viernes, julio 07, 2017

“Roja como la sangre”, de Tanith Lee




 
La hermosa Reina Bruja abrió el estuche de marfil donde guardaba su espejo mágico. El espejo estaba hecho de oro oscuro, oro tan oscuro como la cabellera que se derramaba sobre la espalda de la Reina Bruja. De oro oscuro era el espejo, y tan antiguo como los siete árboles de troncos negros y achaparrados que había al otro lado del cristal azul claro de la ventana.

Speculum, speculum —le dijo la Reina Bruja al espejo mágico—. Dei gratia.
Volente Deo. Audio.
—Espejo —dijo la Reina Bruja—, ¿a quién ves?
—A ti, mi señora —replicó el espejo—. Y todo lo que hay en esta tierra. Salvo a una persona.
—Espejo, espejo, ¿a quién no ves?
—No veo a Bianca.

La Reina Bruja se persignó. Cerró el estuche que contenía el espejo, fue lentamente hasta la ventana y contempló los árboles a través de los paneles de cristal azul claro. Catorce años antes otra mujer se había detenido ante esta ventana, pero no era como la Reina Bruja. Aquella mujer tenía una cabellera negra que le caía hasta los tobillos; vestía un traje carmesí y llevaba el cinturón a la altura de los pechos, pues su embarazo estaba muy avanzado. Y esta mujer abrió la ventana que daba al jardín invernal, donde los viejos árboles se agazapaban entre la nieve. Cogió una afilada aguja de hueso, se la clavó en un dedo y dejó caer tres gotas de sangre sobre el suelo del jardín.

—Que mi hija tenga el cabello tan negro como el mío —dijo—, tan negro como la madera de estos viejos árboles retorcidos. Que tenga la piel como la mía, blanca como esta nieve. Y que tenga mi boca, roja como la sangre.

Y la mujer sonrió y se lamió el dedo. Llevaba una corona en la cabeza, y la corona brillaba en el crepúsculo como una estrella. Nunca se acercaba a la ventana antes del crepúsculo; no le gustaba el día. Era la primera Reina, y no poseía un espejo.

La segunda Reina, la Reina Bruja, sabía todo esto. Sabía que la primera Reina murió al dar a luz. Su ataúd fue llevado a la catedral y se dijeron misas por ella. Corrió un feo rumor: se decía que unas gotas de sangre bendita habían caído sobre el cadáver y que la carne muerta había empezado a humear. Pero todo el mundo pensaba que la primera Reina le había traído mala suerte al reino. Desde su llegada el país se había visto afligido por una extraña plaga, una enfermedad consuntiva para la que no había cura alguna.

Pasaron siete años. El Rey se casó con la segunda Reina, que era tan distinta de la primera como el incienso lo es de la mirra.

—Y ésta es mi hija —le dijo el Rey a su segunda Reina.

La niña ya casi tenía siete años. Su negra cabellera le llegaba hasta los tobillos, su piel era tan blanca como la nieve. Su boca era roja como la sangre, y sonrió con ella.

—Bianca —dijo el Rey—, debes amar a tu nueva madre.

Bianca le dedicó una sonrisa radiante. Sus dientes relucían con el brillo afilado de las agujas de hueso.

—Ven —le dijo la Reina Bruja—, ven, Bianca. Te enseñaré mi espejo mágico.
—Por favor, mamá —dijo Bianca en voz baja—. No me gustan los espejos.
—Es muy modesta —dijo el Rey—. Y delicada. Nunca sale de día. El sol le molesta.

Aquella noche la Reina Bruja abrió el estuche que contenía su espejo.

—Espejo, ¿a quién ves?
—A ti, mi señora. Y a todo lo que hay en esta tierra. Salvo a una persona.
—Espejo, espejo, ¿a quién no ves?
—No veo a Bianca.

La segunda Reina le regaló a Bianca un pequeño crucifijo hecho con filigrana de oro. Bianca no quiso aceptarlo. Fue corriendo a ver a su padre.

—Tengo miedo —murmuró en su oído—. No me gusta pensar en Nuestro Señor muriendo en la agonía clavado en Su cruz. Quiere asustarme. Dile que se lo lleve.

La segunda Reina cultivaba rosas blancas en su jardín e invitó a Bianca a pasear por él después del ocaso. Pero Bianca rechazó la invitación.

—Los espinos me herirán —le murmuró a su padre—. Quiere hacerme daño.

Cuando Bianca tenía doce años la Reina Bruja habló con el Rey.

—Bianca debería ser confirmada para que pudiera recibir la Comunión con nosotros.
—No puede ser —dijo el Rey—. Bianca ni tan siquiera ha sido bautizada, porque mi primera esposa me lo prohibió con sus últimas palabras antes de morir. Me suplicó que no la bautizara, pues su religión era distinta a la nuestra. Los deseos de los agonizantes deben ser respetados.
—¿No te gustaría estar bendecida por la iglesia? —le preguntó la Reina Bruja a Bianca—. Arrodillarte ante la barandilla dorada que hay delante del altar de mármol, cantarle a Dios, probar el pan del ritual y beber el vino del ritual…
—Quiere que traicione a mi auténtica madre —le dijo Bianca al Rey—. Pero ¿cuándo dejará de atormentarme?

El día en que cumplió los trece años Bianca se levantó de la cama y en la sábana había una mancha roja que parecía una flor muy, muy roja.

—Ahora eres una mujer —le dijo su nodriza.
—Sí —dijo Bianca.

Y fue al joyero de su auténtica madre, y sacó de él la corona de su madre y se la puso en la cabeza. Cuando caminaba bajo los negros árboles durante el crepúsculo su corona brillaba como una estrella. La enfermedad consuntiva que había dejado de atormentar al reino durante trece años volvió a caer sobre él, y no había cura alguna contra la plaga.

La Reina Bruja estaba sentada ante una ventana de cristal verde claro y blanco ahumado, y sostenía en sus manos una Biblia encuadernada en seda color rosa.

—Majestad —dijo el cazador, inclinándose ante ella hasta casi rozar el suelo.

El cazador tenía cuarenta años. Era fuerte y apuesto, y estaba versado en la sabiduría oculta de los bosques y la ciencia secreta de la tierra. También era capaz de matar sin vacilación, pues ése era su oficio. Podía matar al esbelto y frágil venado, y a los pájaros con alas de luna, y a las liebres de piel aterciopelada cuyos ojos están llenos de tristeza porque conocen el destino que les aguarda. Se compadecía de esas bestias, pero las mataba pese a su compasión. La compasión no podía detenerle. Era su oficio.

—Mira en el jardín —dijo la Reina Bruja.

El cazador contempló el jardín a través de un cristal blanco ahumado. El sol se había puesto y una doncella pasaba por debajo de un árbol.

—La Princesa Bianca —dijo el cazador.
—¿Qué más? —le preguntó la Reina Bruja.

El cazador se persignó.

—Por Nuestro Señor que no lo diré, mi Reina.
—Pero lo sabes.
—¿Y quién no?
—El Rey no lo sabe.
—Quizá sí lo sepa.
—¿Eres un hombre valiente? —le preguntó la Reina Bruja.
—En verano he perseguido al jabalí y lo he matado. He matado lobos en invierno.
—Pero ¿eres lo bastante valiente?
—Si vos lo ordenáis, mi Señora, haré cuanto esté en mi mano —dijo el cazador.

La Reina Bruja abrió la Biblia en cierto pasaje y sacó del libro un crucifijo de plata muy delgado que había estado tapando las palabras: No temerás a los terrores de la noche ni a la pestilencia que camina en la oscuridad. El cazador besó el crucifijo y se lo colgó del cuello, colocándolo debajo de su camisa.

—Acércate y te explicaré lo que debes decir —le ordenó la Reina Bruja.

El cazador entró en el jardín y las estrellas ardían en el cielo. Fue hasta Bianca, que estaba inmóvil bajo un árbol enano de tronco negro y deforme, y se arrodilló ante ella.

—Princesa —le dijo—, perdonadme, pero debo daros malas noticias.
—Dámelas entonces —dijo la muchacha, jugueteando con el largo tallo de una pálida flor de la noche que acababa de arrancar.
—Vuestra madrastra, esa maldita bruja celosa, quiere hacer que os asesinen. No hay forma de impedirlo. Debéis huir de aquí esta misma noche. Si lo permitís, yo os guiaré por el bosque. Hay quienes cuidarán de vos hasta que podáis volver sin que vuestra vida corra peligro.

Bianca le miró, confiando en él.

—Entonces iré contigo —dijo.

Salieron del jardín por un camino secreto, fueron por un pasaje subterráneo, cruzaron un huerto de frutales que nadie cuidaba y siguieron un sendero de suelo abrupto y desigual flanqueado por grandes setos que llevaban mucho tiempo sin ser podados.

Cuando llegaron al bosque la noche era un parpadeo azul que latía en el cielo. Las ramas del bosque se unían entre sí como las varillas de plomo en un ventanal, y el cielo brillaba tenuemente por entre ellas como cristales multicolores.

—Estoy cansada —suspiró Bianca—. ¿Puedo descansar un momento?
—Descansad, os lo ruego —dijo el cazador—. De noche los zorros van a ese claro para jugar. Mirad en esa dirección y los veréis.
—Sabes muchas cosas —dijo Bianca—. Y eres muy guapo.

Se sentó sobre la hierba y contempló el claro. El cazador desenvainó su cuchillo sin hacer ningún ruido y lo ocultó entre los pliegues de su capa. Fue hacia la joven y se detuvo a un paso de ella.

—¿Qué estáis murmurando? —preguntó el cazador, poniendo la mano sobre su cabello negro como el bosque.
—No es más que una cancioncilla que me enseñó mi madre.

El cazador la agarró por el cabello y la hizo girar de tal forma que su blanca garganta quedó ante él, lista para recibir el cuchillo. Pero no llegó a asestar el golpe, pues en su mano tenía los rizos color oro oscuro de la Reina Bruja, y su rostro sonriente se alzó hacia él, y la Reina Bruja le rodeó con sus brazos, riendo.

—Ah, hombre dulce y bondadoso, no era más que una prueba a la que te he sometido. ¿Acaso no soy una bruja? ¿Y acaso no me amas?

El cazador tembló, pues la amaba, y su cuerpo estaba tan cerca del suyo que el corazón de la Reina parecía latir dentro de sus mismas entrañas.

—Envaina ese cuchillo. Arroja ese ridículo crucifijo. No necesitamos tales cosas. El Rey no es ni la mitad de hombre que tú.

Y el cazador la obedeció, arrojando el cuchillo y el crucifijo bien lejos, entre las raíces de los árboles. La abrazó con todas sus fuerzas y ella enterró el rostro en su cuello, y el dolor de su beso fue lo último que sintió en este mundo.

Ahora el cielo era negro. El bosque era aún más negro. Ningún zorro jugaba en el claro. La luna asomó por el cielo y creó encajes blancos por entre los arbustos, y detrás de los ojos vacíos del cazador. Bianca se limpió la boca con una flor muerta.

—Siete dormidos, siete despiertos —dijo Bianca—. Madera a la madera. Sangre a la sangre. Vosotros a mí.

Entonces se oyó el sonido de la tierra hendiéndose siete veces, y el sonido venía de más allá de los árboles, del sendero entre los setos, del huerto abandonado y del pasadizo subterráneo. Y después hubo un sonido terrible que parecía el eco de siete pisadas, y el sonido se acercó. Y siguió acercándose.

Saltando y saltando, saltando y saltando, saltando y saltando. En el bosquecillo, siete estremecimientos negros. En el sendero, entre los setos, siete cosas negras deslizándose. La espesura crujió y las ramas se partieron.

Siete criaturas enanas y deformes de cuerpos encogidos sobre sí mismos se abrieron paso por el bosque hasta llegar al claro. Vello mohoso negro como el bosque, máscaras calvas negras como el bosque. Ojos como grietas relucientes, bocas como cavernas húmedas. Barbas de liquen. Dedos hechos de guijarros y ramas. Sonriendo. Arrodillándose. Pegando los rostros a la tierra.

—Bienvenidos —dijo Bianca.

La Reina Bruja estaba ante una ventana de cristal color vino aguado. Contemplaba el espejo mágico.

—Espejo, ¿a quién ves?
—A ti, mi señora. Veo a un hombre en el bosque. Fue de caza, pero no a cazar venados. Tiene los ojos abiertos, pero está muerto. Veo todo lo que hay en esta tierra. Salvo a una persona.

La Reina Bruja se tapó los oídos con las manos. El jardín que había al otro lado de la ventana estaba vacío, y los siete árboles enanos de troncos negros y retorcidos habían desaparecido.

—Bianca —dijo la Reina.

Las ventanas estaban cubiertas con cortinajes y no dejaban pasar la luz. La luz brotaba de una vasija y se esparcía en un haz de rayos que tenían el color del sol cuando cae sobre una gavilla de trigo. El resplandor iluminaba cuatro espadas que apuntaban hacia el este y el oeste, hacia el norte y hacia el sur.

Cuatro vientos soplaban en la estancia, y tres archivientos con ellos. Fuegos fríos habían nacido en ella, y océanos apergaminados, y los polvos gris y plata del Tiempo. Las manos de la Reina Bruja flotaban como hojas dobladas en el aire, y los labios resecos de la Reina Bruja cantaban.

Pater omnipotens, mittere digneris sanctum Angelum tuum de Infernis.

La luz se desvaneció y luego se hizo más brillante. El Angel Lucefiel estaba de pie entre las empuñaduras de las cuatro espadas, ataviado con sombríos ropajes, el rostro envuelto en las sombras y las alas color oro desplegadas llameando a su espalda.

—Me has llamado, por lo que sé cuál es tu deseo. Es un deseo que no te traerá consuelo alguno. Me pides el dolor.
—¿Y tú me hablas de dolor, Señor Lucefiel, tú que sufres el dolor más implacable de todos? Un dolor peor que el de los clavos en los pies y las muñecas, peor que los espinos y la copa amarga y la lanza en el costado… Eres invocado para hacer el mal, pero yo no te he llamado para eso pues comprendo tu auténtica naturaleza, hijo de Dios, hermano de El Hijo.
—Veo que me reconoces. Te concederé lo que pides.

Y Lucefiel (al que algunos llaman Satanás, Rex Mundi, pero que aun así sigue siendo la mano izquierda, la mano siniestra de los designios de Dios), arrancó el rayo del éter y lo hizo caer sobre la Reina Bruja. El rayo la golpeó en el pecho. Cayó al suelo. El haz luminoso creció hasta hacerse tan inmenso como una torre y su claridad bañó los ojos dorados del Ángel, que eran terribles aunque en ellos ardía la compasión, y las espadas se hicieron añicos y el Ángel se desvaneció. La Reina Bruja se levantó lentamente del suelo de la estancia. Ahora ya no era hermosa. Se había convertido en una vieja marchita y babeante.

En el corazón del bosque el sol no brillaba ni tan siquiera al mediodía. Las flores cubrían la hierba, pero no tenían color alguno. De la techumbre negra y verde colgaban telarañas de un espeso crepúsculo verdoso por entre el que bailaban febrilmente mariposas y polillas albinas. Los troncos de los árboles eran tan lisos y suaves como los tallos de las algas que crecen bajo el mar. Los murciélagos volaban durante el día, y había pájaros que se creían murciélagos.

Y allí había un sepulcro del que goteaban barbas de musgo. Los huesos ya no estaban dentro del sepulcro, sino esparcidos a los pies de siete árboles enanos de troncos deformes. Parecían árboles. A veces se movían. A veces algo parecido a un ojo o a un diente brillaba por entre la humedad de las sombras.

Bianca estaba sentada a la sombra del sepulcro, peinando su cabellera. Algo se movió en la espesura del crepúsculo. Los siete árboles volvieron la cabeza. Una vieja emergió del bosque. Tenía la espalda torcida y su arrugada y casi calva cabeza se inclinaba hacia delante como la de un buitre que se dispone a caer sobre su presa.

—Aquí estamos por fin —rechinó la vieja con la voz de un buitre.

Se acercó al sepulcro y se dejó caer lentamente de rodillas, e inclinó su rostro hasta pegarlo a la tierra y las flores que no tenían color. Bianca se irguió y la miró. La vieja se levantó. Sus dientes eran como verjas amarillas.

—Te traigo el homenaje de las brujas, y tres regalos —dijo la vieja.
—¿Por qué?
—Ah, qué niña tan inteligente, y sólo tiene catorce años… ¿Por qué? Porque te tememos. Te traigo regalos para ganarnos tu amistad.

Bianca se rió.

—Enséñamelos.

La vieja movió su mano a través del aire verde. Un instante después sus dedos sostenían un cordoncillo de seda en el que había trenzados cabellos humanos.

—Este cordoncillo te protegerá de las armas de los sacerdotes, del crucifijo, del cáliz y de la maldita agua bendita. Contiene las trenzas de una virgen, y de una mujer que no era mejor de lo que debía ser, y de una muerta. Y aquí… —un segundo pase y sus dedos sostenían un peine esmaltado de azul y verde—, un peine de las profundidades del mar, el abalorio de una sirena, para encantar y dominar. Separa tus rizos con esto y el olor del océano llenará las fosas nasales de los hombres y el ritmo de las mareas colmará sus oídos, esas mareas que atan a los hombres como si fueran cadenas. Y por último —añadió la vieja—, ese viejo símbolo de la maldad, el fruto escarlata de Eva, la manzana roja como la sangre. Muérdela y el entendimiento del pecado de que alardeaba la serpiente no tendrá secretos para ti.

Y la vieja hizo su último pase con la mano en el aire y le ofreció la manzana, el cordoncillo y el peine. Bianca se volvió hacia los siete árboles de troncos deformes.

—Me gustan sus regalos, pero no confío del todo en ella.

Las máscaras calvas la contemplaron por entre sus barbas de liquen. Los ojos brillaban. Las garras de madera y guijarros se abrieron y cerraron con un seco chasquido.

—No importa —dijo Bianca—. Dejaré que me ponga el cordoncillo en la cintura y haré que peine mi cabellera.

La vieja obedeció gimoteando con expresión temerosa. Fue hacia Bianca, moviéndose con la torpeza de un sapo. Le ató el cordoncillo a la cintura. Separó su cabellera de ébano con el peine. El aire se llenó de chispas, blancas las que salían del cordoncillo, color ojo de pavo real las que salían del peine.

—Y ahora, vieja, dale un mordisquito a la manzana.
—Me enorgullecerá contarle a mis hermanas que compartí esta fruta contigo —dijo la vieja.

Y mordió la manzana, y masticó ruidosamente el bocado, y se lo tragó chasqueando los labios. Bianca cogió la manzana y la mordió. Bianca gritó… y sintió que se asfixiaba. Se levantó de un salto. Su cabellera giró a su alrededor como una nube de tormenta. Su rostro se volvió azul, amarillo pizarra y nuevamente blanco. Cayó sobre las flores que no tenían color, inmóvil, sin respirar.

Los siete árboles enanos agitaron sus miembros y sus cabezas de barbas musgosas, pero no les sirvió de nada. Sin el arte de Bianca no podían moverse a saltos. Tensaron sus garras y arañaron la rala cabellera de la vieja y su chal, pero la vieja pasó corriendo por entre ellos. Corrió hasta llegar a la parte del bosque iluminada por el sol, corrió por el sendero de los setos, corrió por el bosque y por un pasadizo oculto.

La vieja entró en el palacio por el camino secreto y llegó a la estancia de la Reina por una escalera secreta. Iba tan encorvada que casi tocaba el suelo con la cabeza. Se apretaba las costillas con los brazos. Su flaca mano abrió el estuche de marfil que contenía el espejo mágico.

Speculum, speculum. Deigratia. ¿A quién ves?
—A ti, mi señora. Y a todo lo que hay en esta tierra. Y veo un ataúd.
—¿Quién yace en el ataúd?
—No puedo verlo. Debe de ser Bianca.

La vieja que había sido la hermosa Reina Bruja se sentó ante la ventana de cristal verde claro y blanco ahumado. Sus drogas y sus pociones la aguardaban, listas para invertir el temible conjuro de los años que el Ángel Lucefiel había hecho caer sobre ella, pero la Reina Bruja no las tocó. La manzana contenía un fragmento de la carne de Cristo, la hostia sagrada, la Eucaristía. La Reina Bruja cogió su Biblia y la abrió al azar. Y leyó con temor esta palabra: Resurcat.

El ataúd parecía estar hecho de un cristal lechoso. Ésta es la manera en que se formó: una tenue humareda blanca brotó de la piel de Bianca. Su cuerpo humeó como el fuego cuando se le arroja agua encima para apagarlo. El fragmento de hostia se había quedado atascado en su garganta. La Eucaristía, el agua que apagaba su fuego, hizo que Bianca humeara.

Después los frescos rocíos de la noche se fueron condensando, y con ellos llegaron las todavía más frías atmósferas de la noche. El humo emitido por Bianca al apagarse se fue congelando a su alrededor. Una delicada filigrana de escarcha plateada se fue formando sobre el bloque de hielo nebuloso que contenía a Bianca.

El gélido corazón de Bianca no podía calentar el hielo, y el verde crepúsculo sin sol del día no podía derretirlo. Se la podía ver a través del cristal, acostada en el ataúd. Qué hermosa estaba Bianca… Negra como el ébano, blanca como la nieve, roja como la sangre. Los árboles se cernían sobre el ataúd. Fueron pasando los años. Los árboles se esparcieron alrededor del ataúd, acunándolo en sus brazos. Sus ojos lloraron hongos y resina verdosa. Verdes gotas de ámbar se endurecieron como joyas sobre el ataúd de cristal.

—¿Quién yace bajo los árboles? —se preguntó el Príncipe al entrar en el claro.

Parecía haber traído consigo una luna dorada que brillaba alrededor de su cabeza de oro, sobre la armadura dorada y la capa de satén blanco adornada de oro, sangre, tinta y zafiro. Los cascos del caballo blanco avanzaron sobre las flores que no tenían color, pero cuando los cascos habían pasado sobre ellos las flores volvían a erguirse. Un extraño escudo colgaba de la silla de montar. A un lado se veía el rostro de un león, y en el otro el de un cordero.

Los árboles gimieron y sus cabezas se hendieron formando bocas enormes.

—¿Es éste el ataúd de Bianca? —preguntó el Príncipe.
—Déjala con nosotros —dijeron los siete árboles.

Tiraron de sus raíces. El suelo se estremeció. El ataúd de cristal y hielo tembló y una gran grieta se abrió en su superficie. Bianca tosió. La vibración había hecho que el fragmento de la hostia saliera de su garganta. El ataúd se rompió en un millar de fragmentos y Bianca se irguió. Miró al Príncipe y le sonrió.

—Bienvenido, amor mío —dijo Bianca.

Se puso en pie, movió la cabeza haciendo ondular su cabellera y fue hacia el Príncipe montado en el caballo blanco.

Pero le pareció que estaba caminando por entre las sombras de una habitación purpúrea, y luego en una habitación carmesí cuyas emanaciones la atravesaban como si fuesen cuchillos. Después caminó por una habitación amarilla donde oyó el sonido del llanto, y el llanto le perforó los oídos. Le pareció que iba siendo despojada de su cuerpo hasta no ser más que un corazón palpitante. Los latidos de su corazón se convirtieron en dos alas. Voló. Era un cuervo, después una lechuza. Voló hacia un panel de cristal reluciente. El panel la manchó de blanco. Blanca como la nieve… Era una paloma. Se posó en el hombro del Príncipe y ocultó la cabeza debajo del ala. En ella ya no había nada negro ni nada que fuese rojo.

—Vuelve a empezar, Bianca —dijo el Príncipe.

La alzó de su hombro. Sobre su muñeca había una señal. Era como una estrella. Era la señal dejada por el clavo que atravesó su carne. Bianca emprendió el vuelo y atravesó la techumbre del bosque. Voló hacia una ventana color vino. Estaba en el palacio. Tenía siete años. La Reina Bruja, su nueva madre, le colgó del cuello un crucifijo hecho con filigrana de plata.

—Espejo —dijo la Reina Bruja—, ¿a quién ves?
—A ti, mi señora —replicó el espejo—. Y a todo lo que hay en esta tierra. Y a Bianca.



en Vampiras (Antología), 2010








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