domingo, noviembre 01, 2015

“Los once de la tribu”, de Juan Villoro








El balón de cuero ha botado en infinitas páginas, a veces, para causar la angustia del guardameta ante el penalti, otras para que el centro delantero muera al atardecer. Aunque no todos lo confiesen, numerosos escritores leen el periódico a la manera de Samuel Beckett: un veloz repaso a los desastres de la Tierra y un minucioso estudio de la tabla de goleo. Entre los poetas abundan los fanáticos de ocasión: Umberto Saba solía despotricar contra el entusiasmo y la desesperación provocada por una pelota hasta que un amigo lo invitó a un partido de "la potentísima Ambrosiana contra la vacilante Triestina". Acaso para contrarrestar el resultado de 0-0, Saba escribió cinco notables poemas sobre el fútbol.

Hay autores que trasladan su experiencia futbolística a otros asuntos; no es de extrañar que uno de los más convincentes alegatos contra la pena de muerte sea obra de un ex portero, Albert Camus, quien seguramente recordó el rigor de ser acribillado a once metros de distancia. Como es obvio, no todos los adjetivos caen en favor del fútbol. George Orwell, campeón de la paranoia literaria, también se asustó con el balompié. Alguien le habló de un rudísimo encuentro entre el Arsenal y el Dínamo de Moscú, y pensó que el Oso Rojo vengaría las afrentas con una guerra. Su artículo "El espíritu deportivo" termina con la súplica de que los futbolistas ingleses no hagan giras por la Unión Soviética para no enemistar más a las dos naciones. Aunque escribía en el año atómico de 1945, sus temores parecen excesivos.

Un poco antes del Mundial de Italia '90 ocurrió otro caso de pánico futbolístico. La editorial Passigli publicó una "Guía de supervivencia del Mundial". Este prontuario, sinceramente animado por el horror, veía a los porristas como a las huestes de Atila. Los bárbaros estaban a punto de llegar; la amenaza nunca cumplida en El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, se escenificaría durante un mes de espanto.

¿Hay forma de calmar a los enemigos del fútbol? Ciertas cosas no pueden hacerse de modo indiferente. La fruición con que Paco come sesos en mantequilla negra hace que Malú desvíe la vista a la mesa de junto. Como esos guisos suculentos y escabrosos, el fútbol se promueve o se desacredita solo. Las apologías del fútbol sólo convencen a los convencidos. Comparto el categórico entusiasmo de Vinicius de Moraes, que solo aceptaba dos excusas para rechazar la samba o el fútbol (estar enfermo de un pie o mal de la cabeza), pero no tengo nada que argumentar contra la repulsa de Oscar Wilde: "El fútbol es un deporte muy apropiado para niñas rudas, pero no para jóvenes delicados".

Lo dicho: Paco y Malú, el gusto y el asco, los aficionados y los "sobrevivientes", Beckett y Orwell. Las crónicas de fútbol son para la fanaticada, la masa circular de los estadios, la barra brava de Boca, los forofos que hinchan las cabeceras del Santiago Bernabeu, la torcida brasileña. Ninguna palabra define mejor al fanático que la italiana tifoso. En efecto, se trata de gente infectada, incurable.

¿Qué ocasiona el contagio? En La veneración de las astucias, el filósofo venezolano Juan Ñuño distingue al fútbol de otros juegos por su peculiar manejo del tiempo. Durante 90 minutos no hay forma de detener el reloj: "Al ser real el tiempo que se juega, se engendra una doble tensión: la del juego en sí y sus incidencias y la de la lucha que se establece contra el paso del tiempo". Para superar los minutos que desgastan el partido, el futbolista dispone del recurso de "hacer tiempo". Cuando el marcador le conviene, puede recurrir a una táctica de especulación: en vez de buscar goles, se concentra en impedir que el contrario toque la pelota. Es el momento de los artistas ineficaces, los burladores de barriada que rara vez anotan pero son expertos en jugadas de fantasía. Nadie como ellos para matar minutos; tener la pelota es tener el tiempo.

Este deseo de apropiación tuvo su clímax en el Necaxa: el Fu Manché Reynoso conquistó su apodo al desaparecer un balón en plena cancha. Sin embargo, al fútbol le faltaría algo si no pudiera encapricharse con el reloj: el tiempo real desemboca en el tiempo de compensación, que sólo conoce el árbitro. A partir del minuto 90, Cronos se retira a las regaderas y el hombre de negro repone el tiempo que se perdió con lesiones o balonazos a la fila 17. Su criterio rara vez coincide con el de las tribunas; para el minuto 92 ningún fanático quiere que el juego prosiga por la insulsa razón de "gozar del espectáculo"; si su equipo va ganando, apremia al árbitro con silbidos, si va perdiendo, está dispuesto a quedarse hasta el empate bienhechor. Así, la pugna contra el destino —los 90 minutos incontenibles— conduce a ese lapso arbitrario en que caen goles dolorosísimos.

Hay un tercer tiempo, ni real ni compensado, que separa al espectador de su otra vida. En el estadio, lejos de la oficina, el perro enfermo, el anillo devuelto por la novia, las manchitas en la radiografía, el examen de química, los segundos transcurren como un "robo", una suspensión de la costumbre. Las ligas son formas de garantizar estos hurtos temporales. Como los campeonatos involucran a equipos de distintos lugares, hay partidos de ida y vuelta. Ñuño ha llamado la atención sobre una anécdota de El pensamiento salvaje, de Lévi-Strauss. Después de ser colonizada por el hombre blanco, cierta tribu de Nueva Guinea aprendió a jugar fútbol, pero le dio un valor ritual al juego: los equipos disputan hasta que ganan el mismo número de partidos; el triunfo debe equilibrarse. El fútbol moderno carece de esta noción de balanza del mundo; sin embargo, el partido de vuelta es una oportunidad de emparejar las cosas. Para los que hacen valer su condición de local, se trata de una ventaja táctica; para la mayoría, de una promesa mágica: los próximos 90 minutos correrán a nuestro favor.

La agonía de la temporada significa, entre otras cosas, el fin de las segundas oportunidades. De nada sirve regar el césped y convocar al público; el equipo es ya la suma de sus goles y debe encarar la máxima de Beckett: "No hay juego de vuelta entre el hombre y su destino". Imposible contar todos los tiempos que cristalizan en la cancha. Para el fanático, el fútbol ocurre antes y después del partido. Una jugada adversa lo trastorna de por vida. Aún recuerdo la noche aciaga en que Manuel Manzo falló dos penales contra el León; aquellos tiros miserables hundieron a un volante de prodigio en la borrasca alcohólica que segaría su carrera, y deprimieron para siempre a sus seguidores. El fanático no se repone ni tiene ganas de ver el juego en plan sensato.

En su novela Diario de la guerra del cerdo, Bioy Casares sugiere que la mejor forma de adquirir un temple ante la adversidad es ser hincha de un club' perdedor. Los estoicos que le van al Atlante tienen que sobrellevar los dos goles de chilena que Hugo Sánchez les clavó en la misma temporada y los arabescos con que Fernando Bustos burló a toda su alineación. Y sin embargo, el atlantista cree en los Potros de Hierro como si las lluvias de goles no existieran; su lealtad es tan granítica como los nombres de sus antiguos jugadores: Roca, Colmenero, Escalante.

Cada equipo es, a su manera, el mejor del mundo (sobre todo si se trata del Necaxa). Enemigos del sentido común, los fanáticos son los únicos espectadores tolerables en un juego sin medios tonos: "Cuando sales a la cancha, ya no existe el color rosita", ha dicho Ángel Fernández, inmejorable Góngora de la fanaticada. La saludable irracionalidad del fútbol ha sido puesta en cuestión desde que los hooligans empezaron a escupir cerveza en las tribunas. Los bebés concebidos al ritmo de un fanatismo feliz (la beatlemanía) crecieron para convertirse en cadeneros de nalgas tatuadas. El 29 de mayo de 1985, en Bruselas, la final de la Copa Europea de Clubes terminó con un magro resultado en la cancha (Juventus 1- Liverpool 0) y un marcador de espanto en las gradas: 41 muertos y 257 heridos. En el Mundial de México '86, después de perder con Portugal, los hooligans se bajaron los pantalones ante las azoradas adolescentes regiomontanas que hasta entonces no habían visto carnes más comprometedoras que unas arracheras a las brasas. El fanatismo del hooligan es opuesto al del hincha, pues no admite derrota; va al estadio como si fuera a las Malvinas, cree en la utilidad del navajazo, busca venganza. El verdadero aficionado acepta la fatalidad, sufre en carne viva el gol de media cancha pero sigue convencido de que el Atlante es el mejor del mundo.

Los hooligans pertenecen al capítulo criminal del fútbol. El villano legítimo es el árbitro. Este hombre de negro, sin número en la espalda, porta enseres dignos de un ritual: dos relojes, dos lápices, una libreta, un silbato, una moneda, una tarjeta roja, otra amarilla. Desde el Congreso de Árbitros de Belgrado, en 1962, sus poderes son inmensos. Su obligación es estar cuando menos a quince metros del balón; sin embargo, aunque se encuentre más lejos su juicio es inapelable; puede dejar que el Cruz Azul le anote tres veces en fuera de lugar al Atlético Español en la final del fútbol mexicano, puede decir que la pelota entró a la portería de Alemania en la final de Inglaterra '66, aunque no haya forma de probarlo. Es la desgracia, el azar, la peste negra, la justicia necesaria y monstruosa: "árbitro justo", grita la porra cuando reconoce que el juez se equivocó en su favor. Los abanderados no tienen nombres, apodos ni apellidos. Antes del partido saludan al capitán del equipo y revisan que las redes no estén rotas. Ignoramos sus pasiones, sus destinos. Se sacrifican sin gloria alguna. Seguramente ganan poco, muy poco. En rigor, sólo existen cuando se equivocan, cuando la bandera en alto impide el gol que ya coreaba el público.

El fútbol es el juego de las manos suprimidas; por eso reviven tanto en la celebración. Hay jugadores superdignos, y algo cursis, que pellizcan su camiseta en señal de esprit de corps, pero la mayoría prefiere darle otros usos a las manos: Careca planea con los brazos extendidos, Hugo da una voltereta, Jairzinho juntaba las palmas para rezar junto al banderín de comer. Decisivas en el festejo, las manos son letales con el balón en juego. Pero incluso en esto hay excepciones. Entre los diez goles más extraordinarios de la historia no debe faltar uno perfectamente ilegal, el que Maradona anotó con la mano en el partido Argentina-Inglaterra, durante el Mundial de México '86. Lo que en el estadio pareció un remate de cabeza, en verdad fue un discreto puñetazo. El mago confesó su truco con una frase que revela que en materia de fútbol nadie puede escapar a la fuerza del destino: "Fue la mano de Dios".

¿De dónde surgen estos héroes capaces de servirse de la mano divina? En su excepcional libro El fútbol, mitos, ritos y símbolos, Vicente Verdú afirma que al héroe le conviene un origen humilde, oscuro, que se irá borrando con el destello de las proezas. En cambio, el jugador extranjero "llega de súbito, ya nacido". Su incorporación al equipo no es un nacimiento sino un advenimiento; cae del cielo con su misterio de Saeta Rubia o Perla Negra. El héroe perfecto no existe fuera del estadio; resulta penoso verlo retirado, atendiendo un comedero de churrascos o endosando productos como las salchichas Puskas o el aceite Gallego. Los alardes fuera de la cancha comprometen su imagen mítica. Cosa curiosa, ni siquiera en el terreno de juego se le exige versatilidad. Lo importante es que tenga una picardía que lo distinga; su gloria depende de una habilidad llevada a la perfección.

A diferencia de la mayoría de los deportes el fútbol no está dominado por una tiranía anatómica. Nadie que mida 1.60 podrá jugar basquetbol profesional, nadie que pese 50 kilos podrá estar en la línea de golpeo de los Cameros de Los Ángeles. En Fútbol sin trampa, Menotti afirma: "El único criterio para 'medir' a un aspirante es el talento, cosa que no puede ser juzgada a priori con relojes o cintas métricas. Un gordito bajito, que le paga con una sola pierna y no salta a cabecear puede ser Puskas, Sívori o Maradona. Un joven alto, espigado, no muy rápido, puede ser Beckenbauer o Sacchi". En otras palabras: no existe el futbolista "completo". Esta fue la tragedia del mexicano Marcos Rivas, que se desempeñó con relativa eficacia en todas las posiciones (incluida la de portero), pero nunca alcanzó la perfección unilateral, homérica: el grito de Stentor, la carrera de Aquiles, la tijera de Hugo, el toque de Platini. El fútbol depende tanto de una habilidad insólita que el mejor extremo ha sido un poliomielítico: Garrincha, el ángel de las piernas torcidas, como lo llamó Vinicius de Moraes.

Los fanáticos quieren héroes definidos y la única excepción que aceptan, por ser la más total, es la del portero que sube a buscar un gol desesperado (jugada que inmortalizó al Tubo Gómez en el Oro-Guadalajara).

Así como no hay cuerpos que garanticen goles, no hay grandes partidos sin equivocaciones. El fútbol vive de imponderables, a tal grado que en una singular entrevista con Marguerite Duras, Michel Platini afirmó: "Un juego perfecto debería terminar 0-0". El fútbol también depende de los resbalones del portero, los absurdos pases al contrario, los cruentos autogoles. En ningún otro deporte los astros fallan tanto las jugadas fáciles (baste recordar los penales malogrados por Zico, Van Basten, Maradona y Platini en copas del mundo o europeas).

Si no existe el jugador versátil, ¿qué atributos arquetípicos se le piden a las distintas posiciones? El portero es el solitario del equipo, el que más depende de la fortuna (el rebote insólito en los tres postes) y, sobre todo, el que tiene más tiempo de pensar en ella. Cuando Napoleón quería ascender a un oficial le preguntaba si tenía suerte. Ésta es la pregunta que los entrenadores deben hacer a sus porteros. Lev Yashin detuvo más de cien penales, por cada uno de ellos recogió un curioso trébol crecido entre las redes. Hombres de supersticiones, los porteros se arrodillan a rezar y colocan amuletos junto al poste más temido. El célebre Zamora hacía el ademán de cerrar con candado la portería antes de la contienda. Por lo demás, el portero es el longevo de la guerra; su vida tiene otro reloj (Yashin fue internacional hasta los 41 años, por no hablar del Cinco
Copas, Antonio Carbajal).

En el área grande están los defensas, que a veces reciben un mote de conjunto, como el Trío de Granito o la Cortina de Hierro y suelen ser guiados por alguien que combina la fibra con la caballerosidad. Una buena defensa depende de su dureza y, sin embargo, los grandes zagueros se han caracterizado por una educadísima reciedumbre: Pirri, Beckenbauer, Faccheti, el Halcón Peña, Chesternev. Hombres que se barren sin intención de fracturar una tibia, pero a los que más vale cederles la pelota. Un equipo con un zaguero de tal naturaleza es un equipo con espinazo; sus carreras liberales de la defensa a la portería contraria accionan y definen al conjunto. El paradigma superior de este héroe es Beckenbauer en el Mundial de México '70, jugando con el brazo roto contra Uruguay; aun con el cuerpo fracturado, impuso la elegante violencia que ha hecho de su posición un ingrediente infaltable en el fútbol.

Más arriba están los hombres del toque excelso, generalmente rubricados con un 8 o un 10, los mariscales de campo que proyectan pero rara vez deciden las jugadas. Para muchos de ellos meter un gol es una especie de vulgaridad que hay que dejar en pies de los artilleros, esos hombres menudos y agresivos que sólo aparecen para empujar la pelota a las redes (Rossi, Borja, Müller, Rrankl). Los cazagoles existen un par de segundos por partido, caen como un rayo letal y luego se pierden entre las anchas espaldas de sus oponentes.

En ocasiones, un goleador tiene un alma gemela que le pone pases de magnética exactitud. Nada más temible que un binomio: Careca y Maradona, Coutinho y Pelé, Peniche y Dante Juárez, Borja y Reinoso. Estas parejas se ven sin verse, se "entienden" de tal modo que no juegan donde están sino donde van a estar: Michel filtra el balón a la punta sin nadie donde ya ronda el fantasma de Butragueño. "Soy Clodoaldo rima de Everaldo", escribió Carlos Drummond de Andrade en su poema "Copa del Mundo '70". Cuando los jugadores riman entre sí, se logra algo más que un juego de conjunto: individualistas que, lejos de neutralizarse, se fortalecen. Las tácticas de equipo (el cerrojo, el contragolpe, la matea por zona, la rotación de extremos y laterales) dependen poco de la inspiración y generalmente resultan predecibles. El jugador tocado por la gracia puede causar otro tipo de problemas: que nadie sepa adonde conducen sus gambetas. El brasileño Dirceu justificó su fracaso en el América como un problema de lenguajes: "Yo les mandaba balones y me devolvían sandías".

Como señaló Pasolini en su curiosa semiología de las canchas, el mejor fútbol es un lenguaje de poetas, siempre y cuando versifiquen juntos. La amenaza del binomio adquiere rango mítico cuando dos hermanos juegan en el mismo equipo: Chuy y Pepe Delgado en el Atlas, Gonzalo I y Gonzalo II en el Barcelona. Sin duda, el summum de esta tendencia fueron los gemelos René y Willy Van der Kerkhof. En 1978 la selección holandesa lució tan devastadora, tan agresivamente idéntica a sí misma, que fue un alivio que Argentina, una selección más bien mediana, ganara la copa. Anticipo de los once mellizos que la ingeniería humana logrará para el primer Mundial que se celebre en Plutón, los Van der Kerkhof difundieron el terror del fútbol futuro.

Por último, perdido en la pradera izquierda, está el número 11, el zurdo salido del otro lado del espejo. Sus gambetas desafían la geometría; los zurdos hacen su propio juego y sacan parábolas de despiste que pueden ser cualquier cosa (centros, pases o despejes) y muchas veces son goles. A Riva, Futre o Pata Bendita se les pide el tiro inopinado, el fogonazo insólito. En esa punta, en la estepa siniestra, sólo sobreviven los hombres del revés.

Para el fanático el fútbol es todo esto y algo más. Los lances en la cancha sólo justifican en parte el estadio lleno. También están las camisetas, los escudos, los apodos, los estandartes, las viejas rivalidades. En los clásicos Flamingo-Fluminense, Guadalajara-América, Boca-River o Barcelona-Real Madrid, cristaliza como nunca esa noción de pertenencia, de ser parte de un equipo.

Cuando los héroes numerados saltan a la cancha, lo que está en juego ya no es un deporte. Alineados en el círculo central, los elegidos saludan a su gente. Solo entonces se comprende la fascinación atávica del fútbol. Son los nuestros. Los once de la tribu.



en Los once de la tribu, 1995








No hay comentarios.: