La hermosa Reina Bruja abrió el estuche de marfil donde
guardaba su espejo mágico. El espejo estaba hecho de oro oscuro, oro tan oscuro
como la cabellera que se derramaba sobre la espalda de la Reina Bruja. De oro
oscuro era el espejo, y tan antiguo como los siete árboles de troncos negros y
achaparrados que había al otro lado del cristal azul claro de la ventana.
—Speculum, speculum
—le dijo la Reina Bruja al espejo mágico—. Dei
gratia.
—Volente Deo. Audio.
—Espejo —dijo la Reina Bruja—, ¿a quién ves?
—A ti, mi señora —replicó el espejo—. Y todo lo que hay en esta
tierra. Salvo a una persona.
—Espejo, espejo, ¿a quién no ves?
—No veo a Bianca.
La Reina Bruja se persignó. Cerró el estuche que contenía el
espejo, fue lentamente hasta la ventana y contempló los árboles a través de los
paneles de cristal azul claro. Catorce años antes otra mujer se había detenido
ante esta ventana, pero no era como la Reina Bruja. Aquella mujer tenía una
cabellera negra que le caía hasta los tobillos; vestía un traje carmesí y
llevaba el cinturón a la altura de los pechos, pues su embarazo estaba muy
avanzado. Y esta mujer abrió la ventana que daba al jardín invernal, donde los
viejos árboles se agazapaban entre la nieve. Cogió una afilada aguja de hueso,
se la clavó en un dedo y dejó caer tres gotas de sangre sobre el suelo del
jardín.
—Que mi hija tenga el cabello tan negro como el mío —dijo—, tan
negro como la madera de estos viejos árboles retorcidos. Que tenga la piel como
la mía, blanca como esta nieve. Y que tenga mi boca, roja como la sangre.
Y la mujer sonrió y se lamió el dedo. Llevaba una corona en la
cabeza, y la corona brillaba en el crepúsculo como una estrella. Nunca se
acercaba a la ventana antes del crepúsculo; no le gustaba el día. Era la
primera Reina, y no poseía un espejo.
La segunda Reina, la Reina Bruja, sabía todo esto. Sabía que la
primera Reina murió al dar a luz. Su ataúd fue llevado a la catedral y se
dijeron misas por ella. Corrió un feo rumor: se decía que unas gotas de sangre
bendita habían caído sobre el cadáver y que la carne muerta había empezado a
humear. Pero todo el mundo pensaba que la primera Reina le había traído mala
suerte al reino. Desde su llegada el país se había visto afligido por una
extraña plaga, una enfermedad consuntiva para la que no había cura alguna.
Pasaron siete años. El Rey se casó con la segunda Reina, que
era tan distinta de la primera como el incienso lo es de la mirra.
—Y ésta es mi hija —le dijo el Rey a su segunda Reina.
La niña ya casi tenía siete años. Su negra cabellera le llegaba
hasta los tobillos, su piel era tan blanca como la nieve. Su boca era roja como
la sangre, y sonrió con ella.
—Bianca —dijo el Rey—, debes amar a tu nueva madre.
Bianca le dedicó una sonrisa radiante. Sus dientes relucían con
el brillo afilado de las agujas de hueso.
—Ven —le dijo la Reina Bruja—, ven, Bianca. Te enseñaré mi
espejo mágico.
—Por favor, mamá —dijo Bianca en voz baja—. No me gustan los
espejos.
—Es muy modesta —dijo el Rey—. Y delicada. Nunca sale de día.
El sol le molesta.
Aquella noche la Reina Bruja abrió el estuche que contenía su
espejo.
—Espejo, ¿a quién ves?
—A ti, mi señora. Y a todo lo que hay en esta tierra. Salvo a
una persona.
—Espejo, espejo, ¿a quién no ves?
—No veo a Bianca.
La segunda Reina le regaló a Bianca un pequeño crucifijo hecho
con filigrana de oro. Bianca no quiso aceptarlo. Fue corriendo a ver a su
padre.
—Tengo miedo —murmuró en su oído—. No me gusta pensar en
Nuestro Señor muriendo en la agonía clavado en Su cruz. Quiere asustarme. Dile
que se lo lleve.
La segunda Reina cultivaba rosas blancas en su jardín e invitó
a Bianca a pasear por él después del ocaso. Pero Bianca rechazó la invitación.
—Los espinos me herirán —le murmuró a su padre—. Quiere hacerme
daño.
Cuando Bianca tenía doce años la Reina Bruja habló con el Rey.
—Bianca debería ser confirmada para que pudiera recibir la
Comunión con nosotros.
—No puede ser —dijo el Rey—. Bianca ni tan siquiera ha sido
bautizada, porque mi primera esposa me lo prohibió con sus últimas palabras
antes de morir. Me suplicó que no la bautizara, pues su religión era distinta a
la nuestra. Los deseos de los agonizantes deben ser respetados.
—¿No te gustaría estar bendecida por la iglesia? —le preguntó
la Reina Bruja a Bianca—. Arrodillarte ante la barandilla dorada que hay
delante del altar de mármol, cantarle a Dios, probar el pan del ritual y beber
el vino del ritual…
—Quiere que traicione a mi auténtica madre —le dijo Bianca al
Rey—. Pero ¿cuándo dejará de atormentarme?
El día en que cumplió los trece años Bianca se levantó de la
cama y en la sábana había una mancha roja que parecía una flor muy, muy roja.
—Ahora eres una mujer —le dijo su nodriza.
—Sí —dijo Bianca.
Y fue al joyero de su auténtica madre, y sacó de él la corona
de su madre y se la puso en la cabeza. Cuando caminaba bajo los negros árboles
durante el crepúsculo su corona brillaba como una estrella. La enfermedad
consuntiva que había dejado de atormentar al reino durante trece años volvió a
caer sobre él, y no había cura alguna contra la plaga.
La Reina Bruja estaba sentada ante una ventana de cristal verde
claro y blanco ahumado, y sostenía en sus manos una Biblia encuadernada en seda
color rosa.
—Majestad —dijo el cazador, inclinándose ante ella hasta casi
rozar el suelo.
El cazador tenía cuarenta años. Era fuerte y apuesto, y estaba
versado en la sabiduría oculta de los bosques y la ciencia secreta de la
tierra. También era capaz de matar sin vacilación, pues ése era su oficio.
Podía matar al esbelto y frágil venado, y a los pájaros con alas de luna, y a
las liebres de piel aterciopelada cuyos ojos están llenos de tristeza porque
conocen el destino que les aguarda. Se compadecía de esas bestias, pero las
mataba pese a su compasión. La compasión no podía detenerle. Era su oficio.
—Mira en el jardín —dijo la Reina Bruja.
El cazador contempló el jardín a través de un cristal blanco
ahumado. El sol se había puesto y una doncella pasaba por debajo de un árbol.
—La Princesa Bianca —dijo el cazador.
—¿Qué más? —le preguntó la Reina Bruja.
El cazador se persignó.
—Por Nuestro Señor que no lo diré, mi Reina.
—Pero lo sabes.
—¿Y quién no?
—El Rey no lo sabe.
—Quizá sí lo sepa.
—¿Eres un hombre valiente? —le preguntó la Reina Bruja.
—En verano he perseguido al jabalí y lo he matado. He matado
lobos en invierno.
—Pero ¿eres lo bastante valiente?
—Si vos lo ordenáis, mi Señora, haré cuanto esté en mi mano
—dijo el cazador.
La Reina Bruja abrió la Biblia en cierto pasaje y sacó del
libro un crucifijo de plata muy delgado que había estado tapando las palabras: No temerás a los terrores de la noche ni a
la pestilencia que camina en la oscuridad. El cazador besó el crucifijo y
se lo colgó del cuello, colocándolo debajo de su camisa.
—Acércate y te explicaré lo que debes decir —le ordenó la Reina
Bruja.
El cazador entró en el jardín y las estrellas ardían en el
cielo. Fue hasta Bianca, que estaba inmóvil bajo un árbol enano de tronco negro
y deforme, y se arrodilló ante ella.
—Princesa —le dijo—, perdonadme, pero debo daros malas
noticias.
—Dámelas entonces —dijo la muchacha, jugueteando con el largo
tallo de una pálida flor de la noche que acababa de arrancar.
—Vuestra madrastra, esa maldita bruja celosa, quiere hacer que
os asesinen. No hay forma de impedirlo. Debéis huir de aquí esta misma noche.
Si lo permitís, yo os guiaré por el bosque. Hay quienes cuidarán de vos hasta
que podáis volver sin que vuestra vida corra peligro.
Bianca le miró, confiando en él.
—Entonces iré contigo —dijo.
Salieron del jardín por un camino secreto, fueron por un pasaje
subterráneo, cruzaron un huerto de frutales que nadie cuidaba y siguieron un
sendero de suelo abrupto y desigual flanqueado por grandes setos que llevaban
mucho tiempo sin ser podados.
Cuando llegaron al bosque la noche era un parpadeo azul que
latía en el cielo. Las ramas del bosque se unían entre sí como las varillas de
plomo en un ventanal, y el cielo brillaba tenuemente por entre ellas como
cristales multicolores.
—Estoy cansada —suspiró Bianca—. ¿Puedo descansar un momento?
—Descansad, os lo ruego —dijo el cazador—. De noche los zorros
van a ese claro para jugar. Mirad en esa dirección y los veréis.
—Sabes muchas cosas —dijo Bianca—. Y eres muy guapo.
Se sentó sobre la hierba y contempló el claro. El cazador
desenvainó su cuchillo sin hacer ningún ruido y lo ocultó entre los pliegues de
su capa. Fue hacia la joven y se detuvo a un paso de ella.
—¿Qué estáis murmurando? —preguntó el cazador, poniendo la mano
sobre su cabello negro como el bosque.
—No es más que una cancioncilla que me enseñó mi madre.
El cazador la agarró por el cabello y la hizo girar de tal
forma que su blanca garganta quedó ante él, lista para recibir el cuchillo.
Pero no llegó a asestar el golpe, pues en su mano tenía los rizos color oro
oscuro de la Reina Bruja, y su rostro sonriente se alzó hacia él, y la Reina
Bruja le rodeó con sus brazos, riendo.
—Ah, hombre dulce y bondadoso, no era más que una prueba a la
que te he sometido. ¿Acaso no soy una bruja? ¿Y acaso no me amas?
El cazador tembló, pues la amaba, y su cuerpo estaba tan cerca
del suyo que el corazón de la Reina parecía latir dentro de sus mismas
entrañas.
—Envaina ese cuchillo. Arroja ese ridículo crucifijo. No
necesitamos tales cosas. El Rey no es ni la mitad de hombre que tú.
Y el cazador la obedeció, arrojando el cuchillo y el crucifijo
bien lejos, entre las raíces de los árboles. La abrazó con todas sus fuerzas y
ella enterró el rostro en su cuello, y el dolor de su beso fue lo último que
sintió en este mundo.
Ahora el cielo era negro. El bosque era aún más negro. Ningún
zorro jugaba en el claro. La luna asomó por el cielo y creó encajes blancos por
entre los arbustos, y detrás de los ojos vacíos del cazador. Bianca se limpió
la boca con una flor muerta.
—Siete dormidos, siete despiertos —dijo Bianca—. Madera a la
madera. Sangre a la sangre. Vosotros a mí.
Entonces se oyó el sonido de la tierra hendiéndose siete veces,
y el sonido venía de más allá de los árboles, del sendero entre los setos, del
huerto abandonado y del pasadizo subterráneo. Y después hubo un sonido terrible
que parecía el eco de siete pisadas, y el sonido se acercó. Y siguió
acercándose.
Saltando y saltando, saltando y saltando, saltando y saltando. En
el bosquecillo, siete estremecimientos negros. En el sendero, entre los setos,
siete cosas negras deslizándose. La espesura crujió y las ramas se partieron.
Siete criaturas enanas y deformes de cuerpos encogidos sobre sí
mismos se abrieron paso por el bosque hasta llegar al claro. Vello mohoso negro
como el bosque, máscaras calvas negras como el bosque. Ojos como grietas
relucientes, bocas como cavernas húmedas. Barbas de liquen. Dedos hechos de
guijarros y ramas. Sonriendo. Arrodillándose. Pegando los rostros a la tierra.
—Bienvenidos —dijo Bianca.
La Reina Bruja estaba ante una ventana de cristal color vino
aguado. Contemplaba el espejo mágico.
—Espejo, ¿a quién ves?
—A ti, mi señora. Veo a un hombre en el bosque. Fue de caza,
pero no a cazar venados. Tiene los ojos abiertos, pero está muerto. Veo todo lo
que hay en esta tierra. Salvo a una persona.
La Reina Bruja se tapó los oídos con las manos. El jardín que
había al otro lado de la ventana estaba vacío, y los siete árboles enanos de
troncos negros y retorcidos habían desaparecido.
—Bianca —dijo la Reina.
Las ventanas estaban cubiertas con cortinajes y no dejaban
pasar la luz. La luz brotaba de una vasija y se esparcía en un haz de rayos que
tenían el color del sol cuando cae sobre una gavilla de trigo. El resplandor
iluminaba cuatro espadas que apuntaban hacia el este y el oeste, hacia el norte
y hacia el sur.
Cuatro vientos soplaban en la estancia, y tres archivientos con
ellos. Fuegos fríos habían nacido en ella, y océanos apergaminados, y los
polvos gris y plata del Tiempo. Las manos de la Reina Bruja flotaban como hojas
dobladas en el aire, y los labios resecos de la Reina Bruja cantaban.
—Pater omnipotens,
mittere digneris sanctum Angelum tuum de Infernis.
La luz se desvaneció y luego se hizo más brillante. El Angel
Lucefiel estaba de pie entre las empuñaduras de las cuatro espadas, ataviado
con sombríos ropajes, el rostro envuelto en las sombras y las alas color oro
desplegadas llameando a su espalda.
—Me has llamado, por lo que sé cuál es tu deseo. Es un deseo
que no te traerá consuelo alguno. Me pides el dolor.
—¿Y tú me hablas de dolor, Señor Lucefiel, tú que sufres el
dolor más implacable de todos? Un dolor peor que el de los clavos en los pies y
las muñecas, peor que los espinos y la copa amarga y la lanza en el costado…
Eres invocado para hacer el mal, pero yo no te he llamado para eso pues
comprendo tu auténtica naturaleza, hijo de Dios, hermano de El Hijo.
—Veo que me reconoces. Te concederé lo que pides.
Y Lucefiel (al que algunos llaman Satanás, Rex Mundi, pero que
aun así sigue siendo la mano izquierda, la mano siniestra de los designios de
Dios), arrancó el rayo del éter y lo hizo caer sobre la Reina Bruja. El rayo la
golpeó en el pecho. Cayó al suelo. El haz luminoso creció hasta hacerse tan
inmenso como una torre y su claridad bañó los ojos dorados del Ángel, que eran
terribles aunque en ellos ardía la compasión, y las espadas se hicieron añicos
y el Ángel se desvaneció. La Reina Bruja se levantó lentamente del suelo de la
estancia. Ahora ya no era hermosa. Se había convertido en una vieja marchita y
babeante.
En el corazón del bosque el sol no brillaba ni tan siquiera al
mediodía. Las flores cubrían la hierba, pero no tenían color alguno. De la
techumbre negra y verde colgaban telarañas de un espeso crepúsculo verdoso por
entre el que bailaban febrilmente mariposas y polillas albinas. Los troncos de
los árboles eran tan lisos y suaves como los tallos de las algas que crecen
bajo el mar. Los murciélagos volaban durante el día, y había pájaros que se
creían murciélagos.
Y allí había un sepulcro del que goteaban barbas de musgo. Los
huesos ya no estaban dentro del sepulcro, sino esparcidos a los pies de siete
árboles enanos de troncos deformes. Parecían árboles. A veces se movían. A
veces algo parecido a un ojo o a un diente brillaba por entre la humedad de las
sombras.
Bianca estaba sentada a la sombra del sepulcro, peinando su
cabellera. Algo se movió en la espesura del crepúsculo. Los siete árboles
volvieron la cabeza. Una vieja emergió del bosque. Tenía la espalda torcida y
su arrugada y casi calva cabeza se inclinaba hacia delante como la de un buitre
que se dispone a caer sobre su presa.
—Aquí estamos por fin —rechinó la vieja con la voz de un
buitre.
Se acercó al sepulcro y se dejó caer lentamente de rodillas, e
inclinó su rostro hasta pegarlo a la tierra y las flores que no tenían color. Bianca
se irguió y la miró. La vieja se levantó. Sus dientes eran como verjas
amarillas.
—Te traigo el homenaje de las brujas, y tres regalos —dijo la
vieja.
—¿Por qué?
—Ah, qué niña tan inteligente, y sólo tiene catorce años… ¿Por
qué? Porque te tememos. Te traigo regalos para ganarnos tu amistad.
Bianca se rió.
—Enséñamelos.
La vieja movió su mano a través del aire verde. Un instante después
sus dedos sostenían un cordoncillo de seda en el que había trenzados cabellos
humanos.
—Este cordoncillo te protegerá de las armas de los sacerdotes,
del crucifijo, del cáliz y de la maldita agua bendita. Contiene las trenzas de
una virgen, y de una mujer que no era mejor de lo que debía ser, y de una
muerta. Y aquí… —un segundo pase y sus dedos sostenían un peine esmaltado de
azul y verde—, un peine de las profundidades del mar, el abalorio de una
sirena, para encantar y dominar. Separa tus rizos con esto y el olor del océano
llenará las fosas nasales de los hombres y el ritmo de las mareas colmará sus
oídos, esas mareas que atan a los hombres como si fueran cadenas. Y por último
—añadió la vieja—, ese viejo símbolo de la maldad, el fruto escarlata de Eva,
la manzana roja como la sangre. Muérdela y el entendimiento del pecado de que
alardeaba la serpiente no tendrá secretos para ti.
Y la vieja hizo su último pase con la mano en el aire y le
ofreció la manzana, el cordoncillo y el peine. Bianca se volvió hacia los siete
árboles de troncos deformes.
—Me gustan sus regalos, pero no confío del todo en ella.
Las máscaras calvas la contemplaron por entre sus barbas de
liquen. Los ojos brillaban. Las garras de madera y guijarros se abrieron y
cerraron con un seco chasquido.
—No importa —dijo Bianca—. Dejaré que me ponga el cordoncillo
en la cintura y haré que peine mi cabellera.
La vieja obedeció gimoteando con expresión temerosa. Fue hacia
Bianca, moviéndose con la torpeza de un sapo. Le ató el cordoncillo a la
cintura. Separó su cabellera de ébano con el peine. El aire se llenó de
chispas, blancas las que salían del cordoncillo, color ojo de pavo real las que
salían del peine.
—Y ahora, vieja, dale un mordisquito a la manzana.
—Me enorgullecerá contarle a mis hermanas que compartí esta
fruta contigo —dijo la vieja.
Y mordió la manzana, y masticó ruidosamente el bocado, y se lo
tragó chasqueando los labios. Bianca cogió la manzana y la mordió. Bianca
gritó… y sintió que se asfixiaba. Se levantó de un salto. Su cabellera giró a
su alrededor como una nube de tormenta. Su rostro se volvió azul, amarillo
pizarra y nuevamente blanco. Cayó sobre las flores que no tenían color,
inmóvil, sin respirar.
Los siete árboles enanos agitaron sus miembros y sus cabezas de
barbas musgosas, pero no les sirvió de nada. Sin el arte de Bianca no podían
moverse a saltos. Tensaron sus garras y arañaron la rala cabellera de la vieja
y su chal, pero la vieja pasó corriendo por entre ellos. Corrió hasta llegar a
la parte del bosque iluminada por el sol, corrió por el sendero de los setos,
corrió por el bosque y por un pasadizo oculto.
La vieja entró en el palacio por el camino secreto y llegó a la
estancia de la Reina por una escalera secreta. Iba tan encorvada que casi
tocaba el suelo con la cabeza. Se apretaba las costillas con los brazos. Su
flaca mano abrió el estuche de marfil que contenía el espejo mágico.
—Speculum, speculum.
Deigratia. ¿A quién ves?
—A ti, mi señora. Y a todo lo que hay en esta tierra. Y veo un
ataúd.
—¿Quién yace en el ataúd?
—No puedo verlo. Debe de ser Bianca.
La vieja que había sido la hermosa Reina Bruja se sentó ante la
ventana de cristal verde claro y blanco ahumado. Sus drogas y sus pociones la
aguardaban, listas para invertir el temible conjuro de los años que el Ángel
Lucefiel había hecho caer sobre ella, pero la Reina Bruja no las tocó. La
manzana contenía un fragmento de la carne de Cristo, la hostia sagrada, la
Eucaristía. La Reina Bruja cogió su Biblia y la abrió al azar. Y leyó con temor
esta palabra: Resurcat.
El ataúd parecía estar hecho de un cristal lechoso. Ésta es la
manera en que se formó: una tenue humareda blanca brotó de la piel de Bianca.
Su cuerpo humeó como el fuego cuando se le arroja agua encima para apagarlo. El
fragmento de hostia se había quedado atascado en su garganta. La Eucaristía, el
agua que apagaba su fuego, hizo que Bianca humeara.
Después los frescos rocíos de la noche se fueron condensando, y
con ellos llegaron las todavía más frías atmósferas de la noche. El humo
emitido por Bianca al apagarse se fue congelando a su alrededor. Una delicada
filigrana de escarcha plateada se fue formando sobre el bloque de hielo
nebuloso que contenía a Bianca.
El gélido corazón de Bianca no podía calentar el hielo, y el
verde crepúsculo sin sol del día no podía derretirlo. Se la podía ver a través
del cristal, acostada en el ataúd. Qué hermosa estaba Bianca… Negra como el
ébano, blanca como la nieve, roja como la sangre. Los árboles se cernían sobre
el ataúd. Fueron pasando los años. Los árboles se esparcieron alrededor del
ataúd, acunándolo en sus brazos. Sus ojos lloraron hongos y resina verdosa.
Verdes gotas de ámbar se endurecieron como joyas sobre el ataúd de cristal.
—¿Quién yace bajo los árboles? —se preguntó el Príncipe al
entrar en el claro.
Parecía haber traído consigo una luna dorada que brillaba
alrededor de su cabeza de oro, sobre la armadura dorada y la capa de satén
blanco adornada de oro, sangre, tinta y zafiro. Los cascos del caballo blanco
avanzaron sobre las flores que no tenían color, pero cuando los cascos habían
pasado sobre ellos las flores volvían a erguirse. Un extraño escudo colgaba de
la silla de montar. A un lado se veía el rostro de un león, y en el otro el de
un cordero.
Los árboles gimieron y sus cabezas se hendieron formando bocas
enormes.
—¿Es éste el ataúd de Bianca? —preguntó el Príncipe.
—Déjala con nosotros —dijeron los siete árboles.
Tiraron de sus raíces. El suelo se estremeció. El ataúd de
cristal y hielo tembló y una gran grieta se abrió en su superficie. Bianca
tosió. La vibración había hecho que el fragmento de la hostia saliera de su
garganta. El ataúd se rompió en un millar de fragmentos y Bianca se irguió.
Miró al Príncipe y le sonrió.
—Bienvenido, amor mío —dijo Bianca.
Se puso en pie, movió la cabeza haciendo ondular su cabellera y
fue hacia el Príncipe montado en el caballo blanco.
Pero le pareció que estaba caminando por entre las sombras de
una habitación purpúrea, y luego en una habitación carmesí cuyas emanaciones la
atravesaban como si fuesen cuchillos. Después caminó por una habitación
amarilla donde oyó el sonido del llanto, y el llanto le perforó los oídos. Le
pareció que iba siendo despojada de su cuerpo hasta no ser más que un corazón
palpitante. Los latidos de su corazón se convirtieron en dos alas. Voló. Era un
cuervo, después una lechuza. Voló hacia un panel de cristal reluciente. El
panel la manchó de blanco. Blanca como la nieve… Era una paloma. Se posó en el
hombro del Príncipe y ocultó la cabeza debajo del ala. En ella ya no había nada
negro ni nada que fuese rojo.
—Vuelve a empezar, Bianca —dijo el Príncipe.
La alzó de su hombro. Sobre su muñeca había una señal. Era como
una estrella. Era la señal dejada por el clavo que atravesó su carne. Bianca
emprendió el vuelo y atravesó la techumbre del bosque. Voló hacia una ventana
color vino. Estaba en el palacio. Tenía siete años. La Reina Bruja, su nueva
madre, le colgó del cuello un crucifijo hecho con filigrana de plata.
—Espejo —dijo la Reina Bruja—, ¿a quién ves?
—A ti, mi señora —replicó el espejo—. Y a todo lo que hay en
esta tierra. Y a Bianca.
en
Vampiras (Antología), 2010
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