En tiempos recientes se ha
proclamado con frecuencia el final del amor. Se piensa que hoy el amor perece
por la ilimitada libertad de elección, por las numerosas opciones y la coacción
de lo óptimo y que, en un mundo de posibilidades ilimitadas, no es posible el
amor. También se denuncia el enfriamiento de la pasión. Eva Illouz, en su obra ¿Por qué duele el amor?, atribuye este
enfriamiento a la racionalización del amor y a la ampliación de la tecnología
de la elección. Pero estas teorías sociológicas desconocen que hoy está en
marcha algo que ataca al amor más que la libertad sin fin o las posibilidades
ilimitadas. No solo el exceso de oferta de otros
otros conduce a la crisis del amor, sino también la erosión del otro, que tiene lugar en todos los
ámbitos de la vida y va unida a un excesivo narcisismo de la propia mismidad.
En realidad, el hecho de que el otro
desaparezca es un proceso dramático, pero se trata de un proceso que
progresa sin que, por desgracia, muchos lo adviertan.
El Eros se dirige al otro en sentido enfático, que no puede
alcanzarse bajo el régimen del yo. Por eso, en el infierno de lo igual, al que
la sociedad actual se asemeja cada vez más, no hay ninguna experiencia erótica.
Esta presupone la asimetría y exterioridad del otro. No es casual que Sócrates,
como amado, se llame atopos. El otro,
que yo deseo y que me fascina, carece de
lugar. Se sustrae al lenguaje de lo igual: «Atópico, el otro hace temblar
el lenguaje: no se puede hablar de
él, sobre él; todo atributo es falso,
doloroso, torpe, mortificante».[1] La cultura actual del constante igualar no
permite ninguna negatividad del atopos.
Comparamos de manera continua todo con todo, y así lo nivelamos para hacerlo igual, puesto que hemos perdido
precisamente la atopía del otro. La negatividad del otro atópico se sustrae al consumo. Así, la sociedad del consumo aspira
a eliminar la alteridad atópica a favor de diferencias consumibles, heterotópicas. La diferencia es una
positividad, en contraposición a la alteridad. Hoy la negatividad desaparece
por todas partes. Todo es aplanado para convertirse en objeto de consumo.
Vivimos en una sociedad que se
hace cada vez más narcisista. La libido se invierte sobre todo en la propia
subjetividad. El narcisismo no es ningún amor propio. El sujeto del amor propio
emprende una delimitación negativa frente al otro, a favor de sí mismo. En
cambio, el sujeto narcisista no puede fijar claramente sus límites. De esta
forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta solo
como proyecciones de sí mismo. No es capaz de conocer al otro en su alteridad y
de reconocerlo en esta alteridad. Solo hay significaciones allí donde él se
reconoce a sí mismo de algún modo. Deambula por todas partes como una sombra de
sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo.
La depresión es una enfermedad
narcisista. Conduce a ella una relación consigo mismo exagerada y
patológicamente recargada. El sujeto narcisista-depresivo está agotado y
fatigado de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro. Eros y depresión son opuestos
entre sí. El Eros arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera, hacia el
otro. En cambio, la depresión hace que se derrumbe en sí mismo. El actual
sujeto narcisista del rendimiento está abocado, sobre todo, al éxito. Los
éxitos llevan consigo una confirmación del uno por el otro. Ahora bien, el
otro, despojado de su alteridad, queda degradado a la condición de espejo del
uno, al que confirma en su ego. Esta lógica del reconocimiento atrapa en su
ego, aún más profundamente, al sujeto narcisista del rendimiento. Con ello se
desarrolla una depresión del éxito.
El sujeto depresivo del rendimiento se hunde y ahoga en sí mismo. En cambio, el
Eros hace posible una experiencia del otro en su alteridad, que saca al uno de su infierno narcisista. El Eros pone
en marcha un voluntario desreconocimiento
de sí mismo, un voluntario vaciamiento de
sí mismo. Una especial debilidad se apodera del sujeto del amor,
acompañada, a la vez, por un sentimiento de fortaleza que de todos modos no es
la realización propia del uno, sino
el don del otro. En el infierno de lo
igual, la llegada del otro atópico puede asumir una forma apocalíptica.
Formulado de otro modo: hoy solo un apocalipsis puede liberarnos, es más,
redimirnos, del infierno de lo igual hacia el otro. Del mismo modo, la película
Melancholia, de Lars von Trier,
comienza con el anuncio de un suceso apocalíptico, desastroso. Desastre
significa, literalmente, no astro
(lat. des-astrum). En el cielo
nocturno, Justine descubre, en presencia de su hermana, una estrella
resplandeciente de color rojo que más tarde se revela como un no astro.
Melancholia es un desastrum[2] con el que inicia su curso todo el infortunio. Pero allí hay algo negativo de lo que parte un efecto
salvador, purificador. En este sentido, «Melancholia» es un nombre paradójico,
en la medida en que produce una cura para la depresión como una forma especial
de la melancolía. Se manifiesta como el otro atópico que saca a Justine del
pozo narcisista. Así, florece realmente ante el planeta que trae la muerte.
El Eros vence la depresión. La relación tensa entre amor y depresión
domina desde el principio el discurso de la película Melancholia. El preludio de Tristán
e Isolda, que flanquea musicalmente la cinta, conjura la fuerza del amor.
La depresión se presenta como la imposibilidad del amor. O bien el amor
imposible conduce a la depresión. Por primera vez, el planeta Melancholia, como
un otro atópico, que irrumpe en el infierno de lo igual, concita en Justine la
aspiración erótica. En la escena junto a la roca del río se ve el cuerpo
desnudo de una amante envuelto en voluptuosidad. Llena de esperanza, Justine se
tumba bajo la luz azul del planeta portador de muerte. En esta escena parece
como si Justine anhelara el choque mortal con el atópico cuerpo celeste. Ella
espera la catástrofe que se aproxima como una unión dichosa con el amado. Nos
vemos forzados a pensar en la muerte de amor de Isolda. Ante la muerte que se
acerca, también Isolda se entrega con sumo placer al «todo que sopla en la
respiración del mundo». No es ninguna casualidad que justo en esa única escena
erótica de la película resuene de nuevo el preludio de Tristán e Isolda. Este conjura mágicamente la cercanía entre Eros y
muerte, apocalipsis y redención. De manera paradójica, la muerte que se
aproxima da vida a Justine. La abre para el otro. Justine, liberada de su
prisión narcisista, se aboca al cuidado de Claire y su hijo. La magia real de
la película es la prodigiosa transformación mediante la cual Justine deja de
ser una depresiva y se convierte en una amante. La atopía del otro se muestra
como la utopía del Eros. Lars von Trier intercala con clara intención conocidos
cuadros clásicos para dirigir discursivamente la película y dotarla de una
semántica especial. Así aparece, en la intro
surrealista, el cuadro de Pieter Brueghel Los
cazadores en la nieve, que sume al espectador en una profunda melancolía
invernal. En el fondo del cuadro el paisaje linda con el agua, lo mismo que la
finca de Claire, insertada delante del cuadro de Brueghel. Ambas escenas
muestran una topología semejante, de modo que la melancolía invernal de Los cazadores en la nieve se extiende a
la propiedad de Claire. Los cazadores, con un vestido oscuro, vuelven a casa
profundamente encorvados. Los pájaros negros en los árboles hacen que el
paisaje invernal parezca todavía más sombrío. El letrero de la posada «Zum
Hirschen», con la imagen de un santo, está torcido y casi se cae. Este mundo
lleno de melancolía invernal produce un efecto de abandono de Dios. Lars von
Trier hace que del cielo caigan lentamente fragmentos negros, que devoran el
cuadro como una fogata. A este melancólico paisaje invernal le sigue una escena
que produce un efecto similar al de una pintura, en la cual Justine imita a la Ofelia de John Everett Millais. Con una
corona de flores en la mano, flota en el agua como la bella Ofelia.
Justine, después de una disputa
con Claire, cae de nuevo en la desesperación, y su mirada se desplaza con
desamparo a través de los cuadros abstractos de Malevic. Luego, en un ataque,
arranca del estante los libros abiertos y los reemplaza ostensiblemente por
cuadros que refieren, todos ellos, a pasiones abismales del hombre. En este
momento preciso suena de nuevo el preludio de Tristán e Isolda. Por tanto, de
nuevo se trata de amor, deseo y muerte. Justine primero centra su mirada en
Los cazadores en la nieve de
Brueghel. Luego se dirige presurosa a Millais con su Ofelia y enseguida a David
con la cabeza de Goliat, de Caravaggio, a El país de Jauja de Brueghel y, finalmente, a un dibujo de Cad
Fredrick Hill en el que se representa a un ciervo que ronca en soledad.
La bella Ofelia, flotando en el
agua, con su boca medio abierta y la mirada perdida en el espacio, semejante a
la de un santo o un amante, sugiere de nuevo la cercanía entre Eros y muerte.
Cantando igual a las sirenas, leemos en Shakespeare, muere Ofelia, la amada de
Hamlet, rodeada de flores caídas. Ella tiene una bella muerte, una muerte de
amor. En la Ofelia de Millais puede reconocerse una flor que no se menciona en
Shakespeare, una amapola, que alude a Eros, al sueño y la embriaguez. También David con la cabeza de Goliat, de
Caravaggio, es un cuadro de deseo y de muerte. En cambio, El país de Jauja, de Brueghel, muestra una sobresaturada sociedad
de la positividad, un infierno de lo igual. Los hombres yacen con apatía aquí y
allá con sus cuerpos repletos, agotados por la saciedad. Incluso el cactus no
tiene ninguna espina. Es de pan. Aquí todo es positivo siempre que pueda
comerse y disfrutarse. Esta sociedad sobresaturada se parece a la mórbida
sociedad de la boda de Melancholía.
Es interesante que Justine coloque El
país de Jauja inmediatamente junto a una ilustración de William Blake que
representa a un esclavo colgado vivo por una costilla. El poder invisible de la
positividad contrasta aquí con la violencia brutal de la negatividad, que
explota y expolia. Justine abandona la biblioteca justo después de haber
extendido en el estante el dibujo de Un
ciervo que ronca, de Cad Friedrick Hill. El dibujo expresa de nuevo el
deseo erótico o la añoranza de un amor, que Justine nota en su interior.
También aquí se representa su depresión como la imposibilidad del amor. Sin
duda, Lars von Trier sabía que Cad Frederik Hill padeció toda su vida psicosis
y depresión severa. Esta sucesión de cuadros presenta de manera intuitiva todo
el discurso de la película. El Eros, el deseo erótico, vence la depresión.
Conduce del infierno de lo igual a la atopía; es más, a la utopía de lo completamente
otro.
El cielo apocalíptico de Melancholia se parece a aquel cielo
vacío que para Blanchot representa la escena originaria de su niñez. Ese cielo
le revela la atopía de lo completamente otro, cuando de pronto interrumpe lo
igual:
«Yo era un niño de siete u ocho
años de edad, me encontraba en una casa aislada, cerca de la ventana cerrada,
miraba hacia fuera, y de pronto, ¡nada podía ser más súbito!, fue como si el
cielo se abriera, como si se abriera infinitamente a lo infinito, para
invitarme a través de este arrollador momento de apertura a reconocer lo
infinito, pero lo infinito infinitamente vacío. El resultado era extraño. El
súbito y absoluto vacío del cielo, no visible, no oscuro –vacío de Dios: esto
era explícito, y en ello superaba con mucho la mera referencia a lo divino–,
sorprendió al niño con tal encanto y tal alegría, que por un momento se llenó
de lágrimas, y –añado preocupado por la verdad– yo creo que fueron sus últimas
lágrimas».[3]
El niño se ve arrebatado por la
infinitud del cielo vacío. Es arrancado de sí mismo y desinteriorizado hacia un
afuera atópico, es des-limitado y
des-vaciado. Este acontecimiento desastroso, esta irrupción del afuera, de lo totalmente otro, se realiza como un
des-propiar (expropiar), como supresión y vaciamiento de lo propio; a saber,
como muerte: «Vacío del cielo, muerte diferida: desastre».[4] Pero este
desastre llena al niño de una «alegría devastadora», es más, de una dicha de la ausencia. En eso consiste la dialéctica del desastre, que también
estructura la película Melancholia.
El infortunio desastroso se trueca de manera inesperada en salvación.
en La agonía del Eros, 2012
[1] R. Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso,
México, Siglo XXI, 2006, p. 32.
[2] «Melancholia» es también el
nombre con el que se bautiza a esta «estrella resplandeciente». (N. del E.)
[3] M. Blanchot, «…absolute Leere
des Himmels…», en Coelen, M. (ed.), Die
andere Urszene, Berlín, Diaphanes, 2008, p. 19.
[4] Íd., La escritura del
desastre, Caracas, Monte-Ávila, 1990, p. 125.
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