lunes, septiembre 18, 2017

“El gato de Dick Baker”, de Mark Twain




 
Uno de los camaradas que allí tuve, otra víctima de dieciocho años de penosos esfuerzos nunca recompensados y de esperanzas frustradas, era una de las almas más cándidas que nunca hayan cargado pacientemente con su cruz en un agotador exilio; me refiero al serio y sencillo Dick Baker, buscador de oro en el barranco del Caballo Muerto. Tenía cuarenta y seis años, era gris como una rata, adusto, reflexivo, de cultura poco pulida, indumentaria descuidada y siempre estaba sucio de barro; pero su corazón estaba hecho de un metal más noble que todo el oro que su pala hubiera logrado sacar a la luz... más noble incluso que el mejor oro que nunca se haya podido arrancar a la tierra o acuñar.

Siempre que estaba de mala racha y un poco decaído, le daba por lamentarse de la pérdida de un gato maravilloso que había tenido en otros tiempos (porque allí donde no hay mujeres ni niños, los hombres de inclinaciones bondadosas se encariñan con alguna mascota, ya que necesitan volcar su afecto en algo). Cuando hablaba de la singular astucia de aquel gato, se veía que en su fuero interno estaba convencido de que aquel animal tenía algo de humano... o incluso de sobrenatural.

Yo le oí hablar de su gato en una ocasión. Y lo que contó fue lo siguiente:

—Caballeros, en otra época tuve un gato que respondía al nombre de Tomás Cuarzo y que, creo yo, les habría interesado... porque casi todo el mundo lo encontraba interesante. Ocho años lo tuve conmigo, y era el gato más extraordinario que he visto en mi vida. Era un gatazo gris con más sentido común que cualquier hombre de este campamento; y con tanta dignidad y poderío que ni al mismísimo gobernador de California le hubiera permitido tomarse confianzas con él. En su vida no atrapó ni una sola rata, no señor, no se dignaba hacer esas cosas. Nunca demostró interés por nada que no fuera la minería. Sabía más de minería, ese gato, que cualquier hombre de cuantos he conocido. No le podías explicar nada que no supiera sobre lavaderos de oro, y en cuanto a la explotación de bolsas, bueno, era como si hubiera nacido para dedicarse a ello. Se ponía a escarbar con Jim y conmigo cuando salíamos a hacer prospecciones por los montes, y si nos alejábamos ocho kilómetros, ocho kilómetros venía trotando detrás de nosotros. Además tenía un ojo clínico para los terrenos de laboreo, era algo nunca visto. Cuando nos poníamos a trabajar, echaba una ojeada a su alrededor y, si los indicios no le daban buena espina, nos miraba como diciendo: «Bueno, ustedes sabrán disculparme», y sin una palabra más levantaba la nariz y echaba a andar hacia casa. Pero si el terreno escogido le parecía bien, se tumbaba y no rechistaba hasta que lavábamos la primera batea, y entonces se acercaba a echar un vistazo, y si había allí seis o siete pepitas de oro, se daba por satisfecho... no aspiraba a una prospección mejor que aquélla; luego se tumbaba sobre nuestros abrigos y se ponía a roncar como un barco de vapor hasta que dábamos con la bolsa; entonces se levantaba para dirigirnos. Eso sí que no le daba ninguna pereza.

»Pues bien, pasó el tiempo y llegó aquel año de la locura por el cuarzo. Todo el mundo se metió en ello; ya nadie removía la tierra de las montañas a paletadas, todo era cavar y cavar y perforar el suelo con barrenos; no quedó nadie que no abriera un pozo en lugar de escarbar en la superficie. Jim no quería saber nada del asunto, pero como también nosotros tenemos que explotar las vetas, nos pusimos a buscar. Comenzamos por abrir un pozo y Tomás Cuarzo se preguntaba qué demonios hacíamos. Nunca había visto buscar oro de esa manera y no sabía cómo explicárselo; se podría decir que no lograba comprenderlo por más que lo intentara, aquello le superaba. Y además le fastidiaba, claro está; le fastidiaba muchísimo, y siempre parecía estar diciendo que era una condenada sandez. Pero es que ese gato siempre estaba en contra de cualquier método nuevo que se pusiera de moda, no los soportaba. Ya saben lo que pasa cuando uno se acostumbra a algo. Con el tiempo, Tomás Cuarzo empezó a ceder un poco, aunque sin llegar a comprender del todo a qué se debía esto de pasarse la vida excavando un pozo del que nunca se sacaba nada. Al final se decidió a bajar al pozo para tratar de aclarar el asunto. Y cuando le entraba la tristeza y se sentía un inútil, y se enfadaba y se hartaba de todo, sabiendo que cada vez debíamos más dinero y no estábamos ganando ni un céntimo, se enroscaba en un rincón sobre un saco y echaba un sueñecito. Pues bien, cuando ya habíamos llegado a dos metros y medio de profundidad, la roca se volvió tan dura que tuvimos que meterle un barreno, el primer barreno que utilizábamos desde que había nacido Tomás Cuarzo. Prendimos la mecha, salimos al exterior y nos alejamos a unos cincuenta metros, pero nos olvidamos de que habíamos dejado a Tomás Cuarzo profundamente dormido sobre un saco. Habría pasado un minuto cuando vimos salir del agujero una nubecita de humo y al poco un estallido formidable hizo saltar todo en pedazos; algo así como cuatro toneladas de piedras, tierra, humo y esquirlas volaron hasta unos dos kilómetros de distancia y, ¡Santo Dios!, justo en medio de todo aquello el pobre Tomás Cuarzo había salido despedido por los aires dando volteretas, entre bufidos y resoplidos, mientras trataba de agarrarse a algo como un poseso. Pero no le valió de nada, no señor, de nada. Durante un par de minutos y medio no volvimos a verlo; luego, de repente, comenzaron a llover piedras y escombros y Tomás Cuarzo cayó como un plomo a unos tres metros de donde estábamos. Apuesto a que en aquel momento era el animal de aspecto más desastrado que nunca se haya visto. Tenía una oreja en el cogote, la cola de punta, las pestañas chamuscadas, y estaba tiznado de polvo y de humo, todo pringado de barro de arriba abajo. En fin, como no era cuestión de pedirle disculpas, nos quedamos sin saber qué decir. Él se miró con expresión de asco y luego nos miró a nosotros, y fue tal y como si nos dijera: «Caballeros, quizá ustedes crean que es muy gracioso burlarse de un gato sin experiencia en la extracción de cuarzo, pero yo soy de una opinión muy distinta»... y a continuación dio media vuelta y se marchó a casa sin pronunciar ni una palabra más.

»Él era así. Y aunque no me crean, a partir de entonces nunca se vio un gato con tantos prejuicios contra la explotación de las minas de cuarzo como él. Con el tiempo, cuando volvió a acostumbrarse a bajar al pozo, se habrían quedado asombrados de su sagacidad. En cuanto cogíamos un barreno y la mecha empezaba a chisporrotear, nos echaba una mirada que quería decir: «Bueno, tendrán ustedes que disculparme», y era increíble la velocidad a la que salía del pozo para trepar a un árbol. ¿Sagacidad? Lo suyo era algo más. ¡Verdadera inspiración!

—Desde luego, señor Baker, los prejuicios que tenía su gato contra las minas de cuarzo resultan asombrosos si se tiene en cuenta cómo los adquirió —comenté—. ¿Nunca logró curarlo de esos recelos?
—¡Curarlo! ¡Claro que no! Cuando Tomás Cuarzo le cogía manía a algo, se la cogía para siempre... y aunque hubiéramos tratado de convencerlo tres millones de veces, no habríamos logrado quitarle sus condenados prejuicios contra las minas de cuarzo.



en Cuentos completos, 2012









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