lunes, mayo 02, 2016

“Locura de una mañana de verano”, de Osvaldo Soriano







A causa de la crisis económica esta temporada me quedé tomando sol en la azotea. La semana pasada estaba tirado sobre un pedazo de bolsa de arpillera cuando me llamaron al teléfono.

—¿Ferrarotti? Habla el almirante Rojas. ¿Quiere venir a verme?

Pensé que con Rojas siempre podría hacer un buen reportaje y fui corriendo. Me recibió en una oficina pequeña.

—Lo mandé llamar —me dijo—, porque sé que usted anda en el golpe.
—Yo respondo a mis mandos naturales —le contesté.
—No se haga el tonto. Mi gente sabe que usted conspira, así que le propongo que trabajemos juntos.

Le seguí la corriente.

—Como usted es un especialista en política —dijo—, me gustaría que conversáramos de las características que tendrá el gobierno que surja del golpe.
—¿Usted será el presidente? —pregunté.
—Claro —dijo Rojas—, ¿o me ve cara de idiota para dejar que otro haga las cosas por mí?

Me puse incómodo.

—Claro que no —dije—. Estoy a su disposición.
—Bueno —dijo Rojas—, mi modelo es el gobierno de Pinochet, pero como en la Argentina esa es difícil de vender, tengo que darle un tinte populista, algo de izquierdista. ¿Se acuerda de cuando Lanusse dijo que era de centro izquierda?
—Me acuerdo —dije—, el mejor chiste que escuché en mi vida.
—¡Eso! —Se entusiasmó—. Quiero organizar una campaña psicológica que haga potable el gobierno después del golpe.
—Podríamos hablar de reconstrucción nacional…
—No, no, eso está demasiado quemado —me dijo Rojas—, algo que califique al gobierno.
—Bueno, podría proponer la vicepresidencia a Jorge Abelardo Ramos. Él dice que es de izquierda.
—No es popular como para estar conmigo. Me gustaría más don Américo Ghioldi. Es un socialista. También quisiera poner a un muchacho con mucho impulso progresista, alguien como Mariano Grondona, que tiene buena imagen.
—Hay peores —dije.
—Alsogaray será mi hombre en economía, ¿qué le parece?
—Mire —opiné—, si quiere un consejo, no se meta con Alsogaray: está más chamuscado que Kissinger.
—¿Qué opina de Neustadt, entonces?
—No sé si sabe algo de economía…
—No importa —dijo Rojas—, es un hombre honesto y de confianza. Si no acepta le voy a proponer el cargo a Jorge Luis Borges. A Ernesto Sábato tampoco quiero dejarlo afuera del gobierno: siempre me pareció un hombre probo. Andaría bien en salud pública. Escribió algo sobre los ciegos, ¿no?
—¿No le parece que va a ser un gobierno demasiado culto?
—Es lo que queremos, una especie de despotismo ilustrado que parezca de izquierda, así los intelectuales que están en París no patalean.
—Bueno —dije—. ¿Y para mí qué hay?
—La oficina de prensa. Estará a las órdenes de Tato. Me gusta ese hombre.
—¿Qué le parece —pregunté— si llamamos a Doña Petrona para dar el toque femenino?
—¡No! ¡Basta de toques femeninos! ¡La patria está en peligro!
—¿Ya vienen los brasileños? —Di un salto con los brazos en alto.
—No, le tienen demasiado miedo al frío. Les basta usar a Buenos Aires como un supermercado. Solo les interesa Misiones, nunca llegarán hasta acá.
—Bueno, ¿cuál va a ser su programa de gobierno para los 25 millones de argentinos? —Me interesé.
—No contempla 25 millones. Hay dos o tres millones que no me interesan.
—Está bien, está bien —me resigné—, cuénteme el programa.
—Es fácil, Ferrarotti. Libre economía: privatizar las empresas del Estado, privatizar los bancos, privatizar las playas, privatizar las calles…

Me pareció que soñaba. Le tiré alguna idea más…

—Almirante, podríamos privatizar el aire y los ejércitos. Podríamos privatizar el Estado. Eso sería verdaderamente revolucionario.
—¿Usted cree que alguien compraría el Estado argentino? —Los ojos se le iluminaron.
—Los ingleses son candidatos —le dije—, también los de Washington.
—Esa es buena noticia, Max —Se alegró—. Ya me parecía que sería útil consultarlo. Usted trabaja en La prensa, ¿no?
—No. Trabajo en Mengano.
—¿Ahí hacen caricaturas de políticos?
—Cuando nos dejan, sí.
—Bueno, yo no los dejo. A veces ando con estas mechas y no me gusta que me dibujen. Eso sí, le aviso antes porque soy democrático.
—Gracias —dije.
—Max, ¿usted quisiera ir a Chile a avisarle a Pinochet que todo va bien?
—¿Qué garantías tengo de volver?
—Llevará una carta mía. Augusto me respeta.
—No tengo duda —dije.

Escribió la carta con una pluma de ganso con trazos cuidadosos y serenos. Después levantó la vista.

—El golpe será en junio, como siempre. Dele un abrazo de mi parte al general. Después vaya a Brasil y avise a Geisel. No vayan a creer que tenemos algo contra ellos.

Salí a la calle. Tomé un taxi, rompí la carta en pedacitos y pedí asilo en la embajada de México.



Firmado como “Max Ferrarotti, un influyente que ya cayó en desgracia”. Soriano escribió artículos con este seudónimo desde el primer número de la revista Mengano, en donde también publicó textos firmados con su nombre. Estos diálogos preconfiguran los que escribiría en los 90 en el marco de la «Llamada internacional», esas conversaciones delirantes entre un corresponsal argentino y un editor europeo del imaginario «Créase o no».


Publicado originalmente en Revista Mengano, febrero de 1976

en Cómicos, tiranos y leyendas, 2012







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