lunes, agosto 01, 2016

"Leñador (o ruinas continentales)", de Mike Wilson

Fragmento




Estaba solo en el mundo ante un pino derrotado. Me quedé ahí un rato, a un costado del tocón, como esperando que algo ocurriera. No pasó nada. No sentí nada. Tomé el hacha y regresé al campamento.

Me enseñaron a leer los anillos de los tocones. Busqué un árbol recién talado y lo primero que hice fue estudiar el corte hasta hallar el círculo que se formó cuando llegué al campamento. Apoyé la uña en la línea y me quedé así por varios minutos, sentado enfrente del tocón, señalando mi llegada. Ese anillo era el límite. Lo que yacía de ahí hacia el centro registraba otra vida, la que intento abandonar, es madera oscura, colonizada por memorias inciertas y una identidad frágil. Trazo una línea con el dedo hacia la orilla, hacia la corteza, hacia el presente. Comprendo que no hay regreso. Eso me calma, la idea de abandonar los anillos oscuros. Un grupo de leñadores pasa caminando rumbo a la próxima faena, no me miran, siguen caminado, me pasan de largo. Eso está bien, el no ser visto, ser parte del paisaje, ser el bosque.

Me siento lejos de los dogmas. Antes me decían que nada tiene sentido, pero no sé. Me parece que eso no es más que otro credo. Quizás sea más acertado decir que no hay respuestas. Aún así, esa asimetría ante la pregunta no me termina de convencer. O quizás el error está en la pregunta misma, o en preguntar, es un acto de incompletitud, sugiere que algo me falta y que solo podré ser completo si me otorgan una respuesta. Quisiera no necesitar respuestas. Los hombres del campamento no son de preguntarse cosas. Ellos viven, no piensan en vivir. No hay parodia en el día a día, no hay simulación ni ironía. Nada intermedia la experiencia, en ellos no se encierra la alegoría, la ideología ni la ciencia. Pero no sé si se puede ser completo, quizás no sea más que un espejismo del lenguaje, pero me gusta pensar que los leñadores se aproximan a eso. Los observo, vivo entre ellos, pero no soy como ellos. Estas palabras me delatan. Tomo una olla, la lleno de agua, y extingo mi fogata. Me quedo en la oscuridad un rato, escuchando cómo las brasas sesean y se fisuran. Duermo mal esa noche, sueño del pasado, del fuego de los ingleses, de amigos en el lodo, sin vida, los ojos apagados y las bocas abiertas. Sueño con el olor a cereal en el aire y un zumbido eléctrico. Estuve tres días con fiebre. No bajaba. Me llevaron al arroyo, me sumergieron, no sirvió, al rato volví a sentir que mi cuerpo ardía y no dejaba de temblar. Me cubrieron de paños helados. El sudor y el agua se mezclaban. Deliré. Las noches eran largas, todo se desdibujaba. Perdía la consciencia, a veces me encontraba en las copas de los árboles más antiguos y dejaba que el viento me templara. Otras veces alucinaba con la caída paulatina de un pino enorme. Era un derrumbe eterno y precioso. Al caerse, podía oler la corteza del árbol. Aspiré con fuerza. Seguía tumbándose, flotando hacia el suelo del bosque. Me acerqué para verlo mejor. Sentí una brisa contra mi rostro. El aire agitado por la caída serena del tronco masivo. Astillas llenaron el entorno, lanzadas del tocón que se formaba. De la abertura salían los siglos, se mostraban, se desnudaban, respiraban su último aliento.





2013















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