viernes, mayo 05, 2017

“Lázaro”, de Rafael Gumucio






Esta es, ya lo sé, una página de literatura. Estoy obligado a hablar sobre libros, pero miro las ventanas de mi departamento en Londres empañarse y no puedo dejar de pensar que David Bowie está muerto. No sé si habría llegado nunca a vivir en Londres si no fuera por David Bowie (o sea, los Beatles, los Rolling Stones, los Kinks, etc.). No sé si Londres existiría, si pudiera cobrar los exorbitantes precios que cobra por respirar aquí, si no fuera por David Bowie. Pero no sé si existiría David Bowie sin Londres, ese Londres que Joseph Conrad, del que estoy leyendo en estos momentos su Narrativa breve completa (Hueders), describe como un puerto y un laberinto, como un lugar en el que todos los locos y los cuerdos se mezclan, en el que todas las conspiraciones son posibles porque ninguna parece alterar las casas de tres pisos de ladrillos, sus antejardines, sus escaleras y sus ventanas en el salón, que esconden más de lo que muestran.

En una de esas casas, a unas seis de la que habito, vivió Joseph Conrad. Entre él y yo vivió Marc Field, el hijo de un sastre. De tener Inglaterra aún un imperio habría sido de esos marineros de los que hablan los cuentos y las novelas de Conrad. Prefirió dejarse crecer el pelo y cambiarse el apellido por Bolan, en homenaje a Bob Dylan, que homenajeaba a su vez a Dylan Thomas, un poeta galés que se emborrachaba unas cuadras más abajo, cerca de Bloomsbury.

Pintando el departamento de su agente artístico, Bolan conoció a David Jones, el hijo de una acomodadora de cine del extremo sur de Londres. Como él, quería ser famoso. Como él, de lejos parecía mujer y le sorprendía que esto, en vez de espantar a estas, les gustara. Trataron los dos de cantar canciones folk, pero su folclor era la radio y las películas de vaqueros. No conocían ni la tierra ni el mar, eran hijos de la ciudad, donde para no ser obreros o comerciantes como sus padres estaban dispuestos a cantar, hacer de mimo, actuar en películas o comerciales.

Jones se cambio de nombre a Bowie, el nombre de un cuchillo, y empezó a mezclar las películas de ciencia ficción que veía de chico con el teatro Kabuki, las enseñanzas del mimo Lindsay Kemp, y Warhol y Balthus, y las películas nazis de Leni Riefenstahl, y el minimalismo musical, y Bertolt Brecht, y un pozo sin fin de referencias entrecruzadas que nunca en el fondo lograron que dejara de ser un hijo de los suburbios de Londres, obligado por la escasez de la posguerra a absorber cada migaja de luz que le llegaba.

La cultura no se mide, como parecen pensar todos en Chile, en la amplitud, gratuidad o no de sus universidades. Un país es realmente culto no por los posgraduados que vomita de sus aulas, sino por la capacidad de absorber, comprender y crear la cultura que tuvo David Jones por el solo hecho de pasear por Londres tratando de ser alguien y leyendo entremedio ocho libros al día. Bowie probó que ni siquiera para ser un caballero era necesario pasar por Oxford o Cambridge. David Bowie, el asistente de eléctrico, el hijo de un señor que se dedicaba a recolectar dinero para caridad, murió sin avisar, discreta y silenciosamente, mientras cumplía años y publicaba un álbum que me llevará años asumir siquiera en toda su profética valentía, su infinita variedad de influencia con que confiesa sin máscaras sus heridas y sus temores.

En ese disco, una canción se llama "Lástima que sea una puta", el título de una obra del dramaturgo isabelino John Ford, como si supiera que eso de vestirse de mujer y ser hombre, de actuar en la frontera de los sexos, las clases, las edades, los estilos en que vivió, venía directamente del teatro de Shakespeare, su vecino del sur de Londres. Un hombre tan múltiple y elusivo, tan ambiguo y esencial como él mismo, que tuvo la desventaja de vivir en una época donde no había fotógrafos para reportear cada instante de su vida.

Si no fuese por esos fotógrafos, si no fuese porque lo vi en vivo el año 97, pensaríamos todo de Bowie, los que algunos testarudamente piensan de Shakespeare, que era un disfraz para varios autores, una máscara que cubría muchas caras, alguien que no pudo, en la amplitud de su genio, ser un señor normal que se vestía, se desvestía, dormía y era capaz de morir.



en El Mercurio Blogs, 17 de enero de 2016






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