domingo, febrero 21, 2016

Dos entrevistas a Umberto Eco



(1932-2016)


I. Fragmentos de la entrevista de Juan Cruz para El País, 30 de marzo 2008

Umberto Eco es un hombre casi feliz. Un profesor que disfruta de sus alumnos y que ahora, jubilado a los 76 años de sus múltiples ocupaciones académicas, sigue trabajando “aún más que antes”, impartiendo clases doctorales, escribiendo libros (“¡Ni media palabra sobre lo que hago ahora!”, exclama, poniéndose el dedo sobre los labios), asistiendo a congresos (cuando le vimos, estaba a punto, de ir a uno en el que tenía que hablar de las matemáticas locas, y ahora vendrá a Granada, a principios de abril, al Mapfre Hay Festival), leyendo cómics (“ahora son demasiado intelectuales”) y riendo como un chiquillo. […] Cuando Jordi Socías le pidió que posara con un borsalino, el tipo de sombrero que ha hecho mundialmente conocido a su pueblo, Alessandria, se divirtió como si volviera al patio de su familia, en ese lugar que cada vez está más cerca de su memoria, como si la edad le hiciera recuperar los sabores perdidos de la adolescencia.

Vive en una casa espléndida, llena de libros y de ejemplares antiguos, muchos de los cuales consigue en una librería que está cerca de aquí, en la calle de Rovelo; cada tarde, cuando está en Milán y no viaja, este hombre que ya se queja de que le quitan la sal de las comidas y ahuyenta los dulces como una tentación maldita, acude a esa librería de libros viejos, repasa catálogos y procedencias, y luego se va a tomar el aperitivo a un café donde Eco es il professore. Cerca de la librería, por cierto, está Antonio, su peluquero, que ha colocado en la puerta de cristales un retrato de Eco con su borsalino; dentro está retratado mientras Antonio le hace la barba. […]

Sigue siendo ese hombre feliz (“casi feliz, ¡quien diga que es totalmente feliz es un cretino!”) que canta, recita, se sabe de memoria citas enteras, se interesó antes que nadie por las nuevas tecnologías, las usó para sus trabajos (el último, Decir casi lo mismo, publicado por Lumen, aparece ahora, traducido por Helena Lozano) y las usa constantemente, aunque tiene el telefonino (sobre cuyo uso tanto ha escrito) casi siempre apagado, pero usa el mail obsesivamente, como si fuera una prolongación natural de las conversaciones. Charlando sigue siendo aquel hombre tímido que teme meter la pata (“si hablo demasiado, es para rellenar los tiempos muertos”), pero cuando agarra un asunto que le divierte, su carcajada llena el escenario, se convulsiona, es feliz, casi. En su libro Decir casi lo mismo, que es sobre la traducción, cuenta un chiste que sólo pueden entender los que hablan español y los que hablan italiano; es el de un empresario extrañado de que uno de sus operarios se vaya cada día a la una en punto de la tarde para regresar, siempre, a las tres en punto, dos horas más tarde. El empresario dispone que otro de sus empleados le vigile y le informe. “Este hombre se va cada día a la una, se compra una botella de champán, se va a su casa y se entretiene con su mujer”. “Pero”, exclama el empresario, “¿y no podría entretenerse por la noche, como todo el mundo?” Después de muchas idas y venidas, el investigador le explica a su jefe: “Quizá usted lo entienda si me deja tratarlo de tú”.

Ha escrito El nombre de la rosa, que fue un éxito mundial absoluto; El péndulo de Foucault; abrió las puertas de la fama como ensayista con Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, pero sigue confiando en que la comunicación, de la que es un maestro, sólo se digiere si el que la emite es ameno, capaz de ponerse a la altura del que le oye. Por eso, tanto en la conversación como en los libros siempre pespuntea con chistes así sus reflexiones o sus apólogos. Cuando fuimos a comer, a un restaurante donde le tratan como si fuera el dueño de Milán, o del Milan, seguimos la conversación que habíamos tenido en su casa, y le sacamos el asunto de la juventud, qué le pasa a la juventud. Y él nos explicó: “La juventud es como ese anciano que va al urólogo porque se orina encima y el urólogo le receta una especie de tranquilizante. Al cabo de un mes vuelve el viejo a la consulta y le explica al médico que está curado. ‘¿Curado?’, pregunta el médico, ‘¿o sea, que ya no se orina encima?’ ‘Sí, me sigo orinando encima, pero ahora me da completamente igual’. Y así es la juventud, lo está pasando igual de mal que siempre, no sabe adónde ir, pero ahora le da completamente igual”.

Hablamos de España, de sus amigos españoles (Beatriz de Moura, Esther Tusquets, su primera editora; Jorge Semprún, (“lo quieren hacer doctor honoris causa en la Complutense, qué alegría”), del premio Príncipe de Asturias que recibió en 2000 y de la comida. Le pusieron una lubina, sin sal (“no sabe a nada”), y los ojos se le iban hacia la focaccia, un manjar que terminó apartando. Sigue estudiando; cuando le dejamos se iba a su casa, acaso a ocuparse de Carlomagno (“Di Carlomagno, así creerán que escribo sobre él en mi pró¬ximo libro, y empezará el boca a boca”). Divertido siempre, y siempre casi feliz. En la casa, al volver, le esperaba su mujer, Renate, y las camelias que ésta cultiva con el mismo entusiasmo con que su marido explora los libros viejos de la calle de Rovelo, y con el esmero con el que Antonio impide que la barba de Eco deje de ser la que ya se asocia a la cara del professore.

Hay una escena en su vida, cuando toca la trompeta para los partisanos, tiene trece años, está en la plaza de Alessandria. Esa escena transmite felicidad, y usted siempre parece tan feliz.
Ahí hay dos cosas: aquel niño y la felicidad. Son diferentes, no pueden coincidir. Yo no creo en la felicidad, si le digo la verdad. Creo solamente en la inquietud; o sea, nunca estoy feliz del todo, siempre necesito hacer otra cosa. Pero admito que en la vida hay felicidades que duran diez segundos, o incluso media hora, como cuando nació mi primer hijo; en ese instante estaba feliz. Pero son momentos brevísimos. Alguien que es feliz toda la vida es un cretino. Por eso prefiero, antes que ser feliz, ser inquieto. Y ha mencionado al niño; ese niño es el que sale en El péndulo de Foucault, y aquél fue un momento feliz, por supuesto, pero no estoy seguro de haberlo sido de verdad en aquel momento o en el momento en que lo estaba contando. Hay momentos de felicidad cuando logras expresar algo de lo que te sientes contento, y además porque mientras contaba sobre aquel niño estaba feliz porque –sé muy bien que es una afirmación muy reaccionaria– creo que la vida sirve sólo para recordar la propia infancia.

Ahí está la literatura.
Eso dicen. Cada momento en que consigo recordar bien un instante de mi infancia es un momento de felicidad, pero esto no quiere decir que los de mi infancia hayan sido momentos de felicidad. Yo creo que la infancia y la adolescencia son periodos muy tristes. Los niños son seres muy infelices. Quizá yo, mientras tocaba la trompeta, con miedo a que esa fuera la última vez que tocaba aquel instrumento, era un niño infeliz. Me siento feliz ahora recordándolo, y quizá sea éste el motivo por el cual escribo, para encontrar estos momentos muy breves de felicidad que consisten en recordar momentos de la propia infancia. Sí, por eso escribo.

Y para eso se envejece.
Algo muy hermoso que ocurre al envejecer es que se recuerdan un montón de cosas de la infancia que estaban olvidadas. El otro día me ha venido a la mente el nombre de mi dentista, de cuando tenía ocho o nueve años. No sólo me acuerdo del dentista, sino también del técnico que le ayudaba, el doctor Correggia y el señor Romagnoli. No sé, pero estaba contentísimo de volver a pensar en mi dentista, al que había olvidado totalmente. Por tanto, yo voy al encuentro con el progreso de mi vejez con mucho optimismo, porque cuanto más envejezco, más recuerdos tengo de mi infancia.

Claro, y cada día más cerca de Alessandria, de aquella familia suya.
Mi padre era el primero de 13 hermanos. Era una familia enorme; hubo un primo que murió a los 20 años y que yo no conocí. Haga el cálculo: si cada hermano tuvo dos hijos, eran 26 primos, de modo que era difícil tener relación con todos. Mi relación más estrecha fue con mi abuela materna, que fue la que me inició en la literatura. Era una mujer sin cultura alguna, creo que hizo cinco años de primaria, pero tenía pasión por la lectura. Estaba suscrita a una biblioteca, así que traía a casa un montón de libros; leía de manera desordenada. Un día podía leer a Balzac, y luego, una novelita de amor de cuatro perras, y le gustaban las dos. Y así hizo conmigo: me daba a leer, a los 12 años, una novela de Balzac y una novela de amor de ínfima calidad. Pero me transmitió el gusto por la lectura.

Y, aparte de la abuela, ¿quiénes fueron los otros maestros?
El maestro de la escuela primaria aparece en mi novela La misteriosa llama de la reina Loana; era un fascista, que hizo la marcha sobre Roma, que le pegaba a sus alumnos, no a mí, sino a los más pobres. Y aunque conmigo se portó siempre bien, no era una buena persona. En cambio, tuve una educadora fabulosa, aunque tan sólo durante un año; era la señorita Bellini, que todavía vive, tiene 91 años, y cada vez que sale un libro mío nuevo se lo envío. Era una gran educadora; nos estimulaba a escribir, a contar, a ser espontáneos, y ha sido una de las personas que más han influido en mi vida.

Pocas veces se habla de usted como profesor. ¿Qué aprendió para enseñar?
Ante todo, sigo aprendiendo. El primer curso que di como profesor versó acerca de la poética de Joyce, que aparece en Obra abierta. Conocía el argumento, pero al empezar a dar clase me di cuenta de que no sabía nada sobre el tema. Aprendí, y sigo aprendiendo. Cuando escribes un libro puedes aparentar que sabes mucho, pero en clase es distinto. Lo que hice desde aquella primera experiencia es hablar a partir de los libros que iba a escribir, no de los libros que había escrito. Quiero decir que mi relación con los estudiantes siempre ha sido una relación de aprendizaje, porque enseñándoles aprendo yo también.

Una relación de ida y vuelta.
Una relación erótica, porque la de un profesor con un estudiante es como la relación de un actor con su público: cuando sales a escena es como si salieras por primera vez, y tienes la sensación de que si no has conquistado al público en los primeros cinco minutos, lo has perdido. Eso es lo que yo llamo una relación erótica, en el sentido platónico del término. Además, hay una relación caníbal: tú comes sus carnes jóvenes y ellos comen tu experiencia. Hay gente infeliz que pasa los primeros años de su vida con gente más joven que ellos para poderlos dominar, y cuando envejecen están con gente más anciana que ellos. A mí me ha pasado lo contrario: cuando yo era joven estaba con gente mayor que yo para aprender, y ahora, teniendo estudiantes, estoy con jóvenes, que es una manera de mantenerse joven. Es una relación de canibalismo, nos comemos el uno al otro. Por eso no he dejado, a pesar de mi jubilación, de tener una relación universitaria.

¿Y usted a quién mordió?
A la persona que dirigió mi tesis, Luigi Paris; a Norberto Bobbio. Tengo un buen recuerdo de mis maestros. Mi profesor de filosofía en el instituto era uno de estos profesores que podían interrumpir la clase para hacerte escuchar a Wagner, o si le preguntabas por Freud, dejaba de hablar de Platón y te hablaba de Freud. Era en verdad un gran maestro. Todo eso está en mis novelas, donde siempre hay una relación entre un joven y un maestro más anciano.

¿Tantos estudiantes? A lo mejor recordándolos halle usted una historia de la evolución de la juventud en este último medio siglo.
No se puede dar una respuesta porque a lo largo de los años el diálogo con tus estudiantes cambia. La relación ideal entre maestro y alumnos es de 15 años de diferencia. Tú tienes 30 años, y el alumno, 20. Fue precisamente en ese periodo cuando he tenido una relación más intensa con mis alumnos. Porque si los estudiantes tienen menos años no hay relación, y si la diferencia es más grande ya no podemos ser amigos. Con los estudiantes de los años sesenta salíamos a cenar, a bailar; con los de ahora no se puede, les da vergüenza ir contigo. En el 68 fue interesante, ahí coincidías con estudiantes que tenían 15 años menos que tú; no podía ser como ellos, pero no me veían como su enemigo, por eso había una relación a veces polémica, a veces amistosa y continua.

Ahora vivimos un momento raro, usted dice que como el del final del Imperio Romano.
[…]
A lo mejor eso contribuye a que la gente dispare siempre contra la política, los jóvenes lo consideran algo ajeno. Los jóvenes de todas las épocas y países son los que se excitan con las grandes ideas de transformación; son revolucionarios, pero se quedan dentro del famoso esquema, “todos nacemos incendiarios y morimos bomberos”. Ahora, con la globalización y el fin de las ideologías, ya no se presentan tantas posibilidades de transformación, porque la transformación es planetaria, y hay que esperar las grandes tragedias ecológicas, la muerte de la Tierra. El gran error de las Brigadas Rojas en Italia fue tener una idea justa, aunque muchos pensaban que era delirante, que era atacar a las multinacionales del mundo, y otra idea equivocada, que había que hacer terrorismo para crear una revolución en Italia. Si existe el gobierno de las multinacionales, no lo arreglas haciendo la revolución en Italia. El proyecto terrorista estaba condenado al fracaso; ya entonces existía la globalización, aunque no tan intensa. Ya no hay posibilidad de transformación planificable, a no ser que ocurra como cuando la caída del Imperio Romano, con el nacimiento de las órdenes monásticas: te encerraban en el monte, en un convento, e intentabas salvar lo poco de la espiritualidad y el conocimiento mientras el mundo se desmoronaba. Hoy puede haber jóvenes que van al desierto a poner en práctica una vida ecológica. Eso es lo máximo que se puede hacer: no cambiar el mundo, sino retirarse del mundo; por eso existe el desinterés por la política.

En Italia acabó el terrorismo, y en Alemania, y en Irlanda. En España permanece. Y han surgido otros. ¿Cuál es su opinión sobre los terrorismos que han emergido en los noventa?
El deseo de revolución, entre comillas, permanece siempre. Incluso allí donde no puedes hacerla, lo intentas. En países donde existen grupos étnicos hay el territorio suficiente para que se produzcan insurrecciones. En Italia, esos enfrentamientos se convierten en riñas futbolísticas. Y en otros territorios funciona la violencia, el fanatismo, la superstición; llevado eso al terreno de la política, pues ya se ve cómo acaba.

Estamos hablando el 11 de marzo de 2008, cuatro años después del atentado más grave de la historia de Europa, y fue en España. Al Qaeda fue la responsable. ¿Este terrorismo es la celebración del mal?
Hay que diferenciar los terrorismos. El hecho de que utilicen métodos parecidos no los hace iguales. Los terrorismos internos no utilizan formas suicidas. Lo de Al Qaeda es un fenómeno bélico; es un grupo fundamentalista que se siente en guerra contra el mundo occidental y que, no pudiendo usar los instrumentos de la guerra tradicional –no habría ejércitos suficientes–, usa el terrorismo suicida. Esto no quiere decir que haya un enfrentamiento entre el mundo occidental y el mundo islámico, pero sin duda hay una parte del mundo islámico que se siente en situación de inferioridad y está en guerra.
[…]

Lo que sí es cierto es que hace años usted dijo que iríamos rapidísimo, y ahora vamos a velocidades supersónicas.
Y todo lo que ahora existe será obsoleto dentro de nada, hasta el mail será obsoleto porque todo se hará con el móvil. A lo mejor las nuevas generaciones se acostumbrarán a eso, pero hay una velocidad del proceso de tal calibre, que quizá la psicología humana no conseguirá adaptarse. Estamos a tal velocidad, que no hay ninguna bibliografía científica americana que cite libros de más de cinco años. El que está escrito antes ya no cuenta y ésta es una pérdida también de relación con el pasado.

La fe ciega en Internet crea monstruos, por otra parte.
Sí, parece que todo es cierto, que tienes toda la información, pero no sabes cuál es buena y cuál equivocada. Esta velocidad provocará la pérdida de memoria. Y esto ocurre en las jóvenes generaciones, que ya no recuerdan ni quién era Franco ni quién era Mussolini, ¡o incluso Felipe González! La abundancia de información sobre el presente no te permite reflexionar sobre el pasado. Cuando yo era chico podían llegar a la librería tres libros por mes, hoy llegan mil. Y ya no sabes qué libro importante fue publicado hace seis meses. Eso también es una pérdida de la memoria. La abundancia de información sobre el presente es una pérdida y no una ganancia.

La memoria es el olvido, que diría Mario Benedetti.
Es la historia de “Funes, el memorioso”, de Borges. El que tiene toda la memoria es un estúpido.

Tanta información hace que los periódicos parezcan irrelevantes.
Ése es uno de nuestros problemas contemporáneos. La abundancia de información irrelevante y la dificultad de seleccionarla, y la pérdida de memoria del pasado, no digo ya la histórica. La memoria es nuestra identidad, nuestra alma. Si tú pierdes hoy la memoria, ya no hay alma, eres una bestia. Si sufres un golpe en la cabeza y pierdes la memoria, te conviertes en un vegetal. Si la memoria es el alma, disminuir mucho la memoria es disminuir mucho el alma.

¿Cuál sería hoy el papel de la información?
Yo creo que perdemos mucho tiempo en plantearnos estas cuestiones mientras las generaciones más jóvenes sencillamente han dejado de leer los periódicos y se comunican a través de SMS. Yo no puedo desprenderme de los periódicos; para mí, la lectura de prensa es la oración de la mañana del hombre moderno; no puedo tomar café por la mañana si no tengo por lo menos dos periódicos para leer. Pero a lo mejor somos los restos de una civilización, porque los periódicos tienen muchas páginas, no mucha información. Sobre el mismo tema hay cuatro artículos que a lo mejor dicen lo mismo. Existe la abundancia de información, pero también la abundancia de la misma información. No sé si se acuerda de mi teoría del Fiji Journal. Yo estaba en las islas Fidji buscando información sobre los corales para mi libro La isla del día antes, y a mi hotel llegaba cada mañana el Fiji Journal, que tenía ocho páginas, seis de publicidad, una de noticias locales y otra de noticias internacionales. Aquel mes que estuve allí estaba a punto de estallar la primera guerra del Golfo, y en Italia había caído el primer Gobierno de Berlusconi. Me enteré de todo porque en una sola página de noticias internacionales, en tres o cuatro líneas, me daban las noticias más importantes.

Como Internet.
Acudimos a Internet para conocer las noticias más importantes. La información de los periódicos será cada vez más irrelevante, más diversión que información. Ya no te dicen qué decidió el Gobierno francés, sino que te dan cuatro páginas de cotilleo sobre Carla Bruni y Sarkozy. Los periódicos se parecen cada vez más a las revistas que te daban en la peluquería o en la sala de espera del dentista.

Volvamos al principio, profesor. ¿Qué le hace a usted feliz?
No sé, ya dije que no creo en eso, pero, en fin, me hace feliz encontrar un libro que buscaba hace mucho tiempo. Cuando lo compro y lo tengo, lo miro, soy feliz, pero allí se acaba la sensación. Mientras que la infelicidad es lo que me produce no tener este o aquel libro. La verdadera felicidad es la inquietud. Ir de caza, no matar al pájaro.

[…]


II. Entrevista por Susanne Beyer y Lothar Gorris para Der Spiegel, 4 de diciembre 2009


Madamina, il catalogo è questo
Delle belle che amò il padron mio;
un catalogo egli è che ho fatt’io;
Osservate, leggete con me.

In Italia seicento e quaranta;
In Alemagna duecento e trentuna;
Cento in Francia, in Turchia novantuna;
Ma in Ispagna son già mille e tre.


Umberto Eco acaba[ba] de ver traducido al castellano su El vértigo de las listas (Lumen). El volumen proviene del acuerdo de colaboración entre este semiótico y el museo parisino del Louvre […] una exposición sobre este asunto en la que ha participado: “Mille e tre”. La muestra, pues, trata[ba] sobre la evolución del concepto de lista a través de la historia y examina sus cambiantes significados con el paso del tiempo: desde su antiguo uso en los ritos funerarios hasta la vida cotidiana actual. Las listas como vehículos de códigos culturales y como portadoras de muy distintos mensajes. Con este motivo, Der Spiegel [realizó esta] jugosa entrevista:

Usted está considerado como uno de los grandes acádemicos mundiales y ahora está con una exposición en el Museo del Louvre, uno de los más importantes del mundo. El tema de su exposición resuena a lugar común: la naturaleza esencial de las listas, poetas que listan cosas en sus obras y pintores que acumulan cosas en sus pinturas. ¿Por qué escogió ese tema?
La lista es el origen de la cultura. Es parte de la historia del arte y la literatura. ¿Para qué queremos la cultura? Para hacer más comprensible el infinito. También se quiere crear un orden –no siempre, pero a menudo. ¿Y cómo, en tanto seres humanos, nos enfrentamos a lo infinito? ¿Cómo se puede intentar comprender lo incomprensible? A través de las listas, a través de catálogos, a través de colecciones en los museos y a través de enciclopedias y diccionarios. Hay cierto encanto en enumerar con cuántas mujeres se acostó Don Giovanni: “Fueron 2.063”, al menos según el libretista de Mozart, Lorenzo da Ponte. También tenemos listas prácticas –la lista de la compra, el testamento, el menú– que son asimismo adquisiciones culturales por propio derecho.

¿Hemos de entender a la persona culta como un custodio que buscan imponer orden en lugares donde impera el caos?
La lista no destruye la cultura, sino que la crea. Dondequiera que uno mire, en la historia cultural, encuentra listas. De hecho, hay una serie vertiginosa: las listas de santos, ejércitos y plantas medicinales o de tesoros y títulos de libros. Piense en la naturaleza de las colecciones del siglo XVI. Mis novelas, por cierto, están llenas de listas.

Los contables hacen listas, pero también las encontramos en las obras de Homero, James Joyce y Thomas Mann.
Sí. Pero, por supuesto, no son contables. En el Ulises, James Joyce describe cómo su protagonista, Leopold Bloom, abre los cajones y enumera todas las cosas que encuentra en ellos. Veo esto como una lista literaria, y dice mucho acerca de Bloom. O podemos reparar en Homero, por ejemplo. En la Ilíada, trata de transmitir una idea de la magnitud del ejército griego. Al principio utiliza símiles: “Cual se columbra desde lejos el resplandor de un incendio, cuando el voraz fuego se propaga por vasta selva en la cumbre de un monte, así el brillo de las broncíneas armaduras de los que se ponían en marcha llegaba al cielo a través del éter”. Pero no queda satisfecho. No puede encontrar la metáfora adecuada, y por eso pide a las musas que le ayuden. Luego da con la idea de nombrar a muchos, a muchos generales y a sus naves.

Pero, al hacerlo, ¿no se apartan de la poesía?
En primer lugar, pensamos que una lista es algo primitivo, típico de culturas antiguas, que no tenían un concepto exacto del universo y que, por tanto, se limitaban a enumerar las características que podían nombrar. Pero, en la historia cultural, la lista ha prevalecido siempre. No es meramente una expresión de las culturas primitivas. En la Edad Media existío una imagen muy clara del universo, y había listas. En el Renacimiento y el Barroco hubo una nueva visión del mundo basada en la astronomía. Y hubo listas. Y la lista es, sin duda, algo frecuente en la era posmoderna. Tiene una magia irresistible.

Pero, ¿por qué la lista de Homero, con todos los guerreros y sus buques, si sabe que no los puede nombrar a todos?
La obra de Homero incide una y otra vez en el topos de lo inexpresable. Es algo que la gente siempre hará. Siempre hemos estado fascinados por el espacio infinito, por estrellas interminables y galaxias dentro de otras galaxias. ¿Cómo se siente una persona al mirar al cielo? Piensa que carece del lenguaje necesario para describir lo que ve. Sin embargo, la gente nunca ha dejado de describir el cielo, la simple enumeración de lo que ve. Los amantes se encuentran en la misma posición. Experimentan una deficiencia del lenguaje, la falta de palabras para expresar sus sentimientos. Pero, ¿los amantes dejan de intentarlo? Crean listas: tus ojos son tan hermosos, y también lo es tu boca, y tu clavícula … Podríamos entrar en mil detalles.

¿Por qué perder tanto tiempo tratando de completar cosas que no puede ser completadas de manera realista?
Tenemos un límite, uno muy desalentador y humillante: la muerte. Por eso nos gustan todas las cosas que se supone que no tienen límites y, por tanto, sin fin. Es una manera de escapar de los pensamientos sobre la muerte. Nos gustan las listas porque no queremos morir.

En su exposición en el Museo del Louvre, hay obras procedentes de las artes visuales, tales como naturalezas muertas. Sin embargo, estas pinturas tienen marcos o límites, y no pueden describir más de lo que es posible describir.
Por el contrario, la razón por la que las amamos tanto es porque creemos que somos capaces de ver algo más en ellas. Una persona que contempla una pintura siente la necesidad de abrir el marco y ver qué cosas parece haber a la izquierda ya la derecha de la pintura. Este tipo de pintura es verdaderamente como una lista, una silueta del infinito.

¿Por qué estas listas y acumulaciones son particularmente importantes para usted?
Los responsables del Louvre se contactaron conmigo y me preguntaron si me gustaría hacerme cargo de una exposición allí, y me pidieron que propusiera un programa de actos. Sólo la idea de trabajar en un museo ya es algo que me resulta atractivo. Hace poco, estaba allí solo y me sentía como un personaje de una novela de Dan Brown. Era misterioso y maravilloso al mismo tiempo. Me di cuenta de inmediato de que la exposición se centraría en las listas. ¿Por qué estoy tan interesado en el tema? En realidad, no sabría decirlo. Me gustan las listas por el mismo motivo que a otras personas les gusta el fútbol o la pedofilia. La gente tiene sus preferencias.

Sin embargo, usted es famoso por ser capaz de explicar sus pasiones…
…pero no por hablar de mí mismo. Mire, desde la época de Aristóteles hemos estado tratando de definir las cosas sobre la base de su esencia. ¿La definición del hombre? Un animal que actúa de manera deliberada. Ahora bien, a los naturalistas les costó ochenta años llegar a una definición del ornitorrinco. Para ellos era de una dificultad inacabable describir la esencia de este animal. Vive bajo el agua y en tierra, pone huevos y sin embargo es un mamífero. ¿Y qué hicieron que pareciera una definición? Una lista, una lista de características.

Ciertamente, sería posible una definición con un animal más convencional.
Tal vez, pero ¿haría a ese animal interesante? Piense en un tigre, que la ciencia describe como un depredador. ¿Cómo se lo describiría una madre a su hijo? Probablemente, utilizando una lista de características: El tigre es grande, un gato, amarillo, a rayas y fuerte. Sólo un químico se refiere al agua como H2O. Pero yo digo que es líquida y transparente, que la bebemos y que podemos lavarnos con ella. Creo que entenderá de lo que estoy hablando. La lista es la marca de una sociedad muy avanzada, cultivada, porque la lista nos permite cuestionar las definiciones esenciales. La definición esencial es primitiva en comparación con la lista.

Parece que usted está diciendo que debemos dejar de definir las cosas y que el progreso, en cambio, sólo significa contar y listar cosas.
Puede ser liberador. El Barroco fue una época de listas. De repente, todas las definiciones académicas que se habían hecho en la época anterior ya no eran válidas. La gente trató de ver el mundo desde una perspectiva diferente. Galileo describió nuevos detalles de la luna. Y, en el arte, las definiciones establecidas fueron literalmente destruidas, y la gama de temas fue enormemente ampliada. Por ejemplo, veo las pinturas del barroco neerlandés como listas: naturalezas muertas con todos los frutos e imágenes de los opulentos gabinetes de curiosidades. Las listas pueden ser anárquicas.

Pero usted también ha dicho que las listas pueden establecer el orden. Entonces, ¿el orden y la anarquía interaccionan? Eso hará que Internet, y las listas que ofrece el motor de búsqueda de Google, sea perfecta para usted.
Sí, en el caso de Google las dos cosas convergen. Google hace una lista, pero miro la lista que me ha generado Google y en poco tiempo ya ha cambiado. Estas listas pueden ser peligrosas –no para las personas mayores como yo, que han adquirido sus conocimientos de otra manera, pero sí para los jóvenes, para los que Google es una tragedia. Las escuelas deben enseñar el arte elevado de cómo ser exigentes.

¿Está usted diciendo que los profesores deben enseñar a los estudiantes sobre la diferencia entre el bien y el mal? Si es así, ¿cómo lo hacen?
La educación debe volver a la forma en que se encontraba cuando los talleres del Renacimiento. Allí, los maestros no necesariamente hubieran sido capaces de explicar a sus alumnos por qué una pintura era buena en términos teóricos, pero lo hacían de forma más práctica. Mira, decían, ésto es lo que tu dedo puede parecer y esto es lo que tiene que parecer. Fíjate, ésta es una buena mezcla de colores. El mismo criterio se debe utilizar en la escuela cuando se trata de Internet. El maestro debe decir: “Elige cualquier tema clásico, ya sea la historia de Alemania o la vida de las hormigas. Consulta 25 páginas web diferentes y, por comparación, trata de averiguar la cantidad de buena información que contiene”. Si diez páginas describen lo mismo, puede ser una señal de que la información es la correcta. Pero también puede ser un signo de que algunos sitios simplemente copian los errores de los demás.

Usted mismo es más probable que trabaje con libros, y tiene una biblioteca de 30.000 volúmenes. Es probable que no trabaje sin una lista o catálogo.
Me temo que, por ahora, puede que haya alcanzado los 50.000 libros. Cuando mi secretario quiso catalogarlos, le pedí que no lo hiciera. Mis intereses cambian constantemente, y también lo hace mi biblioteca. Por cierto, si cambian constantemente tus intereses, tu biblioteca dirá algo diferente de ti continuamente. Además, aunque no tengo catálogo, me veo obligado a recordar mis libros. Tengo un pasillo dedicado a la literatura que tiene 70 metros de largo. Lo recorro varias veces al día, y me siento bien cuando lo hago. La cultura no es saber cuándo murió Napoleón. Cultura significa saber cómo puedo averiguarlo en dos minutos. Por supuesto, hoy en día puedo encontrar este tipo de información en Internet al momento. Pero, como he dicho, con Internet nunca se sabe.

Usted incluye una curiosa lista del filósofo francés Roland Barthes en su nuevo libro, El vértigo de las listas. Él enumera las cosas que ama y las cosas que no ama. Le encanta la ensalada, la canela, el queso y las especias. No le gustan los ciclistas, ni las mujeres con pantalones largos, los geranios, las fresas y el clavicordio. ¿Y usted?
Sería tonto si respondiera a eso; significaría que puedo precisarme. Le diré que estaba fascinado con Stendhal a los 13, con Thomas Mann a 15 y que a los 16 años me encantaba Chopin. Luego, me pasé la vida intentando conocer a los demás. Ahora mismo, Chopin está de nuevo entre mis preferencias. Si usted interactúa con las cosas en tu vida, todo cambia constantemente. Y si nada cambia, es que eres un idiota.
















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