Esta
historia jamás te la hubiese contado cuando era tu novia. No hacías más que
preguntarme, majaderamente, y tus conjeturas resultaban muy morbosas y
concretas. ¿Era yo una mantenida? ¿Era Belvedere igual que Nevada, donde la
prostitución es legal? ¿Me pasé desnuda todo un año? Daba la impresión de que
la realidad empezaba a ser un territorio estéril. Y me di cuenta a tiempo de
que si la verdad no tenía sentido, con toda probabilidad no sería tu novia
durante mucho más tiempo.
*
Nunca
había tenido intención de vivir en Belvedere, pero no podía soportar la idea de
tener que pedir dinero a mis padres para irme a otro sitio. Todas las mañanas
me asustaba recordar que vivía sola en aquella ciudad que ni siquiera era una ciudad,
de lo pequeña que era. Solo había unas casas en torno a una gasolinera y, a unos
dos kilómetros, carretera abajo, una tienda. Eso era todo. No tenía auto.
Tampoco teléfono. Tenía veintidós años y les escribía a mis padres todas las semanas
para contarles patrañas sobre mi trabajo en un programa llamado LEER, que consistía
en leer cosas a jóvenes problemáticos. Les decía que era un programa piloto
pagado con fondos públicos. Nunca decidí qué había detrás de las siglas LEER,
pero, cada vez que escribía «programa piloto», me asombraba de mi habilidad
para encontrar ese tipo de expresiones. Otra muy buena fue «intervención
primaria».
Esta
historia no será muy larga, ya que lo asombroso de aquel año fue, justamente,
que casi no pasó nada. Los vecinos de Belvedere creían que me llamaba María.
Nunca les dije que María era mi nombre, pero, por alguna razón que desconozco,
empezaron a llamarme así, y la tarea de decirles a los tres únicos vecinos mi
nombre verdadero era algo que me agobiaba. Aquellas tres personas se llamaban
Elizabeth, Kelda y Jack Jack. No sé por qué duplicaban el nombre de Jack, y
tampoco estoy del todo segura con respecto al nombre de Kelda, pero era así
como me sonaba, y ése era el sonido que yo reproducía cuando me dirigía a ella.
Los conocí porque les di clases de natación. Este es el verdadero centro de mi
historia, porque cerca de Belvedere no había ningún sitio donde poder nadar; no
había ni piscina. Un día comentaban ese asunto en la tienda y Jack Jack, que
ahora debe estar muerto porque ya era un hombre viejo en aquel entonces, dijo
que de todas formas aquello no le importaba en absoluto, ya que él y Kelda no
sabían nadar, de modo que lo más probable era que se ahogaran. Elizabeth era
prima de Kelda, me parece. Y Kelda era la mujer de Jack Jack. Los tres tenían
unos ochenta años, por lo menos. Elizabeth dijo que ella había nadado mucho
durante un verano en que fue a visitar a una prima suya (es evidente que no se
trataba de su prima Kelda). La única razón por la que me sumé a la conversación
fue que Elizabeth afirmaba con mucha seriedad que había que respirar debajo del
agua para nadar. Eso no es verdad, grité. Aquéllas fueron las primeras palabras
que pronuncié en voz alta desde hacía varias semanas. El corazón me palpitaba
igual que cuando le pides a alguien que salga contigo. Lo que hay que hacer es
contener la respiración, dije.
Elizabeth
pareció enfadarse, aunque luego me aseguró que solo estaba bromeando. Kelda
dijo que a ella le daría mucho miedo contener la respiración porque tuvo un tío
que murió por contener demasiado la respiración en un concurso que se llamaba
«Aguanta la Respiración». Jack Jack le preguntó si creía de verdad lo que
acababa de decir y Kelda respondió: Sí. Claro que sí. Y Jack Jack le dijo: Tu
tío murió de un derrame cerebral, Kelda, no sé de dónde sacas esas historias.
Después de
aquello, los cuatro nos quedamos callados. En realidad, estaba disfrutando de
aquella compañía y deseé que la conversación continuase. Cosa que ocurrió
porque Jack Jack me dijo: De modo que sabes nadar.
Les conté
que había formado parte de un equipo de natación en el instituto, y que incluso
llegué a competir a nivel estatal, hasta que una escuela católica, la Bishop
O'Dowd, nos derrotó. Parecía que estaban muy pero muy interesados en mi
historia. Yo ni siquiera la había considerado nunca una historia, aunque, en
aquel momento, me di cuenta de que era en realidad una historia muy
apasionante, llena de dramatismo y de cloro, además de otras cosas que Elizabeth,
Kelda y Jack Jack desconocían de primera mano. Fue Kelda la que dijo que le
gustaría que hubiese una piscina en Belvedere, ya que no cabía duda de que eran
muy afortunados al tener una entrenadora de natación viviendo allí. Yo no había
dicho que fuese entrenadora, pero supe a lo que se refería. Era una pena.
Entonces
sucedió algo extraño. Bajé la mirada a mis zapatos y vi el suelo marrón de
linóleo. Mientras pensaba que estaría dispuesta a apostarme lo que fuese a que
aquel suelo no había sido limpiado desde hacía un millón de años, sentí, de
repente, que estaba muriéndome. Pero en vez de morir, dije: Puedo enseñarles a
nadar. Y no necesitamos una piscina.
*
Nos reuníamos
dos veces por semana en mi departamento. Cuando llegaban, yo ya tenía
preparadas tres palanganas de agua caliente alineadas en el suelo, y una cuarta
enfrente, la de la entrenadora. Añadía sal al agua, ya que, según parece, es
saludable inhalar agua caliente con sal, y supuse que de manera accidental algo
inhalarían. Les indiqué cómo tenían que colocar la nariz y la boca en el agua y
cómo respirar de lado. Después les enseñé a mover las piernas y, por último,
los brazos. Reconozco que aquéllas no eran las circunstancias idóneas para
aprender a nadar, pero les expliqué que ése era el método de entrenamiento que
empleaban los nadadores olímpicos cuando no tenían una piscina a mano. Sí, sí,
ya lo sé, era una mentira, pero necesitábamos esa mentira porque éramos cuatro
personas tendidas en el suelo de una cocina, pateando con estrépito como si
estuviésemos enfadados, furiosos, como si estuviésemos decepcionados y
frustrados y no nos diera miedo exteriorizarlo. La disciplina de la natación
había que imponerla con firmeza para crearles la sugestión de que estaban
dentro del agua. A Kelda le llevó varias semanas aprender a colocar la cara. Yo
le decía: ¡Muy bien, muy bien! Contigo vamos a probar con una tabla flotadora.
Y le di un libro. Kelda, es muy normal tenerle respeto a la palangana. Es la
manera que tiene el cuerpo de decirte que no quiere morir. Y ella contestaba: no
me lo dice.
Les enseñé
todos los estilos de natación que sabía. El estilo mariposa era sencillamente
increíble, lo nunca visto. Creí que el suelo de la cocina cedería, que se
convertiría en una superficie líquida y que se llevaría a los tres, con Jack
Jack a la cabeza. Era un alumno precoz, por no decir otra cosa. Cruzaba todo el
suelo con la palangana de agua salada. Después de emprender una carrera hasta
el dormitorio, volvía a la cocina agotado, sudoroso y lleno de polvo. Kelda,
mientras sostenía el libro con ambas manos, levantaba la vista, le miraba y le
sonreía satisfecha. Nada hacia mí, le decía él. Pero ella estaba demasiado
asustada. La verdad es que se requiere de una fuerza extraordinaria para nadar
fuera del agua.
Yo era de
esa clase de entrenadores que, en lugar de sumergirse, permanecen junto a la
piscina, pero estaba ocupada en todo momento. Puedo decirlo sin temor a
resultar presuntuosa: era yo la que estaba allí en vez del agua. Estaba
pendiente de todo. Les hablaba constantemente, igual que un entrenador de
aeróbica, y tocaba el silbato a intervalos exactos para indicarles el límite de
la piscina. Se daban la vuelta al unísono y nadaban en dirección contraria. Una
vez que a Elizabeth se le olvidó usar los brazos, le grité: ¡Elizabeth! ¡Tienes
los pies levantados, pero se te está hundiendo la cabeza! Y, como loca, empezó
a dar brazadas, nivelándose enseguida. Con mi meticuloso y comunicativo método
de entrenamiento, todas las zambullidas empezaban de manera perfecta, manteniendo
el equilibrio sobre mi escritorio, y terminaban con un barrigazo sobre la cama.
Pero eso solo lo hacíamos por seguridad. Aun así, se trataba de una inmersión,
de despojarse del orgullo mamífero y aprovechar la gravedad. Elizabeth agregó
una regla que consistía en que todos teníamos que emitir un ruido cuando nos
tirábamos. Era una regla demasiado creativa para mi gusto, pero yo estaba
abierta a las innovaciones. Quería ser ese tipo de monitor que aprende de sus
alumnos. Kelda hacía el ruido de un árbol al caer, en el caso de que aquel
árbol perteneciese al género femenino. Elizabeth hacía «ruidos espontáneos» que
siempre sonaban idénticos, y Jack Jack decía: ¡Soltad las bombas! Al final de
la clase, nos secábamos. Jack Jack me estrechaba la mano y Kelda o Elizabeth me
dejaban algo de comida casera: un guiso o unos espaguetis. Ese era el trueque y
resultaba tan ventajoso que no tuve necesidad de buscarme otro trabajo.
Eran dos
horas a la semana, pero el resto de mi tiempo estaba supeditado a esas dos
horas. La mañana de los martes y de los jueves me levantaba y pensaba: Práctica
de natación. Las otras mañanas me levantaba y pensaba: Hoy no hay práctica de
natación. Cuando me encontraba a alguno de mis alumnos por el pueblo —es decir,
en la gasolinera o en la tienda— les preguntaba algo así como: ¿Has practicado
para tirarte un piquero? Y me contestaba: ¡Estoy en eso, entrenadora!
Sé que te
resultará difícil imaginarme como alguien a quien llaman «entrenadora». En
Belvedere tenía una identidad muy diferente, por eso me resultaba tan difícil
hablarte de aquello. Allí nunca tuve novio. No me dediqué al arte, no me sentía
en absoluto artística. Era una especie de deportista. Era toda una deportista:
era la entrenadora de un equipo de natación. De haber creído que eso te hubiese
interesado de verdad, te lo habría contado mucho antes, y quizás aún estaríamos
saliendo juntos. Han pasado tres horas desde que me tropecé contigo en la
librería en la que estabas con la mujer del abrigo blanco. ¡Qué abrigo tan
fabuloso! Se ve a las claras que eres muy feliz y que por fin te sientes del
todo realizado, aunque hayan pasado tan solo dos semanas desde que terminamos.
No estaba del todo segura de que hubiésemos terminado nuestra relación hasta
que te vi con ella. Me pareciste increíblemente lejano, como alguien que se
halla al otro lado de un lago. Un punto tan pequeño que no podría acertar a
decir si era femenino o masculino, joven o viejo. Tiene gracia. Esta noche, a
quien echo de menos es a Elizabeth, a Kelda y a Jack Jack. De una cosa estoy
segura: están muertos. Qué sentimiento tan triste. Debo de ser la entrenadora
de natación más triste de toda la historia.
en Nadie es más de aquí que tú, 2009
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