domingo, agosto 11, 2019

“Adán Buenosayres”, de Leopoldo Marechal





Fragmento

Adán Buenosayres acarició in mente aquellas figuras de su niñez: ni las viejas imágenes ni los conflictos nuevos arraigaban en aquel trabajado comienzo de su día, sobre todo ahora que la pipa Eleonore, fumada en ayunas, lo embarcaba en la sutil, en la nobilísima, en la poética embriaguez del tabaco. «¡Gloria al Gran Manitú», recitó en su alma, «porque ha dado a los hombres la delicia del Oppavoc!» Más aún, al influjo de la hoja sagrada su yerta voluntad parecía reanimarse: consideró nuevamente los objetos de su cuarto, y esta vez la granada y la rosa le merecieron un interés que llegaba casi hasta el elogio (splendor formae!); luego volvió sus oídos al fragor de la calle, pero inclinado ahora no sabía él a qué suerte de benevolencia. Y en este punto su atención fue solicitada por algo tremendo que ahora se debatía en el interior de la casa. ¡Irma! Era Irma que, desertando la calle Monte Egmont, trepaba la escalera entre un escándalo de baldes y un meneo de escobas: Adán la oyó silbarle al canario marchito, alabar al gato prudente, reírse del cepillo calvo, maldecir al plumero rabón; luego reconoció el vaivén de sus chancletas en el escritorio, y por fin el agrio lamento de los muebles que Irma castigaba sin piedad. ¡Ciertamente, Irma era un grito desnudo toda ella! Pero un grito de dieciocho años... Y Adán le había dicho que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas, o tal vez la besó: estaban en primavera, y el fuerte olor de los paraísos quizá les había encabritado la sangre, a ella que estiraba las cobijas de su cama, encorvándose toda como un arco vivo, y a él que había olvidado su lectura para mirar lo que deseaba ella que viese sin que dejara él de imaginar que no quería ella, ni sospechase que ella quería que no sospechara él que ella quería que viese, ¡oh, Eva! Y Adán siguió la línea de sus brazos desnudos que al tenderse mostraban dos vellones de negrura, o vio el arranque de sus muslos verdimorenos como la piel de las manzanas; y de pronto había sentido que una bruma espesa, levantándose de su ser, le borraba memoria y entendimiento, hasta dejarle sólo una voluntad de agresión que lo empujaba temblando hacia Irma. Y como los ojos de Adán preguntaran «¿sí?», ella respondió «sí» con los ojos. Después era como extraviar este mundo (olvidarlo y olvidarse), para volverlo a encontrar en seguida (recordarlo y recordarse), pero un mundo ya sin lustre y sucio de groseras melancolías, como si el alma hubiese perdido en su naufragio la visión de la gracia inteligible que ilumina las cosas. Por último se habían alejado uno del otro, sin mirarse ni hablarse: Adán la oyó reír en la escalera y chacharear después abajo, como si nada hubiese ocurrido; y él se quedó allí saboreando su vergüenza, su remordimiento inútil, su ira contra sí mismo por haberse dejado enredar otra vez en el famoso truco de la Natura (¡salud, viejo Schopenhauer!). ¡Claro! La Natura especulaba con el deshonor del pobre monstruo que, destinado en su origen a la beatitud paradisíaca, se había venido escandalosamente al suelo y se chamuscaba, como los insectos nocturnos, en cualquier vislumbre o simulacro de su felicidad primera. ¡Lo cuerdo habría sido negarse a los llamados exteriores, como Rosa de Lima! Suspenso y aterrado, Adán había leído la historia de su batalla con el mundo y aquel proceso de autodestrucción que la rosa limeña iba imponiendo a su envoltura mortal. Y en una medianoche, cerrando el triste libro y acudiendo a los nunca ociosos telares de su imaginación, Adán había evocado la imagen de Rosa en su cámara de tortura: suspensa del madero que había erigido en su habitación y en el que se crucificaba ella para imitar a su dolorido Amante; sintiendo en sus tendones rotos y en sus huesos desencajados la pesadez de una carne que, con ser tan poca ya, no había logrado vencer aún las leyes de su miseria; rendida la cabeza entre cuyo pelo, ¡tan hermoso antes!, la corona de puntas metálicas hacía correr una sangre nueva sobre los viejos coágulos; puesta su mirada en la yacija de cascotes y vidrios rotos que ya le aguardaba y que había deseado ella para sus juegos nupciales: así velaba Rosa en la profunda noche de América, y hasta su desvelo llegaban quizá las pulsaciones de la casona dormida: el trabajoso aliento de su padre, o el refunfuño de aquella madre que hasta en sueños le reprochaba su locura celeste, o el bullir de sus hermanitas que soñaban acaso en amoríos. Pero ella no los escuchaba, demasiado absorta en el trabajo de su destrucción: se destruía en sí para reconstruirse en el Otro, y tal era su labor de aguja, su bordado de sangre...

El estruendo brutal de algo que se derrumbaba en el escritorio lo arrancó violentamente de sus abstracciones. Adán oyó gritar a Irma la más redonda y enérgica de las obscenidades, cortada en su raíz por cierto alarido humano que se levantó de pronto en la habitación contigua:

—¡Mujer infernaaal!

Reconoció entonces la voz de Samuel Tesler y oyó en seguida los tres puñetazos que el filósofo daba en la pared medianera para exigirle testimonio y solidaridad contra los excesos de Irma. «La bacante ha despertado a Koriskos —observó Adán—; Koriskos tiene razón contra la bacante». Respondió entonces con los tres puñetazos de ordenanza, y al punto la voz del filósofo, que había seguido maldiciendo, se replegó sobre sí misma, decayó como un viento, hasta morir en suaves y adormilados gruñidos. Atento aún al susurro del otro, Adán Buenosayres abandonó heroicamente sus colchones, fue a la ventana y, abriéndola toda, permitió que una luz torrencial invadiera su cuarto. Luego, fiel a una venerable costumbre de los poetas líricos, volvió a la cama y se dio a respirar el aire fuerte del otoño. Desde la calle Monte Egmont no subía ya el aroma de los paraísos, como en la bárbara primavera de Irma (y Adán le había dicho que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas, o quizá la besó), sino el aliento del otoño pesado de semillas y fragante de hojas muertas. Mejor era el olor de las rosas blancas, porque las rosas blancas le hablarían siempre de Solveig Amundsen. Aquella tarde vio cómo se inclinaba ella en la penumbra del invernáculo: había rosas blancas, y estaban como ebrios con el olor de las rosas, y ella también era una rosa blanca, una rosa de terciopelo mojado; y su voz debía de tener algún parentesco íntimo con el agua, pues era húmeda y de clarísimas resonancias, como la del aljibe, allá en Maipú, cuando la piedra caía y levantaba músicas recónditas. Estando solos él y ella en el vivero de las flores, aquel recinto los aproximaba como nunca; y ésa fue su gran oportunidad y su riesgo inevitable, porque Adán, junto a ella, sintió de pronto el nacimiento de una congoja que ya no lo abandonaría, como si en aquel instante de su mayor acercamiento se abriese ya entre ambos una distancia irremediable, a la manera de dos astros que al tocar el grado último de su cercanía tocan ya el primero de su separación. En aquella luz de gruta que, lejos de roerlas, conseguía exaltar las formas hasta el prodigio, la de Solveig Amundsen había cobrado para él un relieve doloroso y una plenitud cuya visión lo hacía temblar de angustia, como si tanta gracia sostenida por tan débil soporte le revelase de pronto el riesgo de su fragilidad. Y otra vez habían empezado a redoblar en su alma los admonitorios tambores de la noche, y ante sus ojos alucinados vio cómo Solveig se marchitaba y caía, entre las rosas blancas, mortales como ella.



en Adán Buenosayres, 1948











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