Les pregunté por el horno a
aquellos dos tipos,
era la noche del 18 de
diciembre del año 2005,
carretera de Monzón, que no sabes dónde está Monzón,
es un pueblo perdido en el
desierto.
Aires de tormenta en lo
Alto, sobre la nada desnuda
como una recién casada,
luna abajo de las carreteras muertas.
Monzón, Barbastro, mis
sitios de siempre.
Me dejaron ver por la
mirilla y allí estaba ya el ataúd ardiendo,
resquebrajándose, la madera
del ataúd al rojo vivo.
El termómetro marcaba
ochocientos grados.
Imaginé cómo estaría mi
padre allí dentro de la caja.
Y la caja dentro del fuego
y mi corazón dentro del terror.
Hasta las ganas de odiar me
estaban abandonando.
Esas ganas que me habían
mantenido vivo tantos años.
Y mis ganas de amar, ¿qué
fue de ellas? ¿Lo sabes tú,
Señor de las grandes
defunciones que conduces
a tus presos políticos a la
insaciabilidad, a la perdurabilidad,
a la eternidad sin
saciedad, oh, bastardo,
Tú me arrancas,
amor de Dios, oh, bastardo?
Recoge a ese hombre en
mitad del desierto.
O no lo recojas, a mí qué
puede importarme
tu presencia heladora en
esta noche del borracho
que he sido y seré, contra
ti, o a tu favor,
es lo mismo, qué grandeza,
es lo mismo.
El principio y el final, lo
mismo, qué grandeza.
El odio y el amor, lo
mismo; el beso y la nalga,
lo mismo; el coito
esplendoroso en mitad de la juventud
y la putrefacción y la
decrepitud de la carne,
lo mismo es, qué grandeza.
El horno funciona con gasoil,
dijo el hombre.
Y miramos la chimenea,
y como era de noche,
las llamas chocaban
contra un cielo frío de
diciembre,
descampados de Monzón,
cerca de Barbastro, helando
en los campos,
tres grados bajo cero,
esos campos con brujas y
vampiros y seres como yo,
“allí sube todo”, volvió a
decir el hombre,
un hombre obeso y
tranquilo,
mal abrigado pese a que
estaba helando,
la espesa barriga casi al
aire,
“dura dos o tres horas,
depende del peso del difunto,
dijo
difunto pero pensaba en fiambre o en saco de mierda,
antes hemos quemado a un
señor de ciento veinte kilos,
y ha tardado un rato
largo”, dijo.
“Muy largo, me parece”,
añadió.
“Mi padre sólo pesaba
setenta kilos”, dije yo.
“Bueno, entonces costará
mucho menos tiempo”,
dijo el hombre. El ataúd ya
eran pepitas de aire o humo.
Al día siguiente volvimos
con mi hermano
y nos dieron la urna,
habíamos elegido una urna barata,
se ve que las hay de hasta
de seis mil euros,
eso dijo el hombre.
“Sólo somos esto”,
sentenció el hombre de una forma ritual,
con ánimo de convertirse en
un ser humano, no sabiendo
ni él ni nosotros qué es un
ser humano,
y me dio la urna guardada
dentro de una bolsa azul.
Y yo pensé en él, en lo
gordo que estaba, en cuánto tardaría él
en arder en su propio
horno. Y como si me hubiera oído
dijo “mucho más que su
padre” y sonrió agriamente.
Entonces yo le dije “el que
tardaría una eternidad
en arder soy yo, porque mi
corazón
es una piedra maciza y mi
carne acero salvaje
y mi alma un volcán
de sangre a tres millones
de grados,
yo rompería su horno con
solo tocarlo,
créame, yo sería su ruina
absoluta,
más le vale que no me muera
por aquí cerca”.
Por aquí cerca: descampados
de Monzón,
caminos comarcales,
Barbastro a lo lejos, malas
luces,
ya cuatro grados bajo cero.
Coja las cenizas de su
padre, y márchese.
Sí, ya me voy, ojalá yo
pudiera arder como ha ardido
mi padre, ojalá pudiera
quemar
esta mano o lengua o hígado
de Dios
que está dentro de mí,
esta vida de conciencia
inextinguible
e irredimible;
la inextinción del mal y
del bien,
que son lo mismo en Él.
La inextinción de lo que
soy.
Ojalá su horno de
ochocientos grados quemase lo que soy.
Quemase una carne de mil
millones de grados inhumanos.
Ojalá existiera un fuego
que extinguiese lo que soy.
Porque da igual que sea
bueno o malo lo que soy.
Extinguir, extinguir,
extinguir lo que soy, esa es la Gloria.
Coja las cenizas de su
padre, y márchese.
No vuelva más por aquí, se
lo ruego, rezaré
por su padre. Su padre era
un buen hombre
y yo no sé qué es usted, no
vuelva más por aquí,
Se lo ruego. Por favor, no
me mire, por favor.
Tuvo
un Seat 124 blanco, iba a Lérida,
visitaba
a los sastres de Lérida y a los de Teruel,
comía
con los sastres de Zaragoza,
pero
ahora ya no hay sastres en ningún sitio,
dijo una voz.
Qué solo me he quedado,
papá.
Qué voy a hacer ahora,
papá.
Ya no verte nunca es ya no
ver.
Dónde estás, ¿estás con Él?
Qué solo estoy yo, aquí, en
la tierra.
Qué solo me he quedado,
papá.
No me hagas reír, imbécil.
Oh, hijodeputa, has estado
conmigo allí
donde yo estuve, sin
moverte de las llamas.
He viajado mucho este año,
mucho, mucho.
En todas las ciudades de la
tierra, en sus hoteles memorables,
y también en los hoteles
sucios y bien poco memorables,
en todas las calles, los
barcos y los aviones,
en todas mis risas, allí
estuviste, redondo
como la memoria
trascendental, ecuménica y luminosa,
redondo como la
misericordia, la compasión y la alegría,
redondo como el sol y la
luna,
redondo como la gloria, el
poder y la vida.
en
Calor*, 2008
*
VI Premio de Poesía Fray Luis de León
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