lunes, noviembre 02, 2015

“El momento culminante de toda esta historia”, de Nick Hornby








Liverpool – Arsenal
26 de mayo de 1989

En todo el tiempo que llevo viendo fútbol, veintitrés temporadas, sólo son siete los equipos que han ganado el Campeonato de Liga de Primera División: el Leeds United, el Everton, el Arsenal, el Derby County, el Nottingham Forest, el Aston Villa y —nada menos que once veces— el Liverpool. Durante mis primeros cinco años, cinco equipos distintos se alzaron con el título. Me pareció que el Campeonato de Liga era algo que sólo se conquistaba muy de vez en cuando, y que aunque hubiese que esperar, antes o después llegaría. En cambio, según pasaron los años setenta y luego los ochenta, empezó a darme por pensar que el Arsenal quizá nunca más volviera a ganar la Liga durante toda mi vida. No es tan melodramático como parece. Los hinchas del Wolverhampton que celebraron en 1959 el tercer título de Liga logrado en sólo seis años difícilmente podían imaginar que iban a pasar gran parte de las tres décadas siguientes dando tumbos por Segunda y Tercera División; los aficionados del Manchester City que eran cuarentones cuando el equipo azul ganó la Liga por última vez en 1968 ya han cumplido setenta y tantos.

Igual que cualquier otro hincha, la inmensa mayoría de partidos que he ido a ver han sido partidos de Liga. Como las más de las veces el Arsenal no ha tenido auténticas posibilidades de ganar la Liga después de Navidad, y como tampoco ha estado nunca cerca de bajar a Segunda, calculo que más o menos la mitad de esos partidos han sido intrascendentes, al menos según definen los periodistas deportivos esos partidos en los que nadie se juega nada. Nadie se muerde las uñas, nadie se retuerce las manos, nadie pone cara de tensión. No te duele la oreja por tenerla noventa minutos apretada contra un transistor, desesperado por saber cómo le va al Liverpool o a otro rival; a decir verdad, nadie se ve baqueteado por la agonía de la desesperación, y a nadie se le salen los ojos de las órbitas por el éxtasis que pueda producir el resultado. La única importancia que tienen esos partidos es la que cada uno, y no la tabla clasificatoria de Primera División, quiera endosarles.

Puede que tras diez años así, el Campeonato se convierta un buen día en algo en lo que se cree o no se cree, algo similar a Dios. Hay que reconocer que es posible, por supuesto, y hay que intentar respetar el punto de vista de los que han conseguido seguir siendo creyentes. Aproximadamente entre 1975 y 1989 yo perdí la fe en el título. Al comienzo de cada temporada sí tenía alguna esperanza; en un par de ocasiones, como a mediados de la temporada 86-87, cuando estuvimos en cabeza de la clasificación durante ocho o nueve jornadas, a punto estuve de salir de mi caverna de agnóstico impenitente. Sin embargo, en lo más profundo de mi corazón supe que nunca llegaría a suceder, tal como sabía, como pensaba de pequeño, que nunca se va a encontrar una cura, un remedio para la muerte, antes al menos de que yo me haga viejo.

En 1989, dieciocho años después de ganar la Liga por última vez, a regañadientes y con un inexcusable punto de estupidez me dejé arrastrar por la creencia de que sí era posible que el Arsenal ganase el Campeonato. Estuvieron en cabeza de la clasificación entre enero y mayo; durante el último fin de semana de la temporada que se prolongó por los sucesos de Hillsborough, estaban cinco puntos por delante del Liverpool y faltaban sólo tres partidos. El Liverpool tenía un partido fácil, pero se daba por supuesto que Hillsborough y las tensiones resultantes de la catástrofe les pesarían tanto que difícilmente ganarían los tres. El Arsenal, a su vez, tenía dos partidos en casa, frente a equipos en teoría más débiles. El otro partido era precisamente contra el Liverpool en su campo de Anfield Road, y con ese partido iba a concluir la temporada en Primera División.

En cuanto me hice miembro renacido de la Iglesia de los Creyentes en el Campeonato del Ultimo Día, el Arsenal perdió gas de forma catastrófica. Perdieron de forma inexplicable contra el Derby en Highbury; en el último partido jugado en casa, contra el Wimbledon, malgastaron las dos veces en que se pusieron por delante en el marcador para terminar con un patético empate a dos, precisamente contra un equipo al que habían vapuleado por 1-5 en el primer partido de la temporada. Después del partido contra el Derby tuve una discusión endemoniada con mi compañera sobre si ir o no a tomar el té en casa de unos amigos. En cambio, después del partido contra el Wimbledon ya no me quedaba ni gota de rabia en las venas: sólo me quedaba una aplastante desilusión. Por primera vez comprendí a las mujeres que en las series de televisión se han quedado tan destrozadas por una historia de amor frustrada, y que ya no se permiten el lujo de enamorarse de nadie más: hasta entonces nunca había pensado que fuera posible elegir, pero entendí que me había dejado exponer en toda mi desnudez, cuando podría haber seguido siendo un tío duro, cínico y correoso. Nunca más, nunca dejaría que volviera a pasarme una cosa así. Me había portado como un perfecto imbécil, lo entendí sobre la marcha, tal como supe que me harían falta varios años para recuperarme del terrible disgusto que había supuesto estar tan cerca del triunfo y aun así fracasar.

Sin embargo, no todo había terminado. Al Liverpool le quedaban dos partidos, uno contra el West Ham y otro contra nosotros. Los dos los disputarían en Anfield Road. Como ambos equipos estaban tan a la par, las posibilidades matemáticas del caso eran realmente complicadas: si el Liverpool ganase al West Ham por la diferencia que fuera, a nosotros nos bastaría con ganarles por la mitad. Si el Liverpool ganase por 2-0, nosotros tendríamos que ganar por 0-1 para conseguir el título. A la postre, el Liverpool ganó por 5-1, así que nosotros teníamos que ganar por dos goles de diferencia. «EL ARSENAL NO TIENE NADA QUE RASCAR», fue el titular de la última página del Daily Mirror.

No fui a Anfield Road. El partido estaba programado para un momento muy anterior, en plena temporada, y el resultado seguramente no habría sido tan determinante. Cuando quedó bien claro que ese partido iba a decidir el Campeonato de Liga, ya no quedaba ni una sola entrada. Por la mañana fui a Highbury a comprarme una camiseta del equipo, pues supuse que algo tenía que hacer, si bien es cierto que ponerse la camiseta del equipo delante del televisor no iba a servir, hay que reconocerlo, para transmitir muchos ánimos al equipo. No obstante, tuve muy claro que a mí me ayudaría a sentirme mejor. A mediodía, cuando aún faltaban ocho horas para el comienzo del encuentro, ya se habían reunido decenas de autocares en los alrededores del estadio. Al volver a casa, deseé buena suerte a todo el que me encontré por allí; el buen ánimo que tenía todo el mundo («Tres a uno», «Dos a cero, ya verás», y hasta un salvaje «Cuatro a uno, seguro») en aquella hermosa mañana de mayo me imbuyó de tristeza y de lástima por todos ellos, como si aquellos jóvenes de uno y otro sexo, valientes, confiados, tan positivos, estuvieran a punto de marcharse a la batalle del Somme, en vez de ir a Anfield a perder, en el peor de los casos, toda su fe.

Fui a trabajar por la tarde, y muy a mi pesar me puse enfermo de puro nerviosismo. Al terminar, me fui directamente a casa de un amigo que vive a sólo dos calles del Fondo Norte y que también es hincha del Arsenal, con la idea de ver el partido con él. Aquella noche todo fue memorable, desde el momento mismo en que salieron los dos equipos al campo y los jugadores del Arsenal llegaron corriendo hasta el Kop para ofrecer ramos de flores a los espectadores de aquella zona. Y a medida que fue pasando el tiempo, quedó bien claro que el Arsenal iba a caer con la cabeza bien alta, luchando hasta el final. En ese momento me di cuenta de lo bien que conozco a mi equipo, las caras de los jugadores, sus gestos, y del inmenso aprecio que siento por todos y cada uno de ellos. La sonrisa desdentada de Paul Merson, su corte de pelo estilo soul; los viriles y empecinados esfuerzos de Adams, decidido a aceptar sus propias limitaciones; la potencia y la elegancia de Rocastle, la diligencia de Smith... Me di cuenta de que podría muy bien perdonarles que hubieran estado tan cerca y que sin embargo no lo consiguieran: eran jóvenes, habían hecho una temporada excepcional, y un hincha en realidad no puede pedir más.

Me excité mucho cuando marcamos nada más empezar la segunda parte, y me excité más cuando a falta de diez minutos Thomas tuvo una ocasión inmejorable, que sin embargo acabó en manos de Grobbelaar. Sin embargo, el Liverpool estaba cada vez más fuerte, empezó a disfrutar de algunas oportunidades al final, y el reloj sobreimpreso en la esquina del televisor ya indicaba que habían terminado los noventa minutos: me dispuse a esbozar mi mejor sonrisa en honor de un equipo fenomenal. «Si el Arsenal pierde el Campeonato tras haber gozado de una ventaja tan clara al frente de la clasificación, no deja de ser auténtica justicia poética que pierdan ganando el último partido, aun cuando no parece que vayan a ganar», dijo uno de los comentaristas, creo que David Pleat, mientras Kevin Richardson era atendido de una lesión en la banda y toda la gente del Kop ya celebraba la consecución del título. «Pues les va a parecer un flaco consuelo», apostilló Brian Moore. Flaco consuelo, qué duda cabe, para todos nosotros.

Richardson por fin se puso en pie: habían pasado noventa y dos minutos, y sin embargo logró quitarle el balón a John Barnes en nuestra área de penalti. Lukic lanzó un pase largo a Dixon, Dixon inevitablemente se lo pasó a Smith, Smith dio un pase al hueco mirando al tendido, un prodigio de ingenio futbolístico, y Thomas se encontró con una ocasión toda suya para darle el título de Campeón al Arsenal. «¡Ésa es la buena!», aulló Brian Moore, y aún entonces me di cuenta de que me contenía, de que me apoyaba en la reciente experiencia de mi endurecido escepticismo, y pensaba que, bueno, al menos ha faltado muy poco, en vez de pensar por favor, Michael, por favor, Michael, por lo que más quieras, no falles, no puedes fallar, por favor, Dios mío, déjale que marque. Y de pronto Thomas dio un salto mortal y yo me tiré por el suelo, y todos los que estaban conmigo en el cuarto de estar se me echaron encima. Dieciocho años, dieciocho, olvidados en un santiamén.

¿Cuál puede ser la analogía correcta de un momento así? En el brillante libro que ha escrito Pete Davies sobre los Mundiales del 90, titulado All Played Out, comenta que los jugadores suelen utilizar símiles sexuales para intentar explicar qué se siente cuando se marca un gol. Lo entiendo bastante bien, al menos en algunos de los momentos más trascendentes de un día laboral como cualquier otro. Por ejemplo, el tercer gol que marcó Smith cuando le ganamos al Liverpool en diciembre de 1990, cuatro días después de la paliza que nos dio el Manchester United al ganarnos por 2-6 en casa, me sentó de maravilla: una perfecta liberación tras una hora de excitación creciente. Y hace cuatro o cinco años, en campo del Norwich, el Arsenal marcó cuatro goles en dieciséis minutos, tras ir por detrás durante casi todo el partido. Fue un cuarto de hora que también tuvo un cariz sexualmente ultraterreno.

El problema que aquí se plantea con la metáfora del orgasmo es que un orgasmo, por muy obviamente placentero que sea, es algo familiar, que se puede incluso repetir (al cabo de un par de horas si uno se ha comido un buen plato de espinacas) y que es previsible, al menos en el caso de un hombre: por así decir, cuando te embarcas en una relación sexual, ya sabes qué te espera. Puede que si no hubiese hecho el amor durante dieciocho años, y si hubiese renunciado a toda esperanza de hacer el amor durante otros dieciocho, y si de golpe y porrazo, de imprevisto, se presentase una oportunidad... Puede que en tales circunstancias fuera posible recrear una aproximación bastante exacta al momento que viví en Anfield. Aun cuando no cabe la menor duda de que hacer el amor es una actividad mucho más grata que ver un partido de fútbol (no hay empates a cero, ni el contrario practica la trampa del fuera de juego, no te llevas ningún disgusto copero y encima estás calentito), en condiciones normales no engendra sensaciones tan intensas como las que produce ganar el Campeonato en el último minuto, que es algo que sólo sucede una vez en la vida.

Ninguno de los momentos que la gente suele describir como los mejores de sus vidas me parecen en modo alguno análogos. Dar a luz debe de ser algo extraordinariamente conmovedor, pero carece del elemento sorpresa, que es crucial, y además es algo que dura demasiado. Ver cumplida una ambición personal —un ascenso, un premio, lo que sea— no entraña ese factor muy de última hora, ni la sensación de impotencia total que sentí yo aquella noche. ¿Qué otra experiencia podría aportar ese atributo de lo repentino? Puede que recibir un premio enorme en la lotería, pero es que ganar una fortuna es algo que afecta a una parte de la psique radicalmente distinta, y carece del éxtasis comunitario que se tiene en el fútbol.

Hay que llegar a la conclusión de que no hay literalmente nada que lo describa. He agotado todas las opciones disponibles. No recuerdo ninguna otra cosa que haya podido codiciar durante veinte años (¿hay algo que se puede codiciar razonablemente durante tantísimo tiempo?), ni tampoco recuerdo nada que haya deseado tanto lo mismo de niño que de adulto. Por eso, pido tolerancia para quienes describimos un logro puramente deportivo como el mejor momento de nuestras vidas. No es que nos falte imaginación, ni tampoco llevamos una vida triste y yerma; lo único que sucede es que la vida real es más tenue, más apagada, y contiene un potencial menor para entrar en un delirio inesperado.

Cuando el árbitro señaló el final del encuentro (otro momento en el que se me paró el corazón, cuando Thomas se volvió atrás y dio un pase a Lukic, perfectamente inofensivo, aunque lo hizo con una frialdad que yo no hubiera sentido ni de lejos), salí corriendo a la licorería de Blackstock Road. Iba con los brazos abiertos, como un niño que jugase a volar en avioneta. Según iba corriendo, algunas ancianas salieron a la puerta y aplaudieron mi gesto como si fuera Michael Thomas en persona. Acto seguido —aunque sólo me di cuenta después— me desplumó un comerciante que, al venderme una botella de champán, se dio perfecta cuenta de que la luz de la inteligencia se me había apagado en los ojos. Oí los gritos de alborozo en los pubs y en las tiendas, en las casas de los alrededores; a medida que los hinchas fueron congregándose en Highbury, algunos envueltos en banderas, otros encima de los coches que tocaban el claxon sin parar, todos repartiendo abrazos a perfectos desconocidos, y cuando llegaron las cámaras de televisión para filmar la fiesta y dar la noticia en el último telediario del día, cuando los empleados del club se asomaron a las ventanas para saludar al gentío, se me ocurrió que en el fondo me alegraba de no haber ido a Anfield, de no haberme perdido esa explosión de alegría casi al más puro estilo latino que se produjo espontáneamente en mi barrio. Al cabo de veintiún años ya no sentí, al contrario que en el año del doblete, que si no iba a los partidos no tendría derecho a participar en las celebraciones. Había hecho mi tarea durante años y más años, y estaba en todo mi derecho, estaba donde me correspondía estar.



en Fiebre en las gradas, 1992
(En español, 1996)








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