viernes, marzo 04, 2016

"El silbido", de Jorge Riestra



(1926-2016)


En la ciudad de antes, el silbido era el compañero del hombre de la noche. De vuelta a casa, “a patacón por cuadra”, el noctámbulo, no necesariamente calavera, echaba a rodar hacia adelante el tren de notas de un silbido. No volvía solo: volvía con su silbido. Tampoco su silbido estaba solo: otro, por allá venía, y otro más, errante, como a la deriva, se dejaba oír desde alguna de las calles laterales. En las veredas silenciosas de la madrugada, intermitentes, nítidos, los silbidos se buscaban hasta tejer un diálogo en cuya entraña palpitaba una correspondencia, avanzaba la certidumbre de una afinidad. Sólo los apagaban las noches de lluvia; entonces, la compañera era la lluvia.

El silbido era un atributo de los hombres. Una convención no escrita parecía vedarlo a las mujeres. Por alguna razón más vinculada con los prejuicios —en la mira, la denigrada marimacho– que con la moral, la mujer había cedido al varón el territorio del silbido. Ella cantaba. Parada ante el piletón, o mientras planchaba o cocinaba, la mujer cantaba. Para muchos de los hijos pequeños de aquel tiempo, la educación musical del oído tuvo un origen doméstico. El canto de las madres se transmutó en el propio, y después, sobre el mármol del umbral, desenvuelto, ufano, se engalanó el ensayado silbido. Aprender a silbar —“silbar bien”, en el decir callejero—, era una prueba de que el cursus honorum de la calle se cumplía de acuerdo con los usos de la tradición.

Durante el día, en las horas que siempre se llamaron “de trabajo”, el hombre no silbaba. Tampoco le nacía silbar cuando enredado en diligencias rutinarias, se desplazaba de un punto a otro por las veredas atestadas del centro. No se trataba de una represión impuesta por el temor al ridículo: el silbido requería cierto grado de aislamiento, y aun, si se quiere, de ensimismamiento. Así como de una libertad que contenía una gema inapreciable: la disponibilidad. El ocio, aunque ingrediente prócer, no le era esencial. El trabajador que iba a la fábrica o a la obra en bicicleta —noche cerrada o amanecer en ciernes—, silbaba porque en ese tramo era libre todavía. Ese mismo hombre, acodado entre conocidos o amigos en el mostrador del café, tal vez tarareara un tango mientras paladeaba su vermut o saboreaba, sibarita, la copa de grapa con miel; pero no silbaba. Un sentido natural de la prudencia reservaba el silbido para el camino de retorno a la pieza, a la casa, al apretado y gris departamento de pasillo. Las reglas eran claras; el código final, transparente.

El silbido no aspiraba a convertirse en espectáculo. Una exhibición de silbidos muy improbablemente habría movido a risa, pero sólo a título de curiosidad —ribete farseco incluido— podría haberse montado. Entre hombres, su absoluta gratuidad lo alejaba del canto, al que le era difícil desprenderse de los contagiosos gestos que esparce la profesionalidad.

Mucho mayor era la distancia que separaba al silbador del cantor. Este exigía un auditorio, un público presumiblemente leal con el cual establecía, desde los preparativos, una diferencia de rango: “artista” y oyentes estaban bajo el mismo techo —que quizá fuese el cielo—, mas no se confundían. Rara avis en la cuadra —no en el barrio—, mientras los silbadores florecían por doquier, el cantor componía una imagen que aun antes de emitir la voz salía a campear la admiración y el aplauso. Rodeado de una aureola, entre campechano y solemne, atento a las mujeres, si las había, el cantor actuaba. Al actuar, inevitablemente, competía. El rival podía estar cerca o lejos, vivir o haber muerto: como el payador, uno de sus antepasados, el cantor quería vencer. Canto y éxito marchaban de la mano —o lo soñaban—.

Al silbido lo distinguía la humildad. Carecía de pretensiones. Bien de barrio, extraña mezcla de candor y malevaje, vocacionalmente igualitario, se sentía tan cómodo en alpargatas como con zapatos y traje. Si el gorrión hubiese sabido silbar, el silbido habría sido el gorrión de las veredas. Su propietario lo cuidaba como a una planta, lo mimaba como a un cachorro, lo adornaba como a un cuartito de soltero. Solcito de la mañana del domingo, hoja suelta en el viento de la noche: formas cariñosas de nombrarlo, de cercarlo, de acercarlo.

Al tranco, y silbando bajito, como cuadraba, rumbeó hacia el olvido. Y allí se quedó.




en La Capital, 7 de febrero 2016




















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