Érase una vez un cigarro electrónico pegado
a un hombre. Sentarse junto a Aki Kaurismäki (Finlandia, 1957) es como hacerlo
frente a una maraña gigante de celuloide ardiendo: hay en él un romanticismo
intrínseco tan tristón como contradictorio y una mirada al abismo tan necesaria
como poco complaciente. Y humo, mucho humo. Mala educación calculada, si
gustan. El realizador de La chica de la
fábrica de cerillas o El Havre es
un hombre tranquilo, que habla un tosco pero correcto «puto inglés
imperialista» (para que nos podamos entender) y que no se entretiene en
respuestas pretenciosas. «Me va usted a perdonar, pero no oigo un carajo. Es lo
único en lo que me parezco al genio de Buñuel», dice antes de sentarse.
El director finlandés que destrozó la imagen
idílica de aquel país (no lo decimos nosotros, lo dijo su oficina de turismo) está
en Madrid para recibir la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes y para
presentar un ciclo de películas suyas. En el acto de entrega, en la mañana del
miércoles, Kaurismäki se mostró agradecido y, con la naturalidad que le
caracteriza, dijo: «El poder está en manos del capital y este está dirigido por
idiotas». Cortita y al pie. Ya nadie recordaba cuál había sido la pregunta. Y
continuó: «Nos queda la esperanza, que mueve montañas. Sin ella, busquemos el
siguiente bar, ¿dónde está el más cercano?».
Antes de comenzar el «interrogatorio», como
nos lo define él mismo, le preguntamos por lo «idiota» del capital, por si
hubiera matiz: «Nos gobiernan imbéciles», responde y acto seguido se pone una
copa de vino blanco. No en vano, su residencia habitual es el norte de Portugal
(«Mucho mejor para soportar el frío»). Insistimos y, antes de responder,
reflexiona mirando por una ventana que da a la Gran Vía: «Nunca había tenido la
sensación de haber dejado el mundo en manos de tales estúpidos. Trump es peor
que un trozo de mierda, y Putin... No me deje usted hablar de Putin». Pasamos
al premio mismo.
¿Qué
hay que hacer para ser reconocido así?
No suelo contar mis premios. Mi única receta
ha sido ser honesto conmigo mismo, siempre y hasta las últimas consecuencias.
¿Eso
es no sucumbir a Hollywood?
Hollywood no tiene nada que ver con la
honestidad. Allí no hay nadie honesto y nunca lo habrá.
¿Cómo
se siente uno cuando le premian toda la carrera?
Viejo. Es la mejor manera de decirme que
estoy acabado.
Con esa sonrisa perenne que no deja entrever
si algo es irónico o no, el finlandés da largas caladas a su aparato de vapeo y
analiza su cine: «No tiene mucho de interpretativo, lo que ve es lo que hay.
Sería estúpido darle más vueltas». Seguimos. O no, porque después de una pausa,
se replica a sí mismo: «Hablemos de Wittgenstein. Bueno, no, porque me dejaría
usted en ridículo. Lo único que sé de él es que en algún momento nació», dice.
En
ese cine anticanónico suyo, ha rodado mucho con niños y más con perros...
Claro que sí. Solo hago películas para dar
de comer a mis perros, son mis actores más baratos. Todos los que salen en mis
películas son míos, porque he crecido con ellos y moriré con ellos.
Y
ahora, su trilogía de la inmigración, ¿se nos olvida demasiado rápido este
drama?
Tristemente, sí.
¿Por
qué dejamos que ocurra?
Porque la televisión y los medios actuales
son una mierda, se han vuelto exclusivos para idiotas.
en El Mundo, 22 de marzo de 2018
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