jueves, septiembre 21, 2017

“Sobre ‘La limpieza étnica de Palestina’ de Ilan Pappé”, de Jesús Aller




 
Sería difícil encontrar un conflicto en el mundo actual en el que la propaganda y la falsificación de la historia tengan un papel más crucial que el que se vive en la ensangrentada tierra de Palestina. La capacidad que muestra aquí el pensamiento dominante de invertir los roles de víctimas y verdugos, a la vez que santifica a estos con el hábito de la mayor respetabilidad, resulta ciertamente impactante. Nos enfrentamos en este caso a una maquinaria prodigiosa de confusión y engaño, y es necesario un heroico esfuerzo de racionalidad y rigor en el análisis histórico que sirva de apoyo a la presión de la comunidad internacional sobre los que violan sistemáticamente todo tipo de derechos. Ilan Pappé (Haifa, 1954) ocupa un lugar destacado entre los investigadores israelíes empeñados en construir un relato riguroso de lo que otros distorsionan, y eso lo llevó a tener que abandonar su tierra natal para instalarse en el Reino Unido, donde imparte clases en la Universidad de Exeter, donde también es director del European Centre for Palestine Studies. Publicado en su versión original inglesa en 2006, La limpieza étnica de Palestina es uno de sus textos fundamentales, y se convirtió pronto en referencia imprescindible sobre la historia reciente de Oriente Medio.

En el prefacio del libro, Pappé manifiesta su intención de proponer un nuevo paradigma para explicar los hechos de 1948 que dieron lugar al estado de Israel. Frente a la “huida voluntaria de los palestinos” propuesta por los historiadores sionistas, y la Nakba (desastre, sin énfasis en sus agentes causales) de los palestinos, será este el de la “limpieza étnica”. Se trata, según él, de enfatizar el carácter criminal y planificado de lo sucedido entonces, en la certeza de que sólo un conocimiento de las responsabilidades contraídas puede sentar las bases para cualquier solución justa. Limpieza étnica es la expulsión mediante la fuerza de toda o una parte de la población de un territorio con vistas a su homogeneización étnica, siendo corolarios casi inevitables de ella una amputación de la historia y la creación de un problema de refugiados. El propósito del libro es demostrar que esto es exactamente lo que ocurrió en Palestina en 1948.

En el siglo XX, el movimiento sionista adoptó una estrategia clara de reivindicación de Palestina, que se manifestó en compra de tierras y un aumento de los asentamientos, pero es sólo con el mandato británico, a partir de 1918, cuando comenzó la lucha política por el control del territorio, mientras se creaba ya el embrión de un ejército (Haganá, 1920) y se recopilaba información exhaustiva sobre cada aldea palestina. Desahucios y expulsiones empezaron a estar a la orden del día, y las revueltas de unos árabes que barruntaban lo que se les venía encima (1929, 1936) fueron reprimidas ferozmente. Tras la Segunda Guerra Mundial, los británicos patrocinaron una solución democrática para el conflicto planteado, pero en febrero de 1947, forzados por las operaciones terroristas de los sionistas, decidieron abandonar el país y dejar su futuro en manos de la recién nacida ONU.

El plan de partición de la ONU (resolución 181 de noviembre de 1947) significó sobre todo una cesión ante las presiones sionistas y un ultraje a la voluntad e intereses de la mayor parte de la población de Palestina. Tras ser aprobado, y cuando las revueltas de los palestinos no alcanzaron una magnitud que permitiera presentarlas como justificadoras de una política de represalias, David Ben-Gurión (1886-1973) y la directiva del movimiento sionista tomaron la decisión de provocar ellos una situación de guerra que creara las condiciones propicias para implementar la limpieza étnica. Así, en diciembre de 1947 comenzaron una campaña de intimidaciones y asesinatos, tras la cual a finales de enero ya había mil quinientos palestinos muertos. Las cuatrocientas bajas de los judíos en ese tiempo permitían a Ben-Gurión hablar, subrepticiamente, en sus discursos de un segundo Holocausto.

En febrero y marzo de 1948 se produjeron operaciones de limpieza importantes, con alguna respuesta por parte de los escasos voluntarios del Ejército Árabe de Liberación llegados de diversos países para defender Palestina. En marzo también, tras sucesivos proyectos, los objetivos a cubrir se plasmaron por la ejecutiva sionista en el ambicioso Plan D, que implicaba forzar la expulsión de los palestinos para construir un estado judío de la mayor extensión posible.

El cambio en el mes de abril fue simplemente el paso de ataques esporádicos a una operación de limpieza étnica sistemática, aunque la historiografía sionista trata de venderlo cómo el heroico contraataque de una población sitiada y en grave peligro. Pappé describe con detalle la progresión real de los hechos y la cobertura propagandística creada en torno a ellos. Aldeas que en muchos casos no opusieron ninguna resistencia fueron borradas de la faz de la tierra, y sus habitantes expulsados o masacrados. Luego vinieron las ofensivas contra centros urbanos, y los palestinos de Tiberíades y Haifa sufrieron el mismo destino, en ocasiones ante la mirada de los soldados británicos que hubieran debido defenderlos; en Safed, la escasa resistencia de los árabes, pobremente armados, fue fácilmente aplastada. El único lugar donde los británicos hicieron algún esfuerzo por detener la limpieza étnica fue Shaykh Jarrah (un barrio de Jerusalén), donde ciertamente lo lograron; en cuanto al resto de la ciudad, la intervención de la Legión jordana consiguió sólo retrasarla. Ante el avance de los acontecimientos, en abril el Consejo de la Liga Árabe tomó la decisión de enviar tropas a Palestina. Para entonces, un cuarto de millón de palestinos habían sido expulsados de sus hogares, se habían destruido doscientas aldeas y decenas de ciudades habían sido vaciadas. 

El ataque a las ciudades continuó en la primera quincena de mayo en Baysán, Jaffa y también en Acre, donde hay fundadas sospechas de que los sionistas propagaron el tifus entre los sitiados. La resistencia fue escasa y todas fueron “limpiadas”. El 14 de mayo fue proclamado el estado de Israel y un día después las unidades árabes empezaron a entrar en Palestina. No obstante, su acometividad mostró ser exigua, lo que se explica si tenemos en cuenta que su comandante supremo era el rey de Jordania, Abdullah, que tenía un pacto secreto con los sionistas para que se respetara su derecho sobre Cisjordania y Jerusalén previsto en la resolución de partición. De hecho, la limpieza étnica siguió implacable tras esta fecha con el mismo ritmo y métodos desarrollados hasta entonces: expulsiones y destrucción de aldeas, salpicados de masacres, como la de Tantura, que solían producirse cuando se oponía alguna resistencia. El 24 de mayo, el ejército israelí recibió un gran cargamento de cañones procedentes del bloque comunista, y en junio modernos aeroplanos, con lo que su superioridad militar pasó a ser abrumadora.

De junio a septiembre de 1948 continúan las operaciones de limpieza, uno de cuyos escenarios más sangrientos es Galilea con masacres apoyadas por la aviación. Pappé nos acerca a los rasgos de la sociedad bien integrada de gentes de distintos credos, abierta e innovadora que fue allí aniquilada. Después, cuando se desató el desastre, los drusos colaboraron con los sionistas. Las treguas de esta época, propuestas por el emisario de la ONU, Folke Bernadotte, y aceptadas por los israelíes, afectaron sobre todo al enfrentamiento armado con las fuerzas árabes, pero sólo ralentizaron la limpieza. Bernadotte, comprometido a buscar una solución justa al conflicto, fue asesinado por los sionistas en septiembre, mismo mes en que las aldeas del Wadi Ara, comandadas por oficiales iraquíes, defendieron su tierra ante la acometida en uno de los capítulos más heroicos de la Nakba.

A partir de octubre de 1948 los sionistas completan el trabajo y así, para empezar, en una ambiciosa ofensiva (operación Hiram) consiguen tomar la alta Galilea y el sur del Líbano, no sin que se les opusiera una tenaz aunque mal pertrechada resistencia. Hubo matanzas y expulsiones, pero algunas aldeas lograron salvarse. De hecho, a pesar de todo esto y la ocupación que siguió, las confiscaciones de tierras de los 70 y el esfuerzo por fomentar los asentamientos judíos, aún hoy día aproximadamente la mitad de la población de Galilea sigue siendo palestina. En octubre hubo también operaciones de limpieza étnica y salvajes masacres, como la de Dawaymeh, en el sur de Palestina. Los asesinatos y deportaciones continuaron durante 1949 ante la mirada de los observadores de la ONU desplegados en el país, y puede decirse que la fase aguda de la limpieza concluyó con el comienzo de 1950.

La estrategia israelí tuvo luego dos frentes: la consolidación de lo conquistado con demoliciones y creación de enclaves judíos, y resistencia diplomática a las presiones internacionales que exigían el regreso de los refugiados. Muchos supervivientes de la Nakba fueron asesinados al intentar volver a sus hogares al tiempo que otros, clasificados como “sospechosos”, eran hacinados en campos de prisioneros improvisados, en los que siguieron las ejecuciones sumarias, o sometidos a trabajos forzados. Los más afortunados fueron simplemente robados, vejados y atropellados bajo la ocupación. Pappé nos pone al corriente de los malabarismos legales empleados por Israel para quedarse con todas las tierras y propiedades de los palestinos. Al tiempo que las aldeas eran arrasadas, demoliciones selectivas en las ciudades transformaron su fisonomía. De esta forma, muchas joyas arquitectónicas y lugares de culto, musulmanes y cristianos, fueron destruidos.

El crimen final hubo de ser el memoricidio: la ingente tarea de atribuir, en un alarde de imaginación, nombres bíblicos a todo lo robado; las replantaciones de especies alóctonas, como pinos y cipreses, sobre las aldeas aniquiladas, aunque higueras, almendros, olivares y cactus florezcan tercamente cada primavera y sean mudos testigos de otra vida que allí existió; alimentar el mito de la tierra vacía y árida antes de la llegada del sionismo. La triste historia que sigue es la de la ONU impotente, la de las negociaciones estériles y la voracidad que continúa hasta nuestros días. Israel tiene bombas atómicas para impedir cualquier solución justa o razonable.

A finales de 1947, cuando la ONU entrega una buena parte de su país a los sionistas, los palestinos contaban ya con una larga experiencia de sometimiento colonial que les aconsejaba no esperar nada bueno del futuro, pero de ninguna manera podían imaginar algo tan terrible como lo que les aguardaba esta vez. Esto explica su pasividad en aquellos meses decisivos. Desencadenada la arremetida sionista, su cruel destino fue ser abandonados por todos, masacrados o forzados a la expulsión y desposeídos hasta de la memoria del crimen cometido con ellos.

La limpieza étnica de Palestina describe con amor la riqueza y belleza de aquel hermoso país que fue Palestina, donde gentes diversas habían aprendido a convivir, pero es sobre todo la crónica minuciosa de cómo se consumó el empeño de robar un territorio a sus habitantes, y de cómo la extorsión, el asesinato y la guerra fueron en cada momento los instrumentos idóneos para conseguirlo. A nadie es ajeno el libro, porque todos somos, con nuestra ignorancia y nuestro silencio, cómplices de un crimen que se prolonga hasta hoy.



en Rebelión.org, 16 de enero de 2017 








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