domingo, junio 26, 2016

“Más cerca de Gabriela”, de Ramón Díaz Eterovic






¿Lo ves, Gabriela? Como todos los miércoles, Esteban ha llegado puntual. Trae cigarrillos, diarios atrasados y esa infaltable libreta de apuntes que saca de su cotona blanca que huele a desinfectante. Mientras me entrega sus regalos habla del río y sus márgenes pedregosos a los que asegura te llevaron una tarde, hace mucho tiempo atrás, cuando eras la muchacha de la boina gris de Neruda y la primavera se anunciaba en los cerezos florecidos frente a la Facultad. Lo escucho y te niego. No es a ti a quien nombra. Tú odiabas el río porque a su lado dejaste corretear una infancia de té añejo, y su aletear nocturno te llenaba de presagios malignos. Esteban no sabe eso, nunca se lo he podido contar. Sólo te conoce desde la distancia de mis recuerdos y en la foto que conservo junto a los libros que me dejan tener. Una novela de Salinger y el volumen ajado de «Palabras» de Prevert que me regalaste en la Plaza Almagro, un primero de mayo de banderas escasas y carreras temerosas. El entra y sale de mi cuarto con noticias y regalos. Historietas, estampas de artistas y pastillas verdirrojas que saben a boldo amargo. También con esos papeles multicolores en los que te escribo las cartas que nunca recibes, porque tu madre las guarda celosa de nuestro cariño y de los besos que nos dábamos al despedimos cada noche. Lo escucho sin poder decirle nada y hundo la cabeza entre los hombros en ese gesto de niño amurrado que bien me conoces. ¿Lo ves, Gabriela? Si sólo estuvieras más cerca, próxima a las caricias de mis dedos, al humo de mis cigarrillos, o en el peor de los casos reducida a la distancia de una llamada nerviosa desde el teléfono instalado en aquel bar donde te vi por primera vez. Ese bar al que llamé «Azul». No por el mar ni por Darío, sino por el color de tus ojos y esa brisa que te brotaba de los labios al sonreír. Fue en una de esas mesas que me declaré repitiendo las frases aprendidas en las funciones del cine «Libertad», antes que te conociera, cuando era el muchacho solitario que atisbaba los juegos clandestinos de las parejas acomodadas en la fila de los cocheros. Pienso que sería más fácil si las distancias estuvieran abolidas. Sobrarían las palabras para revivir la tarde que corrí a buscarte, y tu padre, lloroso, me dijo que te habías marchado con ellos. Que ibas serena, con esa calma para enfrentar los problemas que envidiábamos tus compañeros de universidad. Contigo a mi lado las noticias de las últimas semanas hubiesen tenido un sentido, y no se me habrían antojado tan extraños los gritos, las bocinas y los cánticos que anunciaban la llegada del carnaval; ese que soñamos sin dudas de un modo distinto luego de idear las mil muertes del tirano. Sin embargo, en este cuarto que contiene una cama metálica y un velador alto, y pese a la alegría de Esteban, sentí el mismo desencanto que experimentaba al llegar a tu casa después de clases, y tu madre me decía en voz baja que estabas reunida con esos amigos que, después de tu partida, también fueron los míos al comprender que a través de ellos me acercaba a tu memoria, a esa luna que se acurrucó en tu pecho cierta vez que hicimos el amor, mientras en las calles estallaban los primeros gritos de protesta, las barricadas y las iras. Al oir a tu madre sentía rabia, y después que a duras penas conseguía dominarla, me dedicaba a responder sus preguntas sobre mis estudios, y aceptaba el té con masitas fritas o galletas de limón que me prodigaba para abreviar la espera. Cerraba los ojos y al abrirlos de nuevo te recobraba envuelta en tu perfume de violetas y esperanzas. Por eso le digo a Esteban que se equivoca y te imagino lejana, vital, con tus ojos llenos de lágrimas, como aquella tarde que supimos que Berta y Andrés se marchaban porque no daban más y querían llenar sus pulmones de todo aquello que no existía a nuestro alrededor. Fue la única vez que te vi llorar, con esa tristeza que se esfumó cuando recibimos la primera tarjeta postal de ellos. Roja, plena de flores y pastos verdes que rodeaban una estatua en homenaje a Garibaldi. Sí, Gabriela, debes saber que conservo esa postal; aquella noche del carnaval la encontré entre mis cosas, y al verla pensé en ti y maldije la soledad de mi cuarto, su pequeña ventana con vista a un patio sin flores ni gatos. Recordé esa fiesta de la victoria que te gustaba imaginar. Ese sueño que a poco conocerte se fue haciendo mío, y en el cual bebíamos vino y tú te largabas a correr Alameda abajo con los pechos descubiertos, a semejanza de la mujer en el cuadro de Delacroix. Quisiera contar ese sueño a Esteban pero no puedo, y él se entristece por mi silencio, me vuelve a conversar del río, del puente Resbalón, y me muestra las crónicas de los diarios que hablan de la gente que después de tanto tiempo, se atreve a mencionar la falda de mezclilla, la polera roja con la estampa de John Lennon y los zapatos de gamuza con los que saliste de casa. Lo escucho de mala gana y por un momento me alegro que pronto tenga que irse. Cuando eso ocurra volverá el murmullo débil que brota desde las otras piezas, y el dolor de la calle quedará tras las puertas que se cierran cada tarde a las seis. Impotente, muevo la cabeza y Esteban me dice que si persisto en mi silencio no volverá el miércoles siguiente. Me dice que nunca viajaste a Buenos Aires ni a Barcelona; que imaginé tus cartas y que las llamadas de los primeros meses eran parte del juego cruel de ellos. Insiste en el río y en tus huellas nítidas, asegura, claras a pesar del tiempo y de la tierra. Que te olvide y asuma el pasado, me pide, para que abandone el cuarto y vaya a la casa de unos parientes que han instalado una fábrica de pasteles en el sur. ¿Cómo podría olvidarte Gabriela? Nunca te dije adiós y por eso sé que cualquier día de estos te sentiré llegar por el pasillo, bella como sólo pueden serlo las enamoradas en el reencuentro con sus amantes; sonriente al hablarme de un café en Buenos Aires en el cual algunos poetas escriben sus nombres en las mesas y existe un violinista ciego que cada noche al término de su función se coge del brazo de una anciana rubia y se aleja caminando lentamente por las empedradas callejuelas de San Telmo. Así son las cosas, Gabriela ausente. Esteban no las comprende, insiste en mencionar el río, uno de los puentes que atraviesa el Mapocho, y anota frases incomprensibles en su libreta que huele a medicamento. Él no sabe que una noche tú vendrás a mi cuarto, adolorida de todas esas absurdas muertes que te pertenecen. Que te sentarás junto a mi cama sin hablar, igual que en aquellos momentos en los que te mencionaba el futuro y clavabas tu mirada en el horizonte rojo dibujado más allá de la Estación Central y los edificios de nuestra universidad, adivinando el incendio que días después consumiría Santiago. No lo supe hasta más tarde, pero aquella mirada fue el anticipo de ese vacío que brotó con tu ausencia, y que inútilmente traté de llenar gritando por las calles, hasta que los labios se me transformaron en sed, y la sed en la rabia que ellos, los que te llevaron, quebraron al hacerme conocer los oscuros pasajes de tu viaje, en medio de grandes estruendos, dolores ignorados y lágrimas que no pude verter. Un dolor del que regresé despojado de esas palabras que Esteban quiere escuchar, limitado a pronunciar tu nombre y el de tu boina gris que se posaba en mis hombros a imagen de una mariposa desorientada. Deambulé herido por las orillas del río. Buscándote, aunque sin las noticias de Esteban ni la certeza de este instante, no podía saber que mis pasos estaban próximos a tus huellas, y que me hubiese bastado arañar la tierra para recobrar tu rostro. Después, mucho más tarde, me encontraron los nuevos amigos, inventaron un nombre con el cual llenar las fichas y me asignaron este cuarto donde espero tu regreso y las visitas de Esteban. Tal vez un día él se olvide del calendario o de sus deberes. Quedaré a solas con las puertas que se cierran, los gritos de los vecinos y mi deseo de pintar un retrato tuyo, pendiente hasta el instante en que recupere el exacto color de tus ojos. Ahora tú entiendes que no pueda hablar y me suma en este silencio que me agrieta. ¿Lo ves, Gabriela? Ha llegado Esteban, despliega un diario que trae impreso tu rostro y me habla del río y sus márgenes pedregosas.


en Ese viejo cuento de amar, 1990






No hay comentarios.: