A propósito de su libro Cien,
una compilación subjetiva de la historia de la literatura chilena, esta
conversación con Álvaro Bisama deriva en disquisiciones sobre los poetas
chilenos de los años 90 y la Novísima poesía chilena, además de afirmar los
posibles nuevos bríos que Zambra, Patricio Jara, Jorge Baradit y el mismo
Bisama representan en la narrativa chilena actual. Dicen que Paul Thomas
Anderson, el director de Magnolia,
confesaba que sus películas nacían a partir de listas que realizaba. Eso dicen.
O mejor dicho, eso leí en un artículo que Alvaro Bisama (Valparaíso, 1975)
escribió sobre George Perec, otro tipo al que le fascinaban las listas.
¿Cuáles son las ideas que
te quedaron rondando después de escribir Cien
con respecto a nuestra literatura?
Lo primero, es que rayé con todo lo escrito entre 1910 y
1930: Pedro Prado, González Vera, Federico Gana, Orrego Luco. Volver sobre
ellos sin el karma de la crítica académica, tipo Eduardo Godoy o José Promis,
resultó ser un verdadero agrado. Redescubrir que Pedro Prado era un tipo que
escribía en la melancolía absoluta mientras contemplaba el paisaje, o que Alhué es un libro de casas vacías en un
pueblo fantasma fueron cosas interesantes. En el fondo ese fue un
descubrimiento positivo.
¿Y algún descubrimiento
negativo?
En la escuela de literatura donde yo estudié (UPLA), me
enseñaron que la generación del 50 (Claudio Giaconi, Jorge Edwards, José
Donoso) era relevante, y luego de volver a leer a esos autores te das cuenta de
que no eran centrales, sino que los que estaban antes o después eran más importantes,
como Gómez Morel, Skármeta o Wacquez. En el fondo, los de la generación del 60
eran más importantes que los del 50. Y ahí también hay una lectura política,
porque me parecen mucho más los gestos de civilidad en Skármeta o de la crisis
de la fractura de la identidad que aparece en Gómez Morel, que todo el rollo de
la clásica novela burguesa chilena que está presente en los del 50.
En una de tus columnas de El
Comelibros decías que después de escribir Cien,
sentías que La difícil juventud se
caía frente a una novela como El río.
O sea, claro, porque Goméz Morel, como Droguett y Rojas, son tres
novelistas que están fuera de la experiencia de lo burgués. Y están metidos en
una clase de redes sociales mucho más complejas, contradictorias y
heterogéneas. Hay un sujeto nacional mucho más complejo ahí que en los autores
del 50.
Es como esa cita de
Droguett que aparece en Cien: “Todos
han visto al patrón enamorando a la chinita, aun le han ayudado a enamorarla,
pero no han mirado la sangre del aborto”.
Claro. Y eso está en Synco,
por ejemplo. Ahí es Droguett aplicado. Todo lo que dice Droguett en los 40,
Baradit lo aplica en su novela, sin que esté pensando en eso, a pesar de que
Baradit es un lector oblicuo de ese Droguett..
Ahora, cambiando de vereda,
¿cuál es tu impresión de la poesía chilena después de Cien?
En realidad yo soy fan de la poesía chilena. Pero claro, me di
cuenta de otras cosas. Por ejemplo, que la escritura de Maquieira es una poesía
muy sola, muy de espalda al mundo, una especie de brazo muerto, parecido al
Couve final. Son brazos muertos que alcanzan obras mayores, pero justamente en
esas obras mayores, entre comillas, se quedan atrapados y solos. Perdidos. No
sé, estoy pensando en Venus en el
pudridero, que es la misma sensación. Es un lugar que solo Anguita puede
habitar.
Anguita es como alguien
aislado…
Claro, porque en el fondo no sé si Anguita deje discípulos. En
cambio Parra creó un método que se ve hasta hoy. Anguita no creó un método en
un sentido de generar herramientas de trabajo. Por eso es brillante... pavoroso
y brillante.
Hablando de poetas mayores
en edad… ¿Por qué no pusiste algún libro de Gonzalo Rojas?
Porque Rojas me parece aborrecible, es uno de los autores más
aborrecibles en Chile. O sea no sé si aborrecible, pero Rojas es muy
predecible. En el fondo es una derivación del proyecto de las vanguardias leído
desde un Rimbaud de provincias. Sin fuerza. Rojas no hace libros de poesía,
escribe bonitos poemitas sueltos. Hay que juzgarlo desde ahí, desde su deseo de
ser un poeta de estadio, de grandes masas. En el fondo qué sentido tiene leer a
Rojas si tenemos a Nicanor Parra.
Aunque en la Academia no
piensan eso…
Al lado de Parra, da como penita. Lo que pasa es que en el
fondo Parra pone al poema en una tesis de vanguardia tan radical que ya ni
siquiera escribe poemas, sino que traduce. Parra hace avanzar el texto en su
propia desilusión y Rojas sólo quiere homenajes, lo mismo que Jorge Edwards en
la narrativa. Lo único que quieren es el autobombo.
Una de las sorpresas fue
ver a Rolando Cárdenas, quien siempre ha estado relegado a un segundo plano por
la figura de Teillier.
Sí, tenía que estar. Porque en el fondo es muy distinto a
Teillier en 2 o 3 aspectos. Porque Cárdenas trabaja hacia adentro, hacia su
propia opacidad. En sus textos Cárdenas nunca dejó el sur, Teillier sí. Y eso
es súper chocante, porque en Cárdenas está el verdadero proyecto lárico. En
cambio, Teillier se muda literariamente a Santiago y se transforma en un cliché
de sí mismo. Y eso está bien igual, pero Cárdenas además tuvo el gesto de
agregar esa clase de poesía tan íntima, tan opaca, tan profundamente
conmovedora que había que colocarlo, había que volver sobre él.
Otra de las sorpresas, fue
ver La ciudad anterior, sabiendo que
nunca te ha gustado lo que hace Contreras. ¿Por qué él y no otro representante
de “La nueva narrativa”?
Era Contreras o Collyer. Pero en el fondo creo que todavía no
aparece el gran libro de Collyer, y lo estoy esperando como fan de él que soy.
Además que tenía ganas de releer La
ciudad anterior, sin ánimo de nada. De hecho, la otra vez Pancho Ortega me
dijo que la reseña sobre Contreras era muy triste, no tenía odio, sino que
tenía tristeza. Y claro, porque hablaba más de la pena de encontrarme con una
obra que no estaba a la altura de lo que muchos dicen. Como que me quedó la
sensación de que había una tristeza de algo no logrado, a pesar de que
pareciera que estaba logrado. Cosa que es distinto con Fuguet.
¿Por qué?
Porque Por favor,
rebobinar es un libro que me parece cada vez más jugado, sobre todo en la
edición sin cortes que apareció después. En el fondo hartas cosas que nos
gustan están en esa novela de Fuguet. La disolución de las voces, el uso de
formatos narrativos distintos. La primera versión la criticaron todos, pero en la
versión con bonus tracks, que sacó
Alfaguara 4 o 5 años después, está todo eso. Ahí te das cuenta de que Fuguet
tenía un rollo bastante más complejo, que tenía algo que decir.
Cuando cierras Cien, sobre todo en la década de los
noventa, aparecen más textos de narrativa que de poesía, sobre todo de “No
ficción”. ¿Sientes que estos libros se toman el panorama en esos años de la
literatura chilena?
Sí, porque ninguna novela de los noventa es tan poderosa como Chile actual: anatomía de un mito, de
Tomás Moulian, que es una novela en el fondo. Ninguna novela escrita en ese
tiempo es tan poderosa como El empampado
Riquelme, de Pancho Mouat. Como tampoco ninguna novela de los ochenta
es tan o más poderosa que Chao no más,
de Hervi. Ahí están los mismos procedimientos y las mismas reflexiones que
hacía Diamela Eltit. De hecho Chao no más
y Lumpérica son casi el mismo libro:
ahí la ciudad que se va deteriorando, los cuerpos y las voces son acosados por
la violencia y el miedo, todos quedan desnudos en la plaza pública.
¿Y cómo ves el panorama en
la actualidad?
En realidad no sé si esto ha cambiado. De todas formas a partir
de Ygdrasil, Bonsái, los libros del Pato Jara y Caja negra, siento que algo pasó. O sea, apareció en los últimos
cuatro años una escena que nadie predijo y eso es muy raro. Yo aún no lo
entiendo. Porque en el fondo ¿quiénes eran las estrellas de la narrativa
chilena joven? La Nona Fernandez, Leonart, que es casi la misma generación de
los noventa. Además estaba todo lo de los talleres literarios, y eso
desapareció hace un par de años. Se borró de un día para otro y me parece
maravilloso. Se abrió la cancha y aparecieron jugadores que nadie esperaba.
¿Y qué pasa con la poesía
de los noventa? ¿O con los más jóvenes?
La verdad es que no lo tengo claro.
Sergio Parra una vez me
dijo que faltaban obras importantes. Que en los noventa sí había un par de
libros, como La insidia del sol sobre las
cosas, de Germán Carrasco, y Metales
pesados, de Yanko González, pero que en los más jóvenes aún no encontraba
ese libro.
Claro, o Calas de
Carrasco, o Especies intencionales de
Anwandter. El problema que pasa con la poesía más joven chilena es que heredó
el mecanismo de los 80 que venía con la avanzada, que tenía que ver con esa
instalación de la lectura de la obra en la medida de la crítica. En los ochenta
tenía sentido porque adquiría un tono político y de uso súper práctico, porque
civilizaba obras que no hubieran sido posibles si es que no hubiera aparecido
esa pareja de crítico-autor, como la Diamela Eltit y la Nelly Richard.
¿Y ahora?
Veo esa misma idea, pero ya no existe el sustrato de una
dictadura que da eso. Igual yo no creo que Héctor Hernández sea malo, me parece
interesante en muchas cosas, pero sí me parece, por ejemplo, que Felipe
Ruiz es un pésimo crítico, un pésimo lector que no dice nada que uno no sepa.
Ahora sí está bien que toda esta generación maneje las redes, se gane
concursos, pero claro, como decía Parra sobre las obras importantes… los libros
van a decantar. Todo lo que nos parecía brillante de la Novísima hace 4
años, ya no nos parece nada. Y está bien que sea así, porque eso le hace bien a
los textos.
¿Tan duro ha sido el paso
del tiempo?
Lo que pasa es que en el fondo muchos pensamientos que ellos
mencionaban yo los había visto en las canciones de Dorso. El uso del
bilingüismo y el uso de la cultura popular y la parodia y el tema de lo urbano.
En el fondo también Lemebel agotó ese tema. A mí nunca me sorprendieron mucho.
en
RevistaContrafuerte.wordpress.com, 24
de mayo de 2009
(Recuperado
el 21.06.2018)
Fotografía:
Carla Mc-Kay
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