viernes, noviembre 09, 2018

“Un voto de silencio... sobre Siberia de Roberto Contreras”, de Carlos Almonte





En aquel entonces éramos jóvenes. Siberia podía ser la estepa señorial de Arte, como también los pastos frente a lo residuales estudios de Antropología, sitio extinto casi por completo en la actualidad. Éramos muchos, los hijos del Jeti, digo… o quizás no tantos. Nos conocíamos, nos ubicábamos, no siempre compartíamos la misma ronda. Sin embargo, el respeto en esta cofradía de facto era el mismo cada vez.

Los lugares se repiten. La nostalgia se instala en la lectura. Somos de aquel lugar, y no digo cuál, aunque la referencia es evidente. Es conocimiento limitado, aquella poesía hecha mapa, en la esquina el tiempo en la botella, hacia el otro lado la Rosita, y más allá la Chaca. Visitamos esos campos de batalla, los mismos que Siberia en su trayecto. Y no solo espacios físicos de discusión, fragor e incluso de lucha cuerpo a cuerpo (en formatos que callo acá, por pudor); también el espacio ideológico, contextual político, histórico-literario. Recuerdo la visita de Teillier a la “Universidad Encapsulada” como si fuera hoy, y ya ha pasado más de una década. Recuerdo al desconocido compañero (que no era tan desconocido); lo veo aún encima de la moto por las cercanías de Tarapacá con Bulnes. Acaso tarareando melodías de los Misfits, recordando algún párrafo de Onetti. Conversamos esa noche, sobre otros desconocidos compañeros. Pero, claro, eso quedó ahí. Como las antiguas, y sin embargo casi nuevas, armas del guerrero colombiano que impactó de frente con su verso, esa noche en el cemento, bajo el puente Pío Nono. Aquella fue una batalla ganada, una de las pocas, aunque pueda –fácilmente- interpretarse como la peor de todas las derrotas que sufrimos, que no fueron pocas. Esa noche casi madrugada, comenzó nuestro repliegue… Algunos de nuestra generación desaparecieron, otros no. La mayoría permanece oculta, cansada, vieja antes de tiempo. Somos de otra época: la del silencio, del pudor, del escondite.

Todos somos hijos del Jeti. Todos somos parte… nos sentimos parte de Siberia, de Siberia. Presenciamos la onerosa muerte del guerrero. También infinidad de mínimas batallas, libradas a campo traviesa, libradas en la soledad de aquellas noches, cuando el enemigo se ocultaba inmerso en camuflajes demenciales, imposibles de rastrear. La pesquisa sigue en pie. O quizás ya no. Prefiero pensar que sí, que aún somos parte de aquel enjambre citadino que advirtió la peor de todas las amenazas. Vimos cuerpos caídos. Vimos ríos de poesía tomándose las calles, flujo hirviente, alimento propio de bastardos marginales. Vimos la nave de los locos navegando Grecia abajo. Vimos la perversa risa de un demonio encerrado en la redoma. Recobramos pases, libros, barricadas…

Y así fueron pasando, Juan Luis Martínez, Kurt Cobain, las decenas de intentos de revistas (Calabaza del Diablo, Descontexto, Contrafuerte), la cátedra de Morales, la de Fuentes, la de Federico, la de David W., la de Sergio… En las mismísimas fronteras de Siberia, que son, exactamente, dos: Revolución o Perdición. Se juntan monedas en la esquina. Se dejan empeñados pases escolares, carnés de identidad, relojes, libros... “Esta facultad está en un hoyo”, se repetía con insistencia en esos días; y era verdad. Botellas, canchas, arcos, pastizales, fuego. Suicidios ejemplares que no dejan de ocurrir. “Todos los hombres lloran mirando un río”. La matanza de los perros. Letras pendulares. Poesía cayendo en picada, en la mañana, al mediodía, por la tarde; pero sobre todo en la noche, en las noches, en las eternas y asoladas noches de Siberia.

Es como estar ahí; es como volver a estar ahí, ¿o acaso no logramos salir, cumpliendo la promesa-maldición tantas veces repetida?: “Nunca más saldríamos del pozo”. “Propensos al fracaso, a la caída, a repetir en espiral la misma historia”. A Gramsci, Turgueniev, Tu Fu y Bakunin, sumamos a Cinzano, Contreras, Zambra. Mientras deambulan Droguett, Onetti y el Poeta a prueba de balas.

Compartimos el espacio, nosotros, jóvenes envejecidos, viejos sin ley y sin edad; los embustes, la asolada distracción, la cátedra, las salidas, la pequeña gran revolución que anhelamos protagonizar, la derrota, la noche lluviosa, el escape. La memoria, en definitiva; la definitiva memoria, acaso lo único certero que nos legó aquel combate que aún, de alguna forma, nos reúne en el otoño de este Occidente.


Santiago de Chile, marzo de 2012











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