martes, febrero 27, 2018

"Colección particular", de Gonzalo Eltesch

Fragmentos







Era un Mercedes nuevo, con los vidrios polarizados y un color que me parece era azul. Los Mercedes Benz, por una razón que ahora me parece incomprensible, me encantaban, y además por esos lados no pasaban muchos. Al observar a mi padre me di cuenta de que él también estaba sorprendido, pero no tenía nada que ver con el auto. Es Pinochet, dijo. Apúrate, vamos a conocerlo. Entonces me tomó de la mano, caminamos apurados hacia la entrada del negocio y nos detuvimos. Augusto Pinochet, en ese instante, se bajaba del Mercedes acompañado de sus guardaespaldas. Buenos días, Presidente, le dijo mi padre con un tono que no parecía de mi padre. Y yo balbuceé algo parecido, con un sentimiento de extraño orgullo. Pinochet nos devolvió el saludo con una sonrisa, y luego se dirigió al local de al lado, donde vendían semillas. El Presidente estudió en el mismo colegio que yo, dijo mi padre y señaló al frente, hacia los Padres Franceses. Y qué está haciendo aquí, le pregunté. Vino a comprar alpiste para sus pájaros. Le gustan mucho los pájaros, dijo. No pasó nada más. Después de unos minutos volvimos al interior del negocio, me senté en una de las sillas donde me deben haber colgado los pies, y me sentí feliz.

*

Fue en Valparaíso, porque allí vivíamos. Mi padre tenía un negocio que vendía antigüedades. Nunca hablaba de sí mismo como de un anticuario, simplemente decía que tenía un negocio que vendía antigüedades. Se ubicaba en el plan, como dicen los porteños. O sea no en los cerros. Varias veces me contó que su familia siempre había preferido el plan, porque era más elegante y seguro. Los chilenos pudientes, o que se creían pudientes, vivían allí, mientras que los europeos eligieron el cerro Alegre, el Concepción, el Playa Ancha. Y finalmente fueron mucho más inteligentes, dijo, porque entendieron que la vista del mar es impagable. Ahora esas casas valen una fortuna. Mi padre relacionaba cualquier asunto con la plata, era su afición. Todo giraba en torno de lo que una persona pudiese tener, de los objetos antiguos que la gente tenía. No había nada ni nadie que se comprendiera lejos de la esfera del dinero y sus pertenencias. Era un capitalista de tomo y lomo, aunque con una contradicción quizás propia de su oficio: nunca fue seducido por el consumismo. Apenas consumía, sólo guardaba. Y lo que guardaba eran cosas.

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La casa quedaba arriba del negocio. La habían construido en los años cuarenta, tenía varios salones, cielos altos, y la escalera y el piso eran de madera. Nada fuera de lo común para el Valparaíso de esos años. La cosa es que allí le gustaba guardar, a puerta cerrada, como un gran tesoro, sus colecciones. Hace ya un tiempo decidió que contrataría un sistema de seguridad para proteger sus objetos. Comenzó a poner alarmas por todas partes, en las piezas y en los salones. Hubo un momento en que el único lugar que no tenía alarma era su dormitorio. Una vez, estando los dos en la casa, le pedí la clave de la alarma; se me había olvidado. Y él me respondió bajito, en un susurro casi inaudible. ¿Por qué hablas tan despacio?, le pedí. Porque alguien te puede escuchar.

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Nos fuimos de Valparaíso cuando yo iba a cumplir cinco años. De la separación de mis padres sólo recuerdo escenas desordenadas, sueltas, fragmentos. Ninguna contiene alguna verdad; más parecen pequeñas ficciones entremezcladas con la memoria. Por ejemplo, mi padre, sólo un tiempo después de que mi madre me llevara con ella, me dijo que la decisión de separarse no había sido suya, que él incluso se había arrodillado frente a ella y le había dicho que la amaba, le había rogado que no se fuera, que no lo alejara de su hijo. La versión de mi madre, por supuesto, es diferente. Bastante. Sí es verdad que fue ella quien quiso irse para siempre de Valparaíso. No le gustaba la ciudad, muy sucia y mucho perro vago, y no le gustaba mi padre, muy machista y muy mezquino. Pero lo esencial es que ese recuerdo, desde su origen, es falso. Porque esa conversación que tuvimos con mi padre fue en su pieza, pero la pieza que yo veo en mi mente no estaba donde debía estar sino en el lugar que ocupaba la cocina. Una vez le pregunté a mi padre si había cambiado la disposición de los espacios de la casa. Me miró con cara rara, como si me hubiese vuelto loco, y cambió de tema. 

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Mi padre nació en Valparaíso en 1943. Su abuelo era libanés y, al parecer, fue un vendedor viajero que llegó a Valparaíso desde Buenos Aires. Digo «al parecer» porque se casó con mi bisabuela, tuvo un hijo y luego desapareció. Ese abandono lo tengo muy presente, y no porque me hayan hablado de ello en la infancia —a mi padre nunca pareció importarle mucho su ascendencia—, sino porque con la ida de aquel pariente de algún modo se acabaron todas las raíces de mi familia. Cuando en ese tiempo llegabas a Chile, en la notaría anotaban tu nombre tal como lo escuchaban, y ya está, lo inventaban, y escucharon uno que claramente no era libanés, quizás alemán, sueco, pero no libanés. Creo que mi soledad tiene que ver con esto, con mi apellido que no es lo que debería ser. En mí hay una equivocación de origen.

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El negocio de antigüedades se fundó en 1964. Era el más antiguo de Valparaíso, algo que mi padre nunca olvidó repetir a quien fuese que entrara. Era un negocio grande, tenía cinco cortinas de fierro que daban a la calle y el logotipo era una victrola. No había un orden preciso en el interior, todo estaba repartido en vitrinas de madera que guardaban porcelanas, platería, postales, juguetes de lata, dientes de cachalote, marfiles, cientos de objetos. Y, aunque parezca extraño, la característica principal del negocio era que muchas de las cosas que había allí —las que mi padre no se llevaba a la casa— no estaban en venta. La gente insistía pero no, simplemente no se podían comprar. Al fondo del local se encontraba el escritorio en el que estaba mi padre instalado, y detrás y encima de él se podía leer en un cartel de fierro enlozado: «Colección particular». A su espalda, entonces, se hallaba la mentada colección, que constaba de varias victrolas con corneta, cajas de música, gramófonos y otros objetos. También había un perro gigante, blanco con las orejas café oscuro, que parecía custodiar las cosas. Ese perro era el del logo de la RCA Victor, que en su tiempo sirvió de publicidad. En ese rincón nada se podía tocar, ni vender. Nunca.






Publicado por Laurel Editores, 2015




















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