Desde aquí coinciden los partidarios de la segunda
versión con los de la primera, respecto al crecimiento del niño. Dicen, de
común acuerdo, que la gacela que lo había recogido, encontró pastos abundantes
y fuertes y engordó; tuvo mucha leche, hasta el extremo de criarlo de la mejor
manera posible. Estaba con él, sin apartarse de su lado más que cuando le
obligaba la necesidad de ir a pacer. El niño se acostumbró de tal modo a la
gacela, que, cuando se retardaba, con su llanto la hacía volver apresuradamente
a su lado.
Creció el niño, en esta isla, libre de animales
dañinos, criándose con la leche de la gacela, hasta alcanzar los dos años de
edad. Aprendió a andar y echó los dientes. El niño la seguía, y ella era buena
y complaciente con él. Lo llevaba a los sitios en que había árboles frutales, y
le daba a comer los frutos que se caían del árbol, dulces y maduros; si tenían
cáscara dura, los partía con sus muelas; cuando él volvía a las ubres, lo
amamantaba; cuando quería agua, lo llevaba a abrevar; si el sol le molestaba,
lo ponía a la sombra; si tenía frío, lo calentaba; y al llegar la noche,
conducíale a su primera guarida y lo cubría con su mismo cuerpo y con plumas
que quedaban allí, resto de las que había en la caja en que lo arrojaron al
mar. Un rebaño de gacelas tenía costumbre de acompañarles al pasto por la
mañana y por la tarde, y de pasar la noche en el mismo lugar que ellos. El niño
siguió viviendo con las gacelas en la forma dicha; imitaba los gritos de ellas
con su voz, hasta el punto de no hallarse diferencia entre ambos, y del mismo
modo reproducía, con gran exactitud, todos los cantos de pájaros o gritos de
otras especies de animales que oía. Pero lo que mejor imitaba eran los gritos
que daban las gacelas en demanda de socorro, para comunicarse, para pedir algo
o para rechazarlo; porque los animales en cada uno de estos distintos estados,
dan un grito diferente. Ellos y Hayy se conocían mutuamente, y no se repelían
ni se trataban como extraños. Cuando se habían fijado en el espíritu del niño las
representaciones de las cosas, una vez desaparecida su percepción actual, nacía
en él o el deseo hacia algunas de ellas, o la aversión respecto de otras.
en El filósofo autodidacto, 1150
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