algunos libros que se habían leído hasta destruirlos. Pero lo que causó una tremenda impresión fueron los estantes llenos de pulidos frascos de conservas. Cada una estaba provista de una etiqueta adhesiva, en la que reaparecieron los nombres del cuaderno. «Pepinillos en marinada de Stasia, 1999», «Aperitivo de pimiento rojo, 2003», «Pringue de la Sra. Z». Algunos nombres sonaban misteriosos: «Porotos verdes aperitizados». No hubiera podido en su vida imaginar lo que significaba «aperitizado», pero ver esos hongos pálidos o los pimientos rojos color sangre metidos en un gran frasco, despertó su deseo de vivir. Examinó la colección de conservas, pero no pudo encontrar ningún archivador lleno de papeles escondidos tras ellas, ni billetes enrollados. Pareciera que ella no le hubiera dejado nada.

Expandió su espacio vital hacia la habitación de ella; arrojó su ropa sucia y ahí almacenó cajas de cerveza. De vez en cuando subía una caja de conservas, abría un frasco con un simple giro de su mano y sacaba el contenido con un tenedor. Cerveza y nueces combinadas con pimientos marinados o pequeños pepinillos tan tiernos como bebés, tenían un sabor excelente. Se sentó frente al televisor contemplando su nueva vida, su nueva libertad, y sintió como si acabara de aprobar sus exámenes finales de la escuela y todo el mundo estuviera descubierto ante él. Como si comenzara una mejor vida nueva. Él ya tenía cierta edad –el año pasado había pasado los cuarenta– pero se sentía joven, como un graduado ya de la escuela. Y aunque el dinero de la última pensión de su difunta madre se estaba agotando de a poco, aún tenía tiempo para tomar las decisiones correctas, mientras tanto, lentamente se comería lo que ella le había dejado como herencia. A lo sumo compraría pan y mantequilla. Y cerveza. Entonces quizás buscaría realmente un trabajo, algo con lo que ella lo había estado irritando durante los últimos veinte años. Podría ir a la bolsa de trabajo; se asegurarían de encontrar algo para alguien que sólo ha terminado la escuela y ya tiene cuarenta años como él. Incluso podría vestirse con el traje ligero que ella le había planchado apropiadamente y colgado en el armario con una camisa azul para vestir, y dirigirse a la ciudad. Mientras no hubiera un partido en la TV.

Y sin embargo extrañaba sus pantuflas, se había llegado a acostumbrar a ese susurrante y sordo ruido, usualmente acompañado por su voz tranquila que decía: «¿Le puedes dar un respiro a esa televisión? ¿No puedes ir a ver a algunas personas, a conocer a alguna chica? ¿Pretendes pasar el resto de tu vida así? Deberías encontrar un departamento propio; no hay suficiente espacio aquí para nosotros dos. La gente se casa, tiene hijos, va de vacaciones a acampar y se juntan alrededor de una parrilla. Pero en cuanto a ti, ¿no te da vergüenza ser mantenido por una vieja enfermiza? Primero tu padre y ahora tú: tengo que lavar y planchar toda la ropa, y cargar todas las compras de la casa. Esa televisión me molesta siempre, no me deja dormir, y te sientas frente a ella hasta el amanecer. ¿Qué demonios ves toda la noche? ¿Cómo es que nunca te aburres?». Ella había estado machacando de esta manera durante horas, así es que él se había comprado unos audífonos. Esa fue una cierta solución: ella no podía escuchar la TV, y él no podía oírla a ella.

Pero ahora todo parecía demasiado tranquilo. Su cuarto alguna vez aseado y pulcro lleno de tapetes y gabinetes de vidrio cubiertos bajo montones de cajas de cartón, que luego comenzó a llenarse de un olor extraño; de deshilachadas sábanas, yeso lamido por lenguas de hongos y un espacio cerrado, que sin corriente de aire comienza a expandirse y fermentar. Un día, mientras buscaba toallas limpias, encontró una pila de frascos en el fondo del armario; estaban escondidos bajo un montón de ropa de cama, o entre madejas de lana, como devotos, la quinta columna del mundo de los frascos. Los miró de manera minuciosa: diferían de los del sótano por años. Las inscripciones en las etiquetas estaban un poco borrosos, y los años 1991 y 1992 a menudo se repetían, pero hubo algunos especímenes aislados que eran incluso más viejos: uno de 1983 y otro de 1978. Esa era la causa del mal olor. La parte superior del tornillo se había oxidado y dejaba entrar aire. Lo que solía estar en el frasco ahora se había convertido en un grumo color marrón. Lo tiró con disgusto. Similares descripciones aparecieron en las etiquetas: «Zapallo en puré de grosella» o «Grosellas en puré de zapallo». También algunos pepinillos se habían vuelto completamente blancos. Pero había muchos otros cuyo contenido no habría podido reconocer, si no fuera por las complacientes y amables etiquetas. Los parras en escabeche se habían convertido en una inescrutable gelatina turbia, las mermeladas un coágulo negro. Los pâtés se habían solidificado en pequeños y arrugados puños. Encontró más frascos en el armario de zapatos y en un cubículo detrás de la bañera. Era una colección asombrosa. ¿Había estado ella escondiéndole comida? ¿Había hecho esas provisiones para sí misma, pensando que algún día su hijo se mudaría? O tal vez los había dejado para él, imaginando que ella se iría primero; después de todo, las madres mueren antes que sus hijos, por lo que tal vez quería proveer para su futuro con todos estos frascos. Examinó las conservas con una mezcla de afecto y asco, hasta que encontró una debajo del lavaplatos de la cocina con la etiqueta «Cordones de zapatos en vinagre, 2004», y eso debería haberlo alarmado. Miró las cuerdas color café enrolladas en forma de bola y flotando en escabeche, con bolitas negras de pimienta inglesa entre ellas. Se sentía incómodo, eso era todo.

Cada vez que se quitaba los audífonos e iba al baño, ella lo estaba acechando; ella había salido arrastrando los pies de la cocina y le había bloqueado el camino. «Todos los pajaritos abandonan el nido: ese es el orden natural, los padres merecen un descanso. Esa ley se aplica a toda la naturaleza. Entonces, ¿por qué me sigues molestando? Deberías haberte ido hace mucho tiempo y tener tu propia vida», se quejó. Luego, mientras trataba de esquivarla amablemente, ella lo tomaría de la manga y su voz se haría más aguda, incluso más estridente: «Merezco una vejez tranquila. Déjame en paz, quiero descansar». Pero él ya estaba en el baño; giraría la llave y se abandonaría a sus propios pensamientos. Ella intentaría interceptarlo otra vez cuando saliera, pero ahora con mucha menos convicción. Luego se iría flotando y desaparecería en su habitación, y todo rastro de ella desaparecería hasta la mañana siguiente, cuando deliberadamente haría retumbar ollas y sartenes para que él no pudiera dormir.

Para el partido entre Polonia e Inglaterra, jaló una caja entera de conservas de la bodega y las rodeó con varias latas de cerveza. Metió la mano en la caja al azar, devorando las conservas sin mirar lo que comía. Se fijó en un pequeño frasco, porque ella había cometido un divertido error: "Parcas en escabeche, 2005". Usó un tenedor para extraer las suaves hojas verdes, que se deslizaron por su garganta como si estuvieran vivas. Hubieron algunos goles, por lo que ni siquiera se dio cuenta de que se había comido todo. Cuando tuvo que ir al baño por la noche, pensó que ella estaba ahí parada, quejándose con su voz insoportablemente estridente, pero luego recordó que de hecho había muerto. Siguió vomitando hasta la mañana, pero no ayudó mucho. En el hospital quisieron hacerle un trasplante de hígado, pero no se pudo encontrar ningún donante, por lo que sin recuperar la conciencia, murió unos días después.

Ocurrieron algunos problemas, porque no había nadie que recogiera el cuerpo de la morgue o para organizar el funeral. Finalmente, los amigos de su madre vinieron a reclamarlo, aquellas horribles viejas con boinas; con sus paraguas absurdamente diseñados abiertos sobre la tumba, representaron sus patéticos ritos funerarios para él.




Sin datos originales.

Texto en inglés en Granta Magazine, 2011


















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