martes, junio 25, 2019

“El campo”, de Lord Dunsany





Cuando se han visto caer ya en Londres las flores de la primavera y cómo ha aparecido, madurado y decaído el verano, con esa rapidez con la que transcurre en las ciudades, y, sin embargo, se está en Londres todavía, entonces, en un momento imprevisto, el campo alza su cabeza florida y nos llama con su voz clara, urgente e imperiosa. Cerros y colinas parecen surgir como surgirían en el horizonte celestial las filas angélicas de un coro dedicado a rescatar a las almas sumidas en el vicio, arrancándolas de sus tugurios.

El trajín callejero no hace suficiente ruido para ahogar su voz, y las mil asechanzas londinenses no podrían distraernos de su llamada. Una vez que se le ha oído, nos es imposible sujetar la fantasía, que se siente fascinada por el recuerdo de cualquier arroyuelo rural, con sus guijarros de colores… Londres entero cae vencido por aquél, como un goliat metropolitano atacado de improviso.

De muy lejos vienen esas voces, tanto en leguas como en años, porque esos montes y colinas que nos solicitan son los montes que «fueron»; esa voz es la voz de antaño, del tiempo en que el rey de los duendecillos soplaba aún su cuerno.

Yo veo ahora aquellas colinas de mi infancia —porque ellas son las que me llaman—, las veo con sus rostros vueltos hacia un atardecer de púrpura, cuando las frágiles figurillas de las hadas, asomándose entre los helechos, espían el caer de la tarde. Sobre las cumbres pacíficas no existen aún ni apetecibles mansiones ni regaladas residencias, que han echado hoy a las gentes del lugar y las han sustituido por efímeros inquilinos.

Cuando las colinas me llamaban iba a buscarlas pedaleando en una bicicleta, carretera adelante, porque en el tren perdemos el efecto de verlas acercarse poco a poco y no nos da tiempo para sentir que vamos despojándonos de Londres como de un viejo y pertinaz pecado. Ni se pasa tampoco por las aldehuelas del camino, que guardan alguno de los últimos rumores de la montaña; ni nos queda esa sensación de maravilla de verlas siempre allí, siempre las mismas, conforme nos acercamos a sus faldas, mientras a lo lejos, distantes, sus santos rostros nos miran, acogedores. En el tren nos las encontramos de improviso, al doblar una curva; de repente, allá se presentan todas, todas sentadas bajo el sol.

Creo yo que si uno escapase al peligro de algún enorme bosque tropical, las bestias salvajes decrecerían en número y en crueldad conforme nos alejásemos, las tinieblas se irían disipando poco a poco y el horror del lugar terminaría por desaparecer. Pues bien, conforme uno se aproxima a los límites de Londres y las crestas de las montañas comienzan a dejar sentir su influencia sobre nosotros, nos parece que las casas urbanas aumentan en fealdad y las calles en abyección, que la oscuridad es mayor y que los errores de la civilización resultan más claramente expuestos al desprecio de los campos.

Donde la fealdad alcanza su apogeo, en el sitio más hórrido y miserable, nos parece oír gritar al arquitecto: «¡Ya he alcanzado la cumbre de lo horrible! ¡Bendito sea Satanás!». En aquel instante, un puentecillo de ladrillos amarillentos se nos presenta como puerta de afiligranada plata, abierta sobre el país de la maravilla.

Entramos en el campo.

A derecha e izquierda, todo lo lejos que la vista alcanza, se extiende la ciudad monstruosa. Pero ante nosotros, los campos cantan su vieja y eterna canción.

Una pradera hay allá, llena de margaritas. La atraviesa un arroyuelo que corre bajo un bosquecillo de juncos. Tenía la costumbre de descansar junto a aquel arroyuelo antes de continuar mi larga jornada por los campos, hasta acercarme a las laderas de las montañas.
Allí acostumbraba yo a olvidarme de Londres, calle tras calle. Algunas veces cogía un ramo de margaritas y se lo mostraba a las montañas.

Frecuentemente iba allí. En un principio no noté nada en aquel campo, sino su belleza y la sensación de paz que producía.

Pero la segunda vez que fui pensé que algo ominoso se ocultaba en aquellas praderas.

Allá abajo, entre las margaritas, junto al somero arroyuelo, sentí que algo terrible podía acontecer. Allí precisamente, en aquel mismo sitio.

No me detuve mucho en ese lugar. Quizás, pensé, tanto tiempo sin salir de Londres me habrá despertado estas mórbidas fantasías. Y me fui a las colinas tan deprisa como pude.

Estuve varios días respirando aquel aire campesino, y al volver, fui de nuevo a aquel campo a gozar del pacífico lugar antes de entrar en Londres. Pero algo siniestro se ocultaba todavía entre los juncos.

Un año entero pasó antes de que yo volviera por allí. Salía de la sombra de Londres al claro sol, la verde hierba relucía y las margaritas resplandecían en la claridad; el arroyuelo cantaba una cancioncilla alegre. Mas en el momento en que avancé en el campo, mi antigua inquietud renació, y esta vez peor que en las anteriores. Me parecía notar como si entre la sombra se cobijase algo terrible, algún espantoso acontecimiento futuro, que el transcurso de un año habría acercado.

Quise tranquilizarme haciéndome el razonamiento de que tal vez el ejercicio de la bicicleta era malo y que en el momento en que se toma un descanso se despierta ese sentimiento de inquietud.

Poco después volví a pasar ya de noche por aquella pradera. La canción del arroyo en medio del silencio me atrajo hacia él. Y entonces me vino a la fantasía el pensar en lo terriblemente frío que sería aquel lugar para quedarse allí, bajo la luz de las estrellas, si por cualquier razón uno se viese herido, sin posibilidad de escapar.

Conocía a un hombre que estaba informado al detalle de la historia de la localidad. Fui a preguntarle si había ocurrido algo histórico alguna vez en aquel lugar. Cuando me acosaba a preguntas para que le explicase la razón de las mías, le contesté que aquella pradera me había parecido un buen sitio para celebrar una fiesta. Pero me dijo que nada de interés había ocurrido allí, nada absolutamente.

Así, pues, era del futuro de donde procedía la inquietud.

Durante tres años hice visitas más o menos frecuentes a esa campiña, que cada vez con más claridad presagiaba cosas nefastas, y mi desasosiego se agudizaba cada vez que me entraba el deseo de descansar entre su fresca hierba, junto a los hermosos juncos.

Una vez, para distraer mis pensamientos, intenté calcular la rapidez con que corría el arroyuelo, pero me asaltó, la conjetura de si correría tan deprisa como la sangre. Y comprendí que sería un lugar terrible, algo como para volverse loco, si de improviso se empezasen a oír voces.

Por fin fui allá con un poeta a quien yo conocía. Le desperté de sus quimeras y le expuse el caso concreto. El poeta no había salido de Londres durante todo aquel año. Era necesario que fuese conmigo a ver aquella pradera y que me dijera qué era lo que estaba próximo a acontecer en ella. Era a fines de julio. El pavimento, el aire, las casas y el polvo estaban tostados por el verano; se oía a lo lejos, monótonamente, el trajín londinense, arrastrándose siempre, siempre, siempre. El sueño, abriendo sus alas, se remontaba en el aire y, huyendo de Londres, se iba a pasear tranquilamente por los lugares campestres.

Cuando el poeta vio aquel prado se quedó como en éxtasis: las flores brotaban en abundancia a lo largo del arroyo; después se acercó al bosquecillo cercano. A la orilla del arroyo se detuvo y pareció entristecerse mucho. Una o dos veces miró arriba y abajo con melancolía; se inclinó y miró las margaritas, una primero, luego otra, muy detenidamente, negando con la cabeza.

Durante un largo rato estuvo silencioso, y, entre tanto, todas mis antiguas inquietudes volvieron con mis presagios para lo futuro.

Entonces le dije: «¿Qué clase de campo es éste?». 

Y él movió la cabeza con pesadumbre. «Es un campo de batalla», dijo.



en Carcasona y otros cuentos, 2003











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