Según su padre, que tal vez lo odiara, Dieguito era
decididamente idiota. Según su madre, que algo había accedido a quererlo,
Dieguito era sólo un niño con problemas. Un niño de ocho años que no conseguía
avanzar en sus estudios primarios —había repetido ya dos veces primer grado—,
taciturno, solitario, que apenas parecía servir para encerrarse en el altillo y
jugar con sus muñecos: los cosía y los descosía, los vestía y los desvestía,
vivía consagrado a ellos. Un idiota, insistía el padre, y un marica también,
agregaba, ya que ningún hombrecito de ocho años juega tan obstinadamente con
muñecos y, para colmo, con muñecas. Un niño con problemas, insistía la madre,
no sin deslizar enseguida alguna palabreja científica que amparaba la
excentricidad de Dieguito: síndrome de tal o síndrome de cual, algo así. Y no
un marica, solía decir contrariando al padre, sino un verdadero varoncito:
¿acaso no amaba el fútbol? ¿Acaso no se prendía a la tele siempre que Diego
Armando Maradona aparecía en la mágica pantalla haciendo, precisamente, magia,
la más implacable de las magias que un ser humano puede hacer con una pelota?
Dieguito se deslizaba por la vida ajeno a esos debates
paternos. Se levantaba temprano, iba al colegio, cometía allí todo tipo de
errores, torpezas o, siempre según su padre, imbecilidades que luego se
expresaban en las estólidas notas de su libreta de calificaciones, y después,
Dieguito, regresaba a su casa, se encerraba en el altillo y jugaba con sus
muñecos y con sus muñecas hasta la hora de comer y de dormir.
Cierto día, un día en que incurrió en el infrecuente
hábito de salir a caminar por las calles de su barrio, presenció un suceso
extraordinario. Fue en un paso a nivel. Un poderoso automóvil intentó cruzar
con las barreras bajas y fue arrollado por el tren. Así de simple. El tren
siguió su marcha de vértigo y el coche, hecho trizas, quedó en un descampado.
Dieguito no pudo dominar su curiosidad. ¿Quién conduciría un coche tan hermoso?
Corrió —¿alegremente?— a través del descampado y se detuvo junto al coche. Sí,
estaba hecho trizas, negro, humeante y con muchos hierros retorcidos y
muchísima sangre. Dieguito miró a través de la ventanilla y se llevó la
sorpresa de su corta vida: allí dentro, algo deteriorado, estaba él, el hombre
que más admiraba en el mundo, su ídolo.
Una semana después todos los diarios argentinos
dedicaban su primera plana a un suceso habitual: Diego Armando Maradona llevaba
más de diez días sin acudir a los entrenamientos de su equipo. Hubo polémicas,
reportajes a variadas personalidades (desde ministros a psicoanalistas y
filósofos) y conjeturas de todo calibre. Una de ellas perseveró sobre las
otras: Diego Armando Maradona había huido del país luego de ser arrollado por
un tren mientras cruzaba un paso a nivel con su deslumbrante BMW. ¿A dónde
había huido? Muy simple: a Colombia, a unirse con el anciano y desfigurado
Carlos Gardel, quien aún sobrevivía a su tragedia en el país del realismo
mágico. Ahora, desfigurados horriblemente, los dos grandes ídolos de nuestra
historia se acompañaban en el dolor, en la soledad y en la humillación de no
poder mirarse a un espejo. Ellos, en quienes se había reflejado el gran país
del sur.
En medio de esta tristeza nacional no pudo sino
sorprender al padre de Dieguito la alegría que iluminaba sin cesar el rostro
del niño, a quien él, su padre, llamaba el pequeño idiota. ¿Qué le pasaba al
pequeño idiota?, le preguntó a la madre. “No sé”, respondió ella. “Come bien.
Duerme bien”. Y luego de una breve vacilación —como si hubiera, demoradamente,
recordado algún hecho inusual—, añadió: “Sólo hay algo extraño”. “Qué”,
preguntó el padre. “No quiere ir más al colegio”, respondió la madre.
Indignado, el padre convocó a Dieguito. Se encerró con él en su escritorio y le
preguntó por qué no iba más al colegio. “Dieguito no queriendo ir al colegio”,
respondió Dieguito. El padre le pegó una cachetada y abandonó el escritorio en
busca de la madre. “Este idiota ya ni sabe hablar”, le dijo. “Ahora habla con
gerundios”. La madre fue en busca de Dieguito. Le preguntó por qué hablaba con
gerundios. Dieguito respondió: “Dieguito no sabiendo qué son gerundios”.
Transcurrieron un par de días. Dieguito, ahora, ya casi
no bajaba del altillo. Sus padres decidieron ignorarlo. O más exactamente:
olvidarlo. Que reventara ese idiota. Que se pudriera ese infeliz; sólo para
traerles desdichas y papelones había venido a este mundo.
Sin embargo, hay cosas que no se pueden ignorar. ¿Cómo
ignorar el insidioso, nauseabundo olor que se deslizaba desde el altillo hacia
el comedor y las habitaciones? ¿Qué diablos era eso? ¿A quién habrían de poder
invitar a tomar el té o a cenar con semejante olor en la casa? Decidieron
resolver tan incómodo problema. “Esto”, dijo el padre, “es obra del pequeño
idiota”. Llamó a la madre y, juntos, decidieron emprender la marcha hacia el
altillo. Subieron la estrecha escalera, intentaron abrir la puerta y no lo
consiguieron: estaba cerrada. “¡Dieguito!”, chilló el padre. “¡Abrí la puerta,
pequeño idiota!”. Se oyeron unos pasos leves, giró la cerradura y se abrió la
puerta. Dieguito la abrió. Sonrió con cortesía, y dijo: “Dieguito trabajando”,
y luego se dirigió a la mesa en que yacía el ídolo nacional ausente. Sí, era
él. El padre no lo podía creer: no estaba en Colombia, con Gardel, sino que
estaba ahí, sobre esa mesa, y el olor era insoportable y había sangre por todas
partes y el ídolo nacional ausente estaba trizado y Dieguito, con prolija
obsesividad, le cosía una mano (¿la mano de Dios?) a uno de los brazos. Y la
madre lanzó un aullido de terror. Y el padre preguntó: “¿Qué estás haciendo,
grandísimo idiota?”. Y Dieguito (oscuramente satisfecho por haber sido, al fin,
elevado por su padre a los dominios de la grandeza) sólo respondió:
—Dieguito armando Maradona.
en Cuentos de fútbol argentino, 2011
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