De todas las búsquedas, de todos los trabajos científicos
emprendidos por mi padre en los raros momentos de paz que interrumpían la penosa
serie de desgracias y catástrofes que afligieron su tormentosa vida, los
preferidos por él fueron, indudablemente, sus estudios de meteorología
comparada, consagrados al clima específico de nuestra provincia, rica, como se
sabe, en fenómenos climáticos únicos en su género.
Fue mi padre, y sólo él, quien echó las bases de un análisis
hábil y eficaz de las diversas etapas de nuestro clima. Su Sumario de una sistemática general del otoño desentrañó para
siempre la naturaleza íntima de una estación que, en nuestra provincia, reviste
una forma notoriamente crónica, ramificada y parasitaria, y que, bajo la
denominación de verano indio, se
hunde, arrastrándose, hasta el seno de nuestros inviernos multicolores.
Sí, fue mi padre, debo insistir en ello, quien por primera vez
explicó el carácter, secundario por excelencia, de una formación larval,
tardía, que sólo es, casi, una simple infección del clima, debida a los miasmas
de ese arte barroco y degenerante que desde hace siglos se acumula en nuestros
museos. Sabiamente descompuesto por el olvido y el hastío, herméticamente
encerrado en las salas, ese arte de museo acaba por congelarse bajo la forma de
vetustas confituras y dulcificaba exageradamente nuestro clima. Fomentaba
entonces ricas malarias, espléndidas fiebres, en el justo medio de ese
libertinaje, ese delirio de colores en que se consume el esplendor de nuestro
otoño.
–Lo bello –decía mi padre– es enfermedad, escalofrío íntimo que
anuncia la infección secreta, sombrío preaviso de podredumbre rescatado de las
entrañas de la perfección y que ésta misma saluda con un suspiro de la más
profunda felicidad.
Algunas observaciones preliminares sobre nuestro museo
provincial ayudarán, sin duda, a captar mejor el problema. Los orígenes del
museo, que se remontan al siglo XVIII, se deben a la admirable pasión de
coleccionistas de los padres basilianos, que dotaron por entonces a nuestra
ciudad de esta excrecencia parasitaria, que recargaba su presupuesto con gastos
tan exorbitantes como poco rentables... Más tarde, el tesoro de la República
adquirió por unas migajas de pan las colecciones de la empobrecida orden, se
arruinó tratando sostener un mecenazgo magnánimo, digno de una residencia real.
La nueva generación de ediles, más práctica y sobre todo más consciente de la
realidad económica, inició una serie de tratos con el director de las
colecciones del Archiduque, a la cual intentó –por otra parte sin resultado
alguno– transferir su museo. Se vieron obligados a cerrar el edificio y
disolver su comité, no sin haber asegurado una pensión vitalicia al último
conservador. En el curso de esas tratativas, los expertos se vieron forzados a
constatar, sin discusión posible, que el valor de las colecciones había sido
sobreestimado exageradamente por los patriotas de pura cepa... Muy crédulos,
nuestros monjes se habían dejado vender más de una falsa obra maestra. En las
paredes no había un solo cuadro de maestro; esas series de telas eran debidas a
pintores de tercera o cuarta categoría, pertenecientes a viejas escuelas de
provincia, esos callejones desolados de la historia del arte sólo conocidos por
los especialistas.
Los buenos monjes, cosa extraña, tenían un acentuado gusto por
los temas militares: la mayoría de esos cuadros representaban escenas de
batallas. Una penumbra dorada, de oro quemado, iluminaba los crepúsculos de
esas telas pasadas de moda, gastadas por el tiempo y en las cuales vetustas
armadas olvidadas, flotas enteras de carabelas y galeras se hallaban varadas en
el fondo de radas sin mareas y hamacaban en sus velas, siempre infladas por el
viento, la majestad de muertas repúblicas.
Apenas podían distinguirse en esos cuadros, bajo barnices
ahumados que viraban al negro, vagas escaramuzas de caballería. En la vastedad
vacía de las campiñas calcinadas, bajo un sombrío sol de tragedia, largas
cabalgatas, encuadradas por los blancos ramilletes de algunas salvas de
artillería, desfilaban apretadas, en medio de un silencio amenazante.
En las telas de la escuela napolitana, una tarde de vapores
dorados, vista como a través de una botella de vidrio verde oscuro, envejece
sin cesar en su halo de bruma. Frente a nosotros, en el fondo de esos países
perdidos, un sol ofuscado por las nubes parece marchitarse sin prisa, en
vísperas de un cataclismo cósmico. La declinación de todo un mundo se trasluce
en las débiles sonrisas, en los gestos fútiles de esas pescaderas doradas que,
no sin cierta gracia, ofrecen por docenas sus pescados a unos cómicos de la
legua. Todo este universo ya ha sido juzgado y hace mucho tiempo que se ha esfumado
y ha desaparecido. De allí la dulzura del gesto final, solitario para siempre,
que subsiste, extraño a él mismo y ya perdido, siempre renovado y siempre
inmutable.
Más lejos, aun más lejos, en el fondo de ese país habitado por
un pueblo indolente de arlequines y de pajareros, en ese país sin peso ni
consistencia alguna en el que unas jovencitas turcas amasan, con sus manos
regordetas, tartas de miel que ordenan sobre caballetes, dos chicos con grandes
sombreros napolitanos pasan llevando una jaula de palomas parlanchinas por
medio de una vara que apenas se curva bajo el peso de su carga alada de
arrumacos. Y más lejos, aun más al fondo, en el borde mismo del horizonte y de
la tarde, en los últimos escaños de la tierra firme, allá donde, sobre los límites
de un vacío color de oro turbio, una mata de acanto a punto de secarse se mece
aún, allá pues, tiene lugar la última partida de cartas, la última jugada, la
última apuesta humana antes de la gran Noche que avanza.
Toda esa cambalachería, ese desván de belleza arruinada que se
acumula en nuestros museos, ha debido sufrir, bajo la presión de largos años de
hastío, un doloroso proceso de destilación.
–¿Pueden imaginar –preguntaba mi padre– la desesperación de una
belleza que se sabe condenada, su desamparo de días y noches sin cuenta? Con
sempiterno ímpetu, se arriesga a falaces subastas, a simulacros de remates;
multiplica las adjudicaciones, las posturas tumultuosas, se apasiona por esos
juegos de azar desenfadados y sin vergüenza, juega a la bolsa y arroja todos
sus fondos por la ventana; en suma: dilapida sus riquezas, para recuperar un
día el sentido y darse cuenta de lo inútil y gratuito que ha sido todo eso.
¡Nada hará salir de su circuito a una perfección condenada a sí misma, nada
aliviará su dolorosa abundancia! ¿Cómo extrañarse de que tal esplendor, a la
vez impaciente e impotente, haya terminado por encarnarse en nuestro cielo y
reflejarse en él como en un espejo, abrasando los horizontes con un verdadero
incendio hasta degenerar en una serie de fantasmagorías, espejismos y engaños
atmosféricos, en gigantescos desfiles de carnaval, cabalgatas y marejadas de
nubes enloquecidas, fenómenos todos que yo llamo nuestro segundo, nuestro seudo
otoño.
Sí, ese segundo otoño de nuestra provincia nos parece el espejismo
febril de un enfermo, que lanza nuestro cielo, en una inmensa irradiación, la
moribunda belleza confinada en nuestros museos. El otro otoño no es más que un
vasto teatro ambulante, resplandeciente, chorreado de sueños poéticos y de
mentiras; una hermosa cebolla dorada que renueva el decorado exfoliándose,
dejándose caer brizna tras brizna. ¡Jamás, nunca jamás llegaréis al fondo!
Detrás de cada bastidor, de cada panel que acaba de envejecer, de
apergaminarse, con un rumor de papel arrugado, aparece uno nuevo, fresco y
radiante que, al término del breve gozo de un instante de vida verdadera, deja
entrever, en el momento de extinguirse, su naturaleza de simple papel de
escenografía. ¡Sí, esas perspectivas son en realidad ficticias, panoramas de
utilería! Sólo el olor es real, ese relente de bastidores que envejecen, de
camarines en los que flotan los efluvios del incienso y de los afeites. En
seguida el crepúsculo –un desorden prodigioso– se hace de la partida: es toda
una mezcla de bastidores y de trastos destrozados, de trajes que han sido
quitados apresuradamente, en la que uno se hunde como en un montón de hojas
secas. El desorden reina en el escenario; todos quieren correr el telón de boca
y el cielo, el inmenso cielo del otoño, deja colgar los oropeles de sus
perspectivas laceradas, mientras en la bóveda celeste resuena el chirrido de
las poleas. Y coronando el conjunto, flota en el aire esa especie de fiebre
apresurada y desordenada, ese carnaval sin aliento y como retrasado, pánico de
sala de baile hasta el alba... Torre de Babel de enloquecidas máscaras que no
consiguen reunirse con sus trajes correspondientes.
El otoño, claro está, el otoño, época alejandrina del año, que
acumula en sus gigantescas bibliotecas, la estéril sabiduría de los 365 días
del circuito solar. ¡Oh! mañanas senescentes, amarillentas, apergaminadas, con
la dulce miel de su sabiduría, casi veladas en retraso... Prólogo del mediodía
con su sonrisa llena de astucia, formada por estratos múltiples, como esos
palimpsestos cargados de sabiduría o esos viejos infolios ennegrecidos. ¡El día
otoñal! ¡Ah, viejo bibliotecario sutil y astuto que va arrastrando por las
escaleras una bata raída y gusta todas las confituras amontonadas por las
civilizaciones y los siglos! ¡Cada pisaje es para él, el prefacio de alguna
novela de caballerías! Se divierte dejando que los héroes de las antiguas
gestas se paseen bajo el cielo de miel ahumada, en ese invierno apenas
iluminado por una dulzura morosa, pleno de bruma y de tristeza. Inclinémonos
sobre las nuevas aventuras del noble Hidalgo en alguna casa solariega de
Lituania... Sigamos los trabajos y los días de Robinson Crusoe vuelto ya a su
Romorantin natal...
En veladas moribundas, inmóviles y sin aliento, o en el seno de
un crepúsculo dorado, mi padre nos leía páginas de su manuscrito. El vuelo
triunfal de la idea le hacía olvidar por un momento la presencia de Adela,
siempre amenazante. Soplaron las brisas tibias de Moldavia, levantando una
monótona inmensidad de ocres insulsos, hálito estéril y dulzón que venía de los
países del sur... No, el otoño no se decidía a morir. Diáfanas como pompas de
jabón, las auroras nacían cada día más bellas y etéreas; todas parecían tan
perfectas, tan nobles, que cada uno de sus instantes nos parecía un verdadero
milagro que se prolongaba hasta los límites del dolor.
En el recogimiento de esos días magníficos y profundos, la
esencia misma de las hojas cambiaba imperceptiblemente, y una buena mañana los
árboles despertaban nimbados por la llamarada de un follaje inmaterial: de pie,
con un esplendor arácneo e impalpable, permanecían en medio de una multicolor
lluvia de confetti, enjambre espléndido de pavos reales y aves fénix al cual
apenas bastaría un ligero aleteo para despojarse de su maravilloso plumaje, más
leve papel de seda ya humedecido, ya perfectamente Inútil.
en
La calle de los cocodrilos, 1982
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