viernes, diciembre 04, 2015

“Compañeros de celda”, de Roberto Bolaño









Coincidimos en cárceles diferentes (separadas entre sí por miles de kilómetros) el mismo mes y el mismo año. Sofía nació en 1950, en Bilbao, y era morena, de corta estatura y muy hermosa. En noviembre de 1973, mientras yo estaba preso en Chile, a ella la encarcelaron en Aragón.

Por entonces estudiaba en la Universidad de Zaragoza, una carrera de ciencias, Biología o Química, una de las dos, y fue a la cárcel con casi todos sus compañeros de curso. La cuarta o quinta noche que dormimos juntos, ante mi exhibición de posturas amatorias me dijo que no me cansara, que no se trataba de eso. Me gusta variar, le dije. Si folio en la misma postura dos noches seguidas me quedo impotente. Por mí no lo hagas, dijo ella. La habitación era de techo muy alto con las paredes pintadas de rojo, un rojo de desierto crepuscular. Las había pintado ella misma a los pocos días de vivir allí. Eran horribles. Yo he hecho el amor de todas las formas posibles, dijo. No te creo, le dije. ¿De todas las formas posibles? De todas, dijo, y yo no dije nada (preferí callarme, tal vez avergonzado) pero la creí.

Después, pero eso pasó al cabo de muchos días, dijo que se estaba volviendo loca. Comía muy poco, se alimentaba únicamente de puré. Una vez entré en la cocina y vi un saco de plástico junto al refrigerador. Eran veinte kilos de puré en polvo. ¿No comes nada más?, le pregunté. Ella se sonrió y dijo que sí, que a veces comía otras cosas, pero casi siempre en la calle, en bares o restaurantes. En casa resulta más práctico un saco de puré, dijo. Así siempre hay comida. Ni siquiera lo disolvía con leche, sino con agua, y ni siquiera esperaba a que el agua hirviera. Disolvía los copos de puré en agua tibia, me explicó más tarde, porque odiaba la leche. Nunca la vi ingerir productos lácteos, decía que eso seguramente era un problema mental que arrastraba desde la infancia, algo relacionado con su madre. Así que por las noches, cuando ambos coincidíamos en la casa, comía puré y a veces me acompañaba cuando me quedaba hasta tarde a ver películas por la tele. Casi no hablábamos. Nunca discutía. Por entonces en aquella casa vivía un tipo del Partido Comunista, de nuestra misma edad, un veinteañero, con el que yo me enzarzaba en polémicas inútiles y ella nunca tomó partido aunque yo sabía que estaba más de mi parte que de parte de él. Una vez el comunista me dijo que Sofía estaba muy buena y que pensaba tirársela a la primera oportunidad. Hazlo, le dije. Dos o tres noches después, mientras veía una película de Bardem oí que el comunista salía al pasillo y golpeaba discretamente la puerta de Sofía. Hablaron un rato y luego la puerta se cerró y el comunista no volvió a salir hasta dos horas más tarde.

Sofía, pero esto lo supe mucho después, había estado casada. Su marido era un compañero de la Universidad de Zaragoza, un tipo que también estuvo preso en noviembre de 1973. Cuando terminaron la carrera se trasladaron a Barcelona y al cabo de un tiempo se separaron. Se llamaba Emilio y eran buenos amigos. ¿Con Emilio hiciste el amor de todas las formas posibles? No, pero casi, decía Sofía. Y decía también que se estaba volviendo loca y que era un problema, sobre todo si conducía, la otra noche me volví loca en la Diagonal, por suerte no había mucho tráfico. ¿Tomas algo? Valium. Un montón de pastillas de Valium. Antes de acostarnos fuimos juntos al cine un par de veces. Películas francesas, creo. Vimos una de una mujer pirata que llega a una isla en donde vive otra mujer pirata y las dos tienen un duelo a muerte con espadas. La otra era de la Segunda Guerra Mundial: un tipo que trabaja para los alemanes y para la Resistencia al mismo tiempo. Después de acostarnos fuimos más veces al cine y curiosamente de esas películas sí recuerdo el título e incluso los nombres de los directores, pero todo lo demás lo he olvidado. Ya desde la primera noche Sofía me dejó muy claro que lo nuestro no iba a llegar a ninguna parte. Estoy enamorada de otro, dijo. ¿El camarada comunista? No, alguien que tú no conoces, dijo, un profesor, como yo. Por el momento no me quiso decir su nombre. A veces se acostaba con él, pero esto no solía ocurrir muy a menudo, una vez cada quince días aproximadamente. Conmigo hacía el amor todas las noches. Al principio yo trataba de agotarla. Comenzábamos a las once y no parábamos hasta las cuatro de la mañana, pero pronto me di cuenta de que no existía manera de agotar a Sofía.

Por aquella época yo solía juntarme con anarquistas y feministas radicales y leía libros más o menos acordes con mis amistades. Uno de éstos era el de una feminista italiana, Carla no sé qué, el libro se llamaba Escupamos sobre Hegel. Una tarde se lo presté a Sofía, léelo, le dije, creo que es muy bueno. (Tal vez le dije que el libro le iba a servir.) Al día siguiente, Sofía, de muy buen humor, me devolvió el libro y dijo que como ciencia ficción no estaba mal, pero que por lo demás era una porquería. Opinó que sólo una italiana podía haberlo escrito. ¿Tienes algo contra las italianas?, le dije, ¿te hizo daño una italiana cuando eras pequeña? Dijo que no, pero que puestos en ese plan ella prefería leer a Valerie Solanas. Su autor preferido, contra lo que yo pensaba, no era una mujer sino un inglés, David Cooper, el colega de Laing. Al cabo del tiempo yo también leí a Valerie Solanas y a David Cooper e incluso a Laing (los sonetos). Una de las cosas que más me impresionó de Cooper fue que tratara, durante su etapa argentina (aunque en realidad no sé si Cooper estuvo alguna vez en la Argentina, puede que me confunda), a militantes de izquierda con drogas alucinógenas. Gente que enfermaba porque sabía que podía morir en cualquier momento, gente que no iba a tener la experiencia de la vejez en la vida, la droga les proporcionaba esa experiencia y los curaba. A veces Sofía también se drogaba. Tomaba LSD y anfetaminas y rohipnoles, pastillas para subir y pastillas para bajar y pastillas para controlar el volante de su coche. Un coche al que yo, por precaución, rara vez me subía. Salíamos, en verdad, poco. Yo hacía mi vida, Sofía hacía su vida y por la noche, en su cuarto o en el mío, nos trenzábamos en una lucha interminable hasta quedar vaciados cuando ya empezaba a amanecer.

Una tarde Emilio vino a verla y me lo presentó. Era un tipo alto, con una sonrisa muy hermosa, y se notaba que la quería mucho a Sofía. La compañera de Emilio se llamaba Nuria, era catalana y trabajaba como profesora de instituto, igual que Emilio e igual que Sofía. No había dos mujeres más distintas: Nuria era rubia, tenía los ojos azules, era alta y más bien rellenita; Sofía era morena, tenía los ojos de un marrón tan oscuro que parecía negro, era baja de estatura y delgada como un corredor de maratón. Pese a todo parecían buenas amigas. Según supe más tarde, fue Emilio quien dejó a Sofía aunque la ruptura siempre se mantuvo en los estrictos límites de la amistad. A veces, cuando me quedaba mucho rato sin hablar y observándolas me parecía estar delante de una norteamericana y una vietnamita. Sólo Emilio siempre parecía Emilio, químico o biólogo aragonés, ex estudiante antifranquista, ex preso, un tipo decente aunque no muy interesante. Una noche Sofía me habló del hombre del que estaba enamorada. Se llamaba Juan y también era del Partido Comunista. Trabajaba en el mismo instituto que ella, así que lo veía todos los días. Estaba casado y tenía un hijo. ¿Dónde hacéis el amor? En mi coche, dijo Sofía, o en su coche. Salimos juntos, nos perseguimos por las calles de Barcelona, a veces nos vamos hasta el Tibidabo o hasta Sant Cugat, otras veces simplemente aparcamos en una calle oscura y entonces él se mete en mi coche o yo me meto en el suyo. Poco después Sofía se puso enferma y tuvo que guardar cama. Por aquella época en la casa sólo quedábamos nosotros dos y el comunista. Éste únicamente aparecía por las noches así que fui yo quien tuvo que cuidarla y comprarle medicinas. Una noche me dijo que nos marcháramos de viaje. ¿Adónde?, le dije. Vamos a Portugal, dijo. La idea me pareció buena y una mañana salimos a Portugal en autostop. (Yo pensaba que iríamos en su coche pero Sofía tenía miedo de conducir.) El viaje fue lento y accidentado. Nos detuvimos en Zaragoza, donde Sofía aún tenía a sus mejores amigos, en Madrid, en casa de su hermana, en Extremadura...

Tuve la impresión de que Sofía estaba visitando a todos sus ex amantes. Tuve la impresión de que se estaba despidiendo de ellos, una despedida carente de placidez o aceptación. Cuando hacíamos el amor comenzaba con un aire ausente, como si la cosa no fuera con ella, aunque luego se dejaba ir y terminaba corriéndose innumerables veces. Entonces se ponía a llorar y yo le preguntaba por qué lloraba. Porque soy una coneja, decía, tengo el alma en otra parte y sin embargo no puedo evitar correrme. No exageres, le decía, y seguíamos haciendo el amor. Besar su cara bañada en lágrimas era delicioso. Todo su cuerpo ardía, se arqueaba, como un trozo de metal al rojo vivo, pero sus lágrimas eran tan sólo tibias y al bajar por su cuello o cuando yo las recogía y untaba sus pezones con ellas se helaban. Un mes después volvimos a Barcelona. Sofía casi no probaba bocado en todo el día. Recuperó su dieta de puré en polvo y decidió no salir de casa. Una noche, al volver, la encontré con una amiga a la que no conocía y otra vez me encontré con Emilio y Nuria que me miraron como si yo fuera el responsable de su deteriorada salud. Me sentí mal pero no les dije nada y me encerré en mi cuarto. Traté de leer, pero los oía. Exclamaciones de asombro, reconvenciones, consejos. Sofía no hablaba. Una semana más tarde consiguió una baja de cuatro meses. El médico del Seguro era un antiguo compañero de Zaragoza. Pensé que entonces estaríamos más tiempo juntos pero poco a poco nos fuimos distanciando. Algunas noches ya no iba a dormir a casa. Recuerdo que yo me quedaba hasta muy tarde viendo la televisión y esperándola. A veces el comunista me hacía compañía. Sin nada que hacer, me dedicaba a arreglar la casa, barría, fregaba, quitaba el polvo. El comunista estaba encantado conmigo, pero un día él también se tuvo que ir y me quedé más solo que nunca.

Sofía, por entonces, era un fantasma, aparecía sin hacer ruido, se encerraba en su cuarto o en el baño y al cabo de unas horas volvía a desaparecer. Una noche nos encontramos en las escaleras del edificio, yo subía y ella bajaba, y lo único que se me ocurrió preguntarle fue si tenía un nuevo amante. Me arrepentí de inmediato, pero ya lo había dicho. No recuerdo qué me contestó. Aquella casa tan grande en donde en los buenos tiempos vivimos cinco personas se convirtió en una ratonera. A veces me imaginaba a Sofía en la cárcel, en Zaragoza, en noviembre de 1973 y me imaginaba a mí, detenido durante unos pocos pero decisivos días en el hemisferio sur, por las mismas fechas, y aunque me daba cuenta de que ese hecho, esa casualidad, estaba cargada de significados, no podía descifrar ni uno. Las analogías sólo me confunden. Una noche, al volver, encontré una nota de despedida junto con algo de dinero en la mesa de la cocina. Al principio seguí viviendo como si Sofía estuviera allí. No recuerdo con exactitud cuánto tiempo la estuve esperando. Creo que me cortaron la luz por falta de pago. Después me fui a otra casa.

Pasó mucho tiempo antes de que la volviera a ver. Paseaba por las Ramblas; parecía perdida. Hablamos, de pie, mientras el frío nos calaba hasta los huesos, de asuntos que nada tenían que ver ni con ella ni conmigo. Acompáñame hasta mi casa, dijo. Vivía cerca del Borne, en un edificio que se estaba viniendo abajo de viejo. Las escaleras eran estrechas y crujían a cada paso que dábamos. Subí hasta la puerta de su casa, en el último piso; para mi sorpresa, no me dejó entrar. Debí preguntarle qué pasaba, pero me fui sin hacer ningún comentario, aceptando las cosas tal como son, tal como a ella le gustaba tomarlas.

Una semana después volví a su casa. El timbre no funcionaba y tuve que golpear varias veces. Pensé que no había nadie. Luego pensé que allí, en realidad, no vivía nadie. Cuando ya me disponía a marchar abrieron la puerta. Era Sofía. Su casa estaba a oscuras y la luz del rellano se apagaba cada veinte segundos. Al principio, debido a la oscuridad, no me di cuenta de que iba desnuda. Te vas a congelar, dije cuando la luz de la escalera me la mostró, allí, muy erguida, más flaca que de costumbre, el vientre, las piernas que tantas veces había besado, en una situación tal de desamparo que en lugar de empujarme hacia ella me enfrió como si las consecuencias de su desnudez las estuviera sufriendo yo. ¿Puedo entrar? Sofía movió la cabeza en un gesto de negación. Supuse que su desnudez seguramente se debía a que no estaba sola. Se lo dije y, sonriendo estúpidamente, le aseguré que no era mi intención ser indiscreto. Ya me disponía a bajar las escaleras cuando ella dijo que estaba sola. Me detuve y la miré, esta vez con mayor cuidado, intentando descubrir algo en su expresión, pero su rostro era impenetrable. Miré, también, por encima de su hombro. El interior de la casa permanecía envuelto en un silencio y en una oscuridad inmutable, pero mi instinto me dijo que allí dentro se ocultaba alguien, escuchándonos, esperando. ¿Te sientes bien? Muy bien, dijo con un hilo de voz. ¿Has tomado algo? No he tomado nada, no estoy drogada, susurró. ¿Me dejas pasar? ¿Puedo prepararte un té? No, dijo Sofía. Puesto a hacer preguntas, antes de irme pensé que no estaría de más hacerle una última: ¿por qué no me dejas conocer tu casa, Sofía? Su respuesta fue inesperada. Mi novio debe estar a punto de llegar y no le gusta encontrarme en compañía de nadie, sobre todo si es un hombre. No supe si enfadarme o tomarlo a broma. Tu novio debe de ser un vampiro, dije. Sofía sonrió por primera vez, si bien una sonrisa débil y lejana. Le he hablado de ti, dijo, te reconocería. ¿Y qué podría hacer, pegarme? No, simplemente se enfadaría, dijo. ¿Me echaría a patadas? (Cada vez estaba más escandalizado. Por un momento deseé que llegara ese novio al que Sofía esperaba desnuda y a oscuras y ver qué ocurría en realidad, qué era lo que se atrevía a hacer.) No te echaría a patadas, dijo. Simplemente se enfadaría, no hablaría contigo y cuando tú te marcharas apenas me dirigiría la palabra. Tú no debes de estar muy bien de la cabeza, no sé si te das cuenta de lo que dices, te han cambiado, no te conozco, farfullé. Soy la misma de siempre, eres tú el imbécil que no se da cuenta de nada. Sofía, Sofía, qué te ha pasado, tú no eres así. Vete de aquí, dijo ella, tú qué sabes cómo soy.

No volví a saber nada de Sofía hasta pasado un año. Una tarde, a la salida del cine, me encontré a Nuria. Nos reconocimos, comentamos la película y al final decidimos irnos a tomar un café juntos. Al cabo de un rato ya estábamos hablando de Sofía. ¿Cuánto hace que no la ves?, me preguntó. Le dije que hacía mucho, pero también le dije que me despertaba algunas mañanas como si la acabara de ver. ¿Cómo si soñaras con ella? No, dije, como si hubiera pasado la noche con ella. Es extraño, a Emilio le pasaba algo parecido. Hasta que ella lo intentó matar, dijo, entonces dejó de tener pesadillas.

Me explicó la historia. Era simple, era incomprensible.

Seis o siete meses atrás Emilio recibió una llamada telefónica de Sofía. Según le contó después a Nuria, Sofía habló de monstruos, de conspiraciones, de asesinos. Dijo que lo único que le daba más miedo que un loco era alguien que premeditadamente arrastrara a otro hacia la locura. Después lo citó en su casa, la misma a la que yo había ido en un par de ocasiones. Al día siguiente Emilio se presentó puntual a la cita. La escalera oscura o mal iluminada, el timbre que no funcionaba, los golpes en la puerta, todo, hasta allí, familiar y predecible. Abrió Sofía. No iba desnuda. Lo invitó a pasar. Emilio nunca había estado en esa casa. La sala, según Nuria, era pobre, pero además su estado de conservación era lamentable, la suciedad goteaba por las paredes, los platos sucios se acumulaban en la mesa. Al principio Emilio no vio nada, tan mala era la iluminación de la habitación, después distinguió a un hombre sentado en un sillón y lo saludó. El tipo no respondió a su saludo. Siéntate, dijo Sofía, tenemos que hablar. Emilio se sentó; para entonces una vocecita en su interior le dijo repetidas veces que algo iba mal, pero no le hizo caso. Pensó que Sofía le iba a pedir un préstamo. Uno más. Aunque la presencia del desconocido alejaba esa posibilidad, Sofía nunca pedía dinero delante de terceros, así que Emilio se sentó y esperó.

Entonces Sofía dijo: mi marido quiere explicarte algunas cosas de la vida. Por un momento Emilio pensó que Sofía se refería a él como «mi marido» y que pretendía que le dijera algo a su nuevo novio. Sonrió. Alcanzó a decir que él no tenía nada que explicar, cada experiencia es única, dijo. De golpe comprendió que las palabras de Sofía iban dirigidas a él, que el «marido» era el otro, que allí pasaba algo malo, muy malo. Intentó ponerse de pie justo cuando Sofía se abalanzó hacia él. El resto era más bien caricaturesco. Sofía sujetó o intentó sujetar a Emilio por las piernas mientras su nuevo compañero lo intentaba estrangular con más voluntad que destreza. Pero Sofía era pequeña y el desconocido también era pequeño (Emilio, en la confusión de la pelea, tuvo tiempo y sangre fría para percibir el parecido físico que existía entre Sofía y el desconocido, como si fueran hermanos gemelos) y el combate o el simulacro de combate no duró demasiado. Tal vez el susto convirtió a Emilio en una persona vengativa: cuando tuvo al novio de Sofía en el suelo se dedicó a patearlo hasta cansarse. Le debió de romper más de una costilla, dijo Nuria, tú ya sabes cómo es Emilio (no, yo no lo sabía, pero igual asentí). Cuando acabó se dirigió a Sofía que inútilmente intentaba sujetarlo por la espalda mientras le daba golpes que Emilio apenas sentía. La abofeteó tres veces (era la primera vez que le ponía la mano encima, según Nuria) y luego se marchó. Desde entonces no habían vuelto a saber nada de ella aunque Nuria, por las noches, sobre todo cuando volvía del trabajo, sentía miedo.

Te explico esto, dijo Nuria, por si tienes la tentación de visitar a Sofía. No, dije, hace mucho que no la veo y no entra en mis planes ir a su casa. Después hablamos de otras cosas, muy brevemente, y nos separamos. Dos días más tarde, sin saber muy bien qué era lo que me impulsaba a hacerlo, aparecí por casa de Sofía.

Ella abrió la puerta. Estaba más flaca que nunca. Al principio no me reconoció. ¿Tanto he cambiado, Sofía?, murmuré. Ah, eres tú, dijo. Luego estornudó y dio un paso hacia atrás. Lo consideré, tal vez equivocadamente, como una invitación a pasar. Sofía no me detuvo.

La sala, la habitación en donde le habían preparado la emboscada a Emilio, aunque mal iluminada (la única ventana daba a un patio de luces lóbrego y estrecho) no parecía sucia. Más bien mi primera impresión fue la contraria. Sofía tampoco parecía sucia. Me senté en un sillón, acaso el mismo en el que se sentó Emilio el día de la emboscada, y encendí un cigarrillo. Sofía permaneció de pie, mirándome como si aún no supiera con exactitud quién era yo. Iba vestida con una falda larga y delgada, más propia para el verano, una blusa y unas sandalias. Llevaba calcetines gruesos que por un instante creí reconocer como míos, pero no, no era posible que fueran míos. Le pregunté cómo estaba. No me contestó. Le pregunté si estaba sola, si tenía algo para beber, si la vida la trataba bien. Como Sofía no se movía me levanté y entré en la cocina. Limpia, oscura, el refrigerador vacío. Miré en las alacenas. Ni una miserable lata de guisantes, abrí la llave del fregadero, al menos tenía agua corriente, pero no me atreví a beberla. Volví a la sala. Sofía permanecía quieta en el mismo sitio, no sé si expectante o no, no sé si ausente, en cualquier caso lo más parecido a una estatua. Sentí una ráfaga de aire frío y pensé que la puerta de entrada estaba abierta. Fui a comprobarlo, pero no, Sofía, después de pasar yo, la había cerrado. Algo es algo, pensé.
Lo que ocurrió después es impreciso o tal vez yo prefiero que sea impreciso. Contemplé el rostro de Sofía, un rostro melancólico o reflexivo o enfermo, contemplé el perfil de Sofía, supe que si permanecía quieto me pondría a llorar, me acerqué por detrás y la abracé. Recuerdo que el pasillo, en dirección al dormitorio y a otro cuarto, se estrechaba. Hicimos el amor lentos y desesperados, igual que antes. Hacía frío y yo no me desvestí. Sofía, en cambio, se desnudó del todo. Ahora estás helada, pensé, helada como una muerta y no tienes a nadie.

Al día siguiente la volví a visitar. Esta vez me quedé mucho más tiempo. Hablamos de cuando ambos vivíamos juntos, de los programas de televisión que veíamos hasta altas horas de la madrugada. Me preguntó si en mi nueva casa tenía televisión. Dije que no. La echo de menos, dijo ella, sobre todo los programas nocturnos. La ventaja de no tener tele es que lees más, dije yo. Yo ya no leo, dijo ella. ¿Nada? Nada, busca, en esta casa no hay libros. Como un sonámbulo, me levanté y recorrí toda la casa, rincón por rincón, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Vi muchas cosas, pero no vi libros, y una de las habitaciones estaba cerrada con llave y no pude entrar. Luego volví con una sensación de vacío en el pecho y me dejé caer en el sillón de Emilio. Hasta entonces no le había preguntado por su acompañante. Lo hice. Sofía me miró y sonrió, creo que por primera vez desde nuestro reencuentro. Fue una sonrisa breve pero perfecta. Se marchó, dijo, y nunca más va a volver. Después nos vestimos y salimos a cenar a una pizzería.



en Llamadas telefónicas, 1997







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