martes, diciembre 22, 2015

“La neurosis de los superhéroes”, de José Pablo Feinmann





Los superhéroes son esquizofrénicos, neuróticos. Tienen doble personalidad, una común, durante el día, y otra oculta, durante la noche. ¿Por qué esa pasión por la doble personalidad? ¿Por qué la necesidad de usar máscara? ¿Por qué luchan, a veces, con su doble demoníaco? ¿Es la pesadilla del imperio norteamericano que los superhéroes empiecen a luchar a favor de los Otros? ¿Por qué los superhéroes, teniendo novias tan lindas, casi nunca les dan un beso? ¿Tienen sexualidad los superhéroes?

A través de las historietas, los cómics, y algunas de las versiones cinematográficas, me internaré en la vida de tres de los superhéroes más famosos: Superman, Batman y El Hombre Araña.

La pantalla nos informa: «Explotó en el espacio, el único sobreviviente fue un niño que vino a la tierra con poderes. Hoy ese niño creció y se convirtió en Superman. Para contribuir a su incansable lucha contra las fuerzas del mal, se enmascara como Clark Kent, un gentil reportero que trabaja para un gran diario metropolitano. Nadie sabe que Kent es Superman, valiente defensor de la verdad, la justicia y el estilo de vida norteamericano».

Superman es un personaje creado por Jerry Siegel y Joe Shuster en 1933, en un momento en que Estados Unidos estaba ávido de héroes, durante la Gran Depresión. Las historietas, publicadas por la DC Comics, tienen un éxito formidable. En la versión televisiva, protagonizada por George Reeves entre 1952 y 1958, la imagen del superhéroe termina recortándose sobre una bandera norteamericana. Los colores de Superman también son los de la bandera norteamericana. No hay dudas: Superman lucha en favor del Imperio. No esperemos que nos venga a defender a nosotros, a nuestro estilo de vida.

Superman es uno de esos grandes luchadores de la causa norteamericana, y la idea de Siegel y Shuster fue crear un personaje con superpoderes, proveniente de un planeta que estalló, Kripton. El niño llega a la Tierra y es criado por unos granjeros hasta que se hace adulto y se emplea como periodista en el Daily Planet de la ciudad de Metrópolis. Para disfrazar su personalidad se hace llamar Clark Kent y usa unos enormes anteojos. Una vez quise hacer lo mismo. Fui a la redacción de Página/12, donde tengo algunos amigos, luciendo unos anteojos a lo Clark Kent. Alguien me paró y me dijo: «¿Qué haces, boludo? ¿Para qué te pusiste anteojos?». Ponerse anteojos no garantiza que uno pase inadvertido.

Luisa Lane, su colega y novia, sospecha que Clark Kent es Superman. En cierta oportunidad, Luisa y Clark están en el borde de una catarata; de pronto, ella tropieza y cae al abismo. Pero aparece Superman y la lleva hacia tierra firme. Ella le pregunta: «¿Como supiste que estaba aquí?». «Yo lo sé todo», responde el superhéroe, que de inmediato parte volando. El novio reaparece. Obvio, con los anteojos puestos.

Creo que Luisa Lane es medio tarada, porque cualquier mina no hubiera tenido dudas de que Superman es Clark Kent y que Clark Kent es Superman, y le hubiera exigido: «Ya que sos Superman, dejate de embromar y hagamos realidad lo nuestro». Uno imagina que la potencia de Superman tuvo que haberse desarrollado también en el aspecto sexual, pero Luisa Lane nunca pudo averiguarlo.

La serie televisiva de George Reeves y la vida del protagonista es parodiada en Hollywoodland (2006), con Ben Affleck, que remarca el destino trágico de esa estrella, que se suicidó porque se resistía a abandonar el papel de Superman. La maldición de Superman continuó con Christopher Reeve, que encabezó la saga con cuatro películas entre 1978 y 1987, y tuvo un accidente que lo dejó tetraplégico.

Pasemos a Batman, «el hombre murciélago», una creación genial, la mejor de las historietas, nacida en 1939. Bob Kane, su autor, hizo tanto dinero que dejó de dibujar y contrató a un equipo para que lo hicieran por él. Batman tiene también una doble personalidad, la del millonario Bruce Wayne, o Bruno Díaz en la versión en castellano, y la del superhéroe. Se viste con su capa y su calza, se sube al Batimóvil y sale a pelear contra el mal. A los veteranos, como yo, nos gusta mucho la serie de los años 60, que hizo Adam West y que contaba con un grupo de villanos pintorescos. Recreaba toda la estética pop; incluso las onomatopeyas de los golpes, las trompadas, las explosiones, nos sorprendían, aunque en aquellos años todavía la veíamos en blanco y negro. Con la televisión color, pudimos apreciar ese colorido a lo Warhol.

Muchos años después, llegaron al cine las versiones de Batman del talentoso Tim Burton. La mejor de las dos es Batman vuelve (1992). Acá el superhéroe se enfrenta a tres enemigos: el Pingüino (Danny DeVito) y Max Schreck (Christopher Walken). El nombre de este último villano está tomado del actor que protagonizó Nosferatu en 1922, en la versión de Murnau. Una exquisitez de Tim Burton. El tercero, Gatúbela, se roba la película. Michelle Pfeiffer está bellísima. Sin ninguna duda, no habrá ni hubo una Gatúbela como ella.

Una cuestión debe quedar en claro. El superhéroe no es la Justicia, es un justiciero. El superhéroe hace justicia por su cuenta. En Batman, el Inspector Gordon es el encargado de impartir justicia, pero él está subordinado al «hombre murciélago»; no puede resolver nada en Ciudad Gótica sin el auxilio del superhéroe y su fiel ayudante, Robin, el Joven Maravilla; y como en su impotencia siempre termina proyectando en el cielo una señal para convocarlos. Batman está denunciando que la policía de Ciudad Gótica es ineficaz, y si ampliamos el concepto, vemos que la policía siempre es ineficaz para resolver los problemas que plantea la delincuencia. Así aparece un parapolicial, el superhéroe, un parapolicial pintoresco, pero parapolicial al fin. Es la demostración de que el aparato legal del Estado no soluciona los problemas de los ciudadanos, y que tiene que recurrir a alguien «fuera de lo común» para hacer justicia. Es la justicia de los justicieros, que siempre bordea la ilegalidad. Cuando un país se encomienda a los justicieros corre serio peligro, porque la justicia solo puede ser impartida por el Estado, a través de funcionarios honestos, que deben preservar la seguridad de todos los ciudadanos. Este es el lado más oscuro de los superhéroes, y no podemos soslayarlo.

La figura de Batman se fue tornando cada vez más negra, más violenta, y quizá tenga relación con lo expresado en el párrafo anterior. Este parapolicial de la noche se fue volviendo impiadoso, y en los tiempos que corren, en la versión que hace Christian Bale en Batman Begins (2005), el pequeño superhéroe ve a sus padres asesinados por un delincuente. Ese es el detonante que lo vuelca a hacer el bien. En realidad, la decisión correcta tendría que haber sido —voy a ponerme de parte de la ley— sumarse a un organismo del Estado para desde allí velar por la seguridad y luchar contra la delincuencia. Pero la decisión es convertirse en un héroe solitario. En El Caballero de la Noche (2008), secuela de la película anterior, el Batman de Bale tortura; Bob Kane jamás lo hubiera imaginado, pero así lo necesitaba Bush. El film enarbola la legitimación de la tortura. Es un Batman tenebroso, que responde a lo que el Imperio necesita de los superhéroes, que sean impiadosos. El Imperio está cada vez más asustado, y por eso los superhéroes deben ser cada vez más violentos.

Spiderman, «el Hombre Araña», es un superhéroe tardío, nacido en 1962. Hubo muchos otros importantes antes que él, como El Fantasma y Mandrake el Mago. Pero entre todos, el que a mí me gusta desde chico es el Capitán Marvel.

Retomo. Peter Parker es picado por una araña y se da cuenta que tiene poderes que no son humanos. Puede desplegar una tela que se adhiere a distintos objetos y le permite desplazarse por las alturas. En una de sus películas, termina aferrado a la bandera de Estados Unidos.

Como todo superhéroe que se precie, tiene dos personalidades. Para todo el mundo es el fotógrafo del Daily Bugle. También, como todo superhéroe, pelea contra villanos. El mejor es el que aparece en Spiderman ll (2004), Octopus, un pulpo computarizado, interpretado por Alfred Molina, el mismo que había hecho del muralista mexicano Diego Rivera en Frida (2002), con Salma Hayek, y que había debutado en Los cazadores del Arca Perdida (1981), peleando contra Indiana Jones en un pequeño papel. Y, finalmente, como todo superhéroe, tiene una novia, interpretada por Kirsten Dunst en la zaga de Hollywood. Para aquellos que no son cinéfilos, Dunst hizo de María Antonieta en esa espantosa película de Sofia Coppola en la que ¡a María Antonieta no le cortaban la cabeza!

Las relaciones amorosas de los superhéroes son complejas, nunca se concretan. Kirsten Dunst le da un beso al Hombre Araña, algo extrañísimo en este género. Jamás hemos visto un beso entre Luisa Lane y Superman, al menos que haya alguna versión escondida. Los superhéroes son personajes respetuosos de sus chicas. Uno puede dudar acerca de si a las chicas les gusta ese respeto excesivo. Quizás a Mary Jane Watson, la chica del Hombre Araña, le hubiera gustado algo más que ese besito de una boca puesta al revés bajo la lluvia, sobre todo por lo linda que estaba ella. Pero, el héroe no está motivado lo suficiente como para ir más allá de bajarse un poco la máscara y dejar que la muchacha le dé un piquito.

Los superhéroes padecen de una neurosis evidente. Son personas que tienen novias, a quienes salvan de serios peligros, pero no le provocan nunca el inconveniente, tremendo para ellos, parece, de una relación sexual. Es como si la ley, o la lucha por la justicia, que ellos emprenden en solitario, los llevara a ser también solitarios en el amor. Habría que pensar si en realidad los creadores no les han puesto una novia para despejar cualquier duda sobre su elección sexual.

Durante mucho tiempo, la relación Batman-Robin se interpretó como una relación homosexual, incluso había pintadas en las paredes «Batman ama a Robin». No es casual que a Robin lo hayan eliminado de las últimas producciones. Otro dato para el anecdotario sexual: en Batman Forever (1995), el director Joel Schumacher ideó un traje con pezones para que use Val Kilmer, para escándalo de más de un productor.

No importa cuál de los tres superhéroes neuróticos analizados en este capítulo es mi preferido, pero tengo una predilección por los Batman de Tim Burton. Y mi escena predilecta, en este rubro esquizoide, también se le ocurrió, no por casualidad, a Burton. Es esa en que Batman, por primera vez, se quita la máscara ante Gatúbela. Michael Keaton, el protagonista de los dos primeros Batman, lo hace muy bien, con cierto despojamiento, y le dice, más o menos con estas palabras: «Vení a vivir conmigo; vení a mi baticueva». Es una frase muy tierna que cualquiera puede expresarle a su novia. Y Gatúbela le contesta: «Sería muy lindo hacerlo, Batman, pero… ¿cómo podría vivir con vos si no puedo vivir conmigo misma? Esta vez no habrá final feliz». Un golpe durísimo al corazón del murciélago.

En definitiva, el superhéroe es una gran creación norteamericana, utilizada, más allá del entretenimiento, como propaganda política. Superman tiene los colores de la bandera estadounidense. Batman, en la hermosa serie que protagonizaba Adam West, hacía una apología del sistema de vida norteamericano. Recuerdo que en un episodio Batman y Robin trepan por una pared y el «Joven Maravilla» le pregunta: «¿Por qué los delincuentes delinquen?». Y su compañero le responde: «Porque no toleran ver una sociedad bien organizada». Este mensaje es constante.

El Imperio se vende a sí mismo, y lo hace de un modo más que entretenido. Siempre supo hacerlo. La mejor venta que hacen de ellos mismo es, primero, entretener al público, y mientras lo entretienen le venden que son los mejores, que su sistema de vida es el mejor; que son el país hegemónico en el mundo entero, porque son, precisamente, América, como se definen a sí mismos. Y los superhéroes garantizan esa condición imperial de Estados Unidos. ¡Un Imperio que entretiene! Uno debería poder mirar Batman vuelve, por ejemplo, y entregarse y divertirse, hasta de manera inocente, porque es parte de la vida no ideologizarlo todo. Si no, estamos perdidos…

La doble personalidad es algo que los superhéroes, al parecer, no pueden evitar. Para hacer lo que hacen, tienen que dejar de ser lo que son: Peter Parker, un fotógrafo; Bruce Wayne, un multimillonario; Clark Kent, un periodista. Esa situación se ve agravada cuando luchan contra sus dobles demoníacos, que siempre visten con atuendos de color negro. La peor posibilidad que imagina el Imperio es que Superman o el Hombre Araña se vuelvan malos y luchen del lado equivocado.

Vuelvo a una idea que ya expresé: el superhéroe es un justiciero. En una sociedad, la Justicia no pude ser impartida por justicieros. El papel que hace el Inspector Gordon en Batman es patético. En la última película de la saga lo interpreta Gary Oldman, un gran actor, que hace un personaje un poco más neurótico, pero no menos débil, ¿por qué tenemos que acostumbrarnos a que una sociedad tenga que proyectar en el cielo una señal para llamar a un justiciero encapuchado, que no muestra la cara, y hace justicia a su modo? Es de una peligrosidad extrema. Una sociedad no puede permitir la existencia del justiciero, de gente que haga justicia en forma individual, a su modo y por mano propia. La Justicia es parte del Estado del cual todos formamos parte; es parte de la sociedad civil, es parte de aquello que hemos votado y que hemos elegido; es parte de la sustancialidad de la democracia. Y la Justicia democrática es la que tiene que asumir la defensa de una sociedad. No un justiciero que aparece inesperadamente y decide hacer justicia en una supuesta representación de todos. Desde el plano ideológico, es el aspecto más negativo de los superhéroes.

Claro que todos estos planteos nunca me los hice de chico. Ahora, cuando los veo, trato de dejarme llevar por el encanto de los superhéroes. Siempre voy a querer a Batman y a Superman, un poquito menos quizás, al compararlos con el Fantasma, Mandrake el Mago, el Capitán Marvel. Como todos los chicos de mi generación, estábamos fascinados con Billy Batson, un muchacho que trabajaba en una radio y cuando decía «¡Shazam!» se transformaba en el Capitán Marvel. Millones de pibes nos encerrábamos en nuestra habitación para gritar «¡Shazam!» esperando que ocurriera algo maravilloso en nuestras vidas, y que ocurriera, de ser posible, en ese mismo momento. Quizá no dé resultado «¡Shazam!», pero ya encontraremos qué palabra decir.



en Siempre nos quedará París, 2011








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