jueves, marzo 22, 2018

"La casa amarilla", de Julio Espinosa Guerra

Fragmento





I

Recolecto los frutos de la memoria bajo el manto de la nieve. Suelo encontrar piedras fosilizadas, pequeños huesos, espinas, por sobre todo espinas, aguzadas, perfectas, blancas, que sacan sangre de mis yemas, que en su desnutrición son un epígrafe de las horas pasadas: un pez sin pez, una ola detenida: estatua de sal que recuerda la destrucción de los caminos.

Pero los frutos siempre están allí, a su lado, salvajes: fresas, arándanos, moras, troncos de una barca que navega oxidada frente a los ojos, separando con su proa el hielo que escama la mirada y cubre la lengua. Frutos que son semillas naciendo de la podredumbre, que marcan sus huellas en los espejos, en la vajilla heredada de muertos sin nombre, en el viejo colchón que poco a poco se transforma en el duplicado exacto de la propia figura la propia muerte yaciendo a mi lado.

Los veranos, quedan los veranos. Las hormigas construyendo la abundancia en largas jornadas de trabajo; las hormigas yendo y viniendo desde el rincón de los tarros de leche en polvo hasta el corazón palpitante de las golondrinas, alimentándolo, acariciándolo, encontrando el punto exacto de su alegría.

Me perdía en medio de las mazorcas de maíz y las matas de habas, hundía mi nariz en sus flores, olía el pálpito de la sabia y era la rama azotada por el viento a la misma hora que se desbordaban las aguas e inundaban de légamo mis manos vegetales, a la hora de los eclipses, a la hora de los cristales ahumados, a la hora del misterio.

Perro de sol, perro de estío y sudor corriendo por las venas, como ahora, que busco en el horizonte los campos de trigo, más allá del cristal de los autobuses que extienden la ciudad por la longitud de los caminos, más allá de la noche que cae en mi piel tendida sobre las hierbas salvajes, y me dejo habitar por caracoles, polillas y sanjuanes; tierra y más tierra, piedras y más piedras labrando los pliegues donde la nieve guarda del deterioro pequeños frutos rojizos: arándanos, moras, la semilla del canto de los gorriones, que enhebran sobre mis huesos –espinas, nada más que pobres, diminutas espinas– la ciudad del ser, la carretera a un lenguaje sin sonido.







Publicado por Pre-Textos, Valencia, 2013






















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