miércoles, agosto 31, 2016

“El último dinosaurio”, de Antonio Cisneros





Esta no es una crónica de fumador gozoso, ni siquiera la de un suicida audaz. Es apenas el reclamo de un animal acorralado, repleto de culpas, achaques y temor.

Todo empezó hace ya varios años. De le noche a la mañana, las cajetillas de cigarros aparecieron con una frase críptica, moderna y, en definitiva, norteamericana: “Fumar puede ser dañino para su salud”. Traducción banal, sin ciencia ni conciencia. Algo tan simple como la chispa de la vida o la etiqueta de made in Peru. Pura novelería.

Novelería que, sin embargo, pronto cedió paso al terror. No me di cuenta ni cuándo ni cómo. La cosa es que la televisión se llenó de médicos locuaces. Los mismos que, hasta hacía unas semanas, tenían como temas exclusivos la lactancia materna y la masturbación infantil. En un cambio de giro, sabios de golpe, se dedicaron a desprestigiar a los, entonces todavía, numerosos y mansos fumadores.

Después vino el aluvión. Periodistas bien informados (cosa rara) escribían sobre las nefastas consecuencias del vicio. Los sicoanalistas descubrieron que el modesto pitillo era, suave primero, la prolongación del dedo infantil y luego, a lo bestia, nada menos que el falo deseado.

A estas alturas, los más débiles habían cedido a la propaganda. “No fumo, hermano, gracias”. Aunque a los pocos minutos, filibusteros de salón, se entregaban, impávidos, a saquear las preciosas cajetillas del fumador de ley. “Es que no compro, para no fumar”.

Ni qué decir de los médicos hipócritas, ocultando sus dedos amarillos en el blanco mandil. O de los virtuosos (antiguos gansos del aula escolar) que no podían entender cómo esa yerba seca, envuelta en un papel, nos dominaba. Fue el comienzo de la era de los mutantes.

Y las cosas pasaron a mayores. Con la colaboración, sospecho, del imperialismo, irrumpió una vasta folletería con fotos a colores y papel couché. Ya nada era sagrado. Los pulmones expuestos en toda su repelente intimidad. Las tráqueas y los esófagos como alacranes muertos. Imágenes micrométricas de los bronquios devorados por el cáncer. A comparar. La foto superior derecha nos muestra la faringe de un individuo sano. El manchón purulento de la izquierda, la faringe de un triste fumador.

Desde entonces, ya no me fue posible sufrir con dignidad un ardor de garganta, sin vislumbrar la mano de la Parca agazapada. Al tiempo que los gases se tornaban en síntoma inequívoco de infarto. Y una tos matutina, claro está, en cáncer terminal.

Las estadísticas vinieron a complicar las cosas. Al principio, para qué, eran divertidas. Enterarse, por ejemplo, que de cada 327 fumadores y medio, 4,2 tenían enfisema pulmonar. Pero luego, con el reino de las computadoras, se volvieron pedantes y agresivas. Vox machinae, vox Dei. No cabía la menor discusión.

Así, en definitiva, por cada cigarrillo había que contar 3 minutos menos de vida. Por 30 diarios, hora y media. Lo que al año daba, con rigor, 547 horas y media. O sea, 22,8 días. En un par de décadas, 456 días. Vale decir, un año y una pizca.

Gracias a la tecnología, el fumador atento podía, como el Fausto de Goethe, adelantar o retrasar su fin. El viejo sueño romántico hecho realidad. No libre, por supuesto, de terrores. Como descubrir que seguía viviendo, ya vencida la fecha, dos semanas después.

Fue en 1978 que senté mis reales, por un semestre, en la dorada California. Nada menos que en Berkeley. Verdes colinas, pinares y (como en Arequipa) eterno cielo azul.

La universidad tenía un viejo blasón, algo descolorido para entonces, la gloria de haber sido cuna de las revueltas libertarias de los años sesenta. Aunque, cuando la conocí, no era otra cosa que un cuartel general de salud pública. Inventores del jogging, los aerobics, la comida macrobiótica, me hicieron pronto comprender que mi presencia era poco menos que una amenaza mortal.

Ahí me sentí un apestado. Un pobre diablo sin futuro ni refugio. A lo largo de la Telegraph Avenue, la calle principal de la ciudad, no había restaurante o cafetín que aceptara fumadores. Ni hablar de los cines, galerías, teatros, salas de conferencia, comercios, circos, museos. Al margen de la cultura y el placer, terminé frecuentando, con mi cigarro a cuestas, los antros reservados a los negros sin plata, los chicanos y los chilenos del exilio.

Las estadísticas norteamericanas afirman que, hoy en día, la población masculina, blanca, educada, con más de 30 mil dólares anuales, ha dejado de fumar. Manteniéndose el hábito, solaz y consuelo, entre las minorías, los pobres, los caídos y un número creciente de muchachitas estudiantes y blancas.

El otoño de Berkeley era hermoso. Y fue en otoño cuando di mi lectura de poemas, ante un gran auditorio, en la universidad. Con micro, traducción y vaso de agua. Pero sin cenicero. Verso va, verso viene. Haciendo esfuerzos indecibles por parecer blanco, educado y dueño de un ingreso superior a los 30 mil. Hasta que no pude aguantar más. Con gesto de poeta, y en veloz movimiento, encendí el cigarrillo que había permanecido oculto como una cucaracha. My god. Un súbito rumor de cataclismo y los ojos de espanto, es todo cuanto puedo recordar. En un instante la sala quedó vacía. Y seguí mi lectura, en medio de volutas deleitosas, para un par de malsanos y un amigo, Pepe Durán, que hace tiempo solía fumar.

(Años después sufrí una estampida similar en Rotterdam. Fue a la mitad del poema que habla de una ballena. Algún malvado, sospecho que peruano, había corrido la voz entre los ecologistas holandeses, o sea todos, que yo era un enemigo de los cetáceos, y de los osos panda, por añadidura).

Vuelta al otoño de Berkeley. A la salida, abandonado por el público y presto ya a dejar California, tintineando mi campana de leproso, me topé con un ser celestial. Había apreciado mis poemas. Me invitó un cigarrillo, prendió el suyo. Odiaba el arroz entero, las verduras, el trigo integral. Y nos fuimos, felices, a una cantina.

Su nombre era Florence. Poseía todas las condiciones de la estadística. Mujer, raza negra, menor de veinticinco años. Y algunas no previstas: doctora en Biología y propietaria de un flamante Mercedes Benz.

Aunque, si consideramos los últimos cinco años, esas tribulaciones de fumador pertenecen a una historia antigua. Hace poco leí que un modesto periodista cuarentón fue muerto, con su pucho en la boca, por una banda de matones, en Fresno, California. Los asesinos, armados de manoplas y barretas, detestaban el humo y todos compartían la virtud de no fumar.

Los hallazgos de la ciencia, casi siempre inoportunos, han logrado convertir las estadísticas, al fin y al cabo abstractas, en muertes cotidianas. Para colmo de males, las últimas investigaciones nos demuestran que la adicción no es, siquiera, el síntoma de alguna carencia sicológica. Es un mal en sí mismo, como una pierna rota o un tumor en el páncreas. Nada tiene que ver con la voluntad.

Verdad es que los pobres fumadores se defienden como pueden. Canto inútil de cisne. En Oregón y California, apenas si reclaman un lugar bajo el sol. El gobierno francés (vive la difference) ha desplegado en los últimos meses, una intensa campaña pidiendo tolerancia para los fumadores. En Nueva York, en medio del alud de botones poblados con monsergas (“Apártate, fumador”. “Yo no soy fumador, y soy feliz”, etcétera), un grupo de la resistencia luce, heroico, en sus solapas unos que dicen, simplemente, “Váyase a la mierda”.

Soy miembro de una especie en vías de extinción. Rodeado por inmensas avenidas sin fumador alguno. Ni a quién pedir un fósforo. Los perros nos evitan, los niños nos escupen. Hasta en Lima, insalubre y pobretona, me siento con frecuencia el último de los dinosaurios.


en Ciudades en el Tiempo. Crónicas de viaje, 2001





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