Odio los semáforos. En primer lugar
porque están siempre en rojo cuando tengo prisa y en verde cuando no tengo
ninguna, sin hablar del amarillo que me provoca una indecisión horrible: ¿freno
o acelero? ¿Freno o acelero? ¿Freno o acelero? Acelero, después freno, vuelvo a
acelerar y al frenar de nuevo ya me ha entrado una furgoneta por la puerta, ya
se ha juntado un montón de gente con la ilusión de la sangre, ya un tipo
empuñando una llave inglesa ha salido de la furgoneta llamándome Pedazo de imbécil,
ya la compañía de seguros me propone calurosamente que la cambie por una
cualquiera de la competencia, ya no tengo auto por una semana, ya me sitúo en
el bordillo de la acera haciendo señales de náufrago a los taxis, ya pago un
dineral por cada viaje y para colmo tengo que aguantar la luciérnaga mágica y
la virgen de aluminio del salpicadero, el esqueleto de plástico colgado del
retrovisor, el autoadhesivo de la chica de pelo largo y sombrero al lado de la
advertencia «No fume que soy asmático», proximidad que me lleva a suponer que
los problemas respiratorios se acentuaron debido a alguna perfidia secreta de
la chica que no consigo saber cuál es.
La segunda y principal razón que me
lleva a odiar los semáforos es que cada vez que paro aparecen junto al cristal
de la ventanilla criaturas inverosímiles: vendedores de periódicos, vendedores
de tiritas, las señoras virtuosas con una caja de metal al pecho que nos pegan
autoritariamente en el corazón el cangrejo de Cáncer, los vagabundos de la Liga
de los Ciegos João de Deus cerca de un altavoz sobre una camioneta con un
espadón nuevo con la hoja hacia arriba, el tipo digno a quien le robaron la billetera
y necesita dinero para el tren de Oporto, el tuberculoso con su certificado
como prueba, toda la casta de minusvalías (microcéfalos, macrocéfalos, cojos,
jorobados, estrábicos divergentes y convergentes, bocios, brazos raquíticos,
manos con seis dedos, manos sin ningún dedo, mongoloides, dirigentes de
partidos políticos, etc.) sin contar el grupo de Bomberos Voluntarios que
necesita una ambulancia, los estudiantes de la última promoción de Coimbra, con
capa y toga, que decidieron hacer un viaje de fin de curso a Birmania y la
panda de heroinómanos que no ha logrado robar ningún radiocasete ese día.
Resultado: en el primer semáforo ya
no tengo calderilla. En el segundo no tengo chaqueta. En el tercero no tengo
zapatos. En el quinto estoy desnudo. En el sexto he entregado el Volkswagen. En
el séptimo espero que la luz se ponga en rojo para asaltar a mi vez, junto con
una multitud de bomberos, de estudiantes, de drogadictos y de microcéfalos al
primer automóvil que aparece. De media cambio cinco veces de ropa y de auto
hasta llegar a mi destino y, cuando llego, al volante de un camión TIR,
bailando en unos pantalones enormes, mis amigos se quejan de que no soy
puntual.
en Libro de
crónicas, 2013
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