jueves, octubre 15, 2015

"El hombre que tenía dos sombras", de Óscar Barrientos Bradasic




“Alguien me punza con su luz
Así, durante una noche de invierno
Aparece la silueta de una sombra
En la gradería y pronto desaparece”
ALEKSANDR BLOK

Luego de una prolongada travesía por los temperamentos de la noche, me topé en un viejo bar con el poeta Aníbal Saratoga.

Era uno de esos bares con mesas de madera, donde los bebedores se encuentran apelando a un secular rito de complicidad, en medio de aquella atmósfera que impregna a tabaco y alcohol los abrigos.

Saratoga estaba con ese aire de liviana tristeza, cierto rostro inexpresivo y una frente castigada por el tiempo, donde caían mechones entrecanos y por cierto, indómitos. Entre copa y copa me hablaba de un amor perdido, una muchacha pelirroja de carnes firmes que lo había abandonado hace poco, llevándose –junto con su corazón– las escasas pertenencias de su departamento. Dos semanas llevaba llorando su ausencia, desvalijado y roto como un viejo pincel.

– Pero no te inquietes –agregó a su relato con énfasis– la convertiré en poesía. Voy a escribir un poema donde será una náyade que deshoja alguna flor de bronce templada en una forja infinita y cuando pueda bosquejar su imagen, la volveré ceniza, haré de sus cabellos finas culebras rojas y de su mirada, una costanera larga sometida a un invierno perpetuo.



Su idea algo narrativa de la construcción de un poema me sugirió una conversación. Le dije que siempre me he sentido un poeta frustrado, que mis cuentos eran meros bosquejos de una dudosa plenitud, un resuello insípido, una campana vaga y ausente que latía con un badajo afónico. En cambio, cuando escribía poemas, estos aparecían taciturnos pero tatuados de la poca lucidez que emana de mí, como una escritura de zonas interiores, eriazas y floridas a la vez.

– A mí me pasa algo similar, pero de manera inversa –señaló de inmediato–. Mis escasos cuentos son rebeliones racionales contra la poesía. Debes tener mi problema, seguramente también tienes dos sombras.

Al plantear esta idea supe que Saratoga había caído en uno de esos trances donde se evocaba con insistencia una revelación que se avecina como una ola, una profusión que contribuía a la ligereza de su alma.

Invité la siguiente ronda. Cuando Aníbal saboreó el licor con una leve sonrisa de aprobación, me dijo:

– Las sombras son extractos vivos de la oscuridad, no existen gracias a la luz, son más bien representaciones humanas del vacío. Poco o nada se ha dicho con respecto a la naturaleza de aquella paradoja y tú ya sabes que la gente suele ser tan boba y necia cuando uno habla de estas cosas que resulta infructuoso plantear el tema a cualquiera.

Las sombras provienen de un lejano país sin nombre, enclavado en un atolón profundo, donde la tiniebla aún resuena como una flauta negra. Se trata de una ciudadela oscura, iluminada por incendios.

Salen de ese lugar, constituyéndose en una bandada impura que buscan a su ser por todos los caminos transitables del globo. Las sombras son autónomas, no dependen del ente que escogen, sólo fingen hacerlo para halagarnos.

Yo he visto sombras extasiadas ante el tañir de campanas de una catedral y divisado a algunas deshojando margaritas en un parque, con infinita tristeza. Cierta vez descubrí que tengo dos sombras. Ambas son caretas del abismo y el itinerario que realizan, cuando me acompañan por los bares de Puerto Peregrino, está ligado al viejo ritual de la boca oscura que las originó, en esa lejana comarca jamás fundada. Así vagan junto a mí, por las noches azules, estrelladas, salpicadas de luz.

Mis sombras se llaman Totanlus y Chevi.

Le pregunté de inmediato, un tanto sorprendido, que vínculo tiene esa idea fabulosa con la difícil empresa de escribir –con mayor o menor fortuna– poemas o relatos.

– Es la esencia de ese conflicto –respondió con fluidez– Totanlus es un héroe desharrapado de espíritu sordamente furioso. Pese a todo, no es difícil encontrarlo contemplando la luna al borde de los acantilados porque Totanlus, en el fondo, es la silueta del epílogo, una suerte de juglar que vive anunciando el fin de todo. Según me relató, vagaba hace décadas por las calles de la ciudad innombrada, capital de las epopeyas populares, descubriendo en los crepúsculos agonizantes una verdad descompuesta.

Totanlus es delgado y severo, su continua costumbre de levantar un hombro más que el otro lo hacen parecer algo deforme, y a pesar de ser un poco parco y algo malhumorado tiene un corazón noble, una compacta madeja de prósperos imperios que alberga en el pecho.
Su naturaleza belicosa y por cierto, dramática, le hacen encarnar la figura de un guerrero. Una sombra es como un bolsillo que oculta las tentativas del silencio por extender su poderío y crear un nuevo lenguaje. Con su morral al hombro, merodeó por ciudades y litorales, trepó escaleras de viejas locomotoras herrumbrosas y durmió en los estrechos camarotes de vapores que lo conducirían a la ausencia.

Las sombras buscan siempre el sonido elemental, la herramienta laboriosa capaz de bramar a las esferas del universo. De esta manera, cuando una sombra llega a empuñar el arado dormirá su siesta entre los surcos como un fauno agrícola y oscuro; si lleva en sus manos un martillo, veremos a la sombra sudorosa cargando yunques, engranajes o bielas, y cantando un interminable alfabeto de metal. Totanlus, tomó una espada.

Cuando eso ocurrió supo que su destino estaría signado por el espíritu del guerrero. Te preguntarás si alguna vez se alistó en combate.

Desde luego, Totanlus estuvo en muchas batallas y con frecuencia profería ante los demacrados cadáveres aquellas palabras que usa Aquiles ante el cuerpo sin vida de Patroclo: “En tanto te quedarás yaciendo así junto a las corvas naves, / y a tu alrededor llorarán día y noche vertiendo lágrimas / las troyanas y dardánidas, de esbeltos talles, / que adquirimos con fatiga gracias a la fuerza y a la larga lanza, / al saquear juntos pingües ciudades de míseras gentes”

Totanlus parece un personaje salido de un cuento de bandidos. No le inquieta el discurso que mueve la espada, sólo le interesa que su oscuridad invertebrada se haya topado, aunque sea de lejos, con Tamerlán cuyo sable despojó cabezas, o con Alejandro Magno, el joven macedonio que rompió el nudo gordiano.

A veces he visto palomas negras en los hombros de Totanlus. Le gustan las palabras esdrújulas, la añoranza del paraíso perdido, los estiletes de Florencia, la impaciencia, el endriago medieval.

Nos conocimos en este mismo bar. Aquella vez me habló de las calles de su país natal, con sus antorchas ardiendo por doquier. Rápidamente le mencioné que yo también había estado allí, a lo que reaccionó con una extrañeza algo escéptica.

–Yo sé más de lo que supones acerca de las sombras vagabundas – le dije.

Ahí supo que su peregrinar había concluido y se convirtió en mi sombra. Nuestra amistad es algo tan trivial como contradictorio.

Mi sombra suele seguirme por mis noches de ebrias estrellas y rebatir con ironía punzante, en mis discusiones, todas aquellas metáforas barrocas redactadas con descuido y excesiva dilación, esas imágenes que esgrimo para no toparme con la altura de la caída siempre. En ese sentido, mi sombra es un abogado del diablo pertinaz y un cancerbero con perspicacias sutiles, casi aparentes.

A veces discrepamos hasta el enojo y en no pocas ocasiones nos hemos dado de golpes a la salida de un bar, enrostrándonos el absurdo de vagar tanto por el estúpido mundo y no habernos reconocido antes como hemisferios de un mismo globo. Al respecto, culpamos al viento, a la noche o a alguien que nos resulte odioso.

Totanlus nunca deja de ser un guerrero por evidente que sea su jubilación y eso descompensa en algo su naturaleza de sombra, convirtiéndolo en esa magia bastarda que aparece en mí cuando quiero escribir un relato. El narrador que llevo dentro de mí se parece demasiado a un soldadito de plomo.

Posee la corona del cuento y hace que mis narraciones sean meros recuerdos de sus batallas, cadencia espartana y mal digerida, una prosa fúnebre que nace mustia porque no desciende de los sitios más agudos de mi oscuridad.

Saratoga dio por concluida la curiosa parábola de aquella sombra que inspira sus pocos relatos.

No obstante, de inmediato le pregunté qué lugar ocupaba la poesía en ese concierto, ya que su oficio de poeta era conocido y estimable.

– La poesía es mi otra sombra. Se llama Chevi –respondió– Creo conocerlo desde siempre.

Su nombre en el idioma silencioso de las penumbras se puede traducir como la pregunta: ¿Qué es?

Ese nombre que encubre un enigma, se asocia al carácter inefable de esta sombra desaforada e inorgánica como el sortilegio de un cuento de hadas. Chevi es una sombra flaca y alargada, de andar inseguro, asemeja un gato viejo caminando por el borde de una cornisa. Creo que tiene vocación de espectro romántico.

A pesar de su patente sedentarismo, alguna vez desempeñó oficios poco ortodoxos como domador de fieras, encantador de serpientes, galán de folletines, bibliotecario incorregible. Chevi puede definirse como un Fierabrás agitado, un soñador atrevido que acusa asignaturas pendientes con el horizonte porque suele cantar la balada de los insomnes.

El primer encuentro ocurrió cuando me desperté luego de una noche desordenada. Lo sorprendí durmiendo la resaca junto a mí en uno de los sillones de la casa, respiraba con dificultad –al igual que yo– y exhalaba el turbio aliento de los bebedores. Fue difícil despertarlo de esa especie de pesadilla furibunda que lo atormentaba en el nicho de su propia oscuridad. Al restablecerse, procedió a presentarse, señalando que era mi sombra:

– Mi patria es la noche – añadió.

Chevi es el espíritu medular de mi poesía. Es una sombra declamatoria y aguda que me acompaña siempre y con la cual me embriago para mitigar penas de amor. Lleva entre sus manos un catalejo de marino, con que el avizora las profecías del vate.

No encarna a un guerrero sino a un estudiante. Incluso, a veces salgo sin mi sombra predilecta pues se queda entre mis libros saboreando las palabras con golosa fruición. Sus momentos de alegría son pálidos y ramplones, similares a la jarana mediocre, mas su tristeza es elocuente, posee donosura, o sea el don de la hermosura.

En muchas ocasiones perpetra mis poemas con una lágrima afilada que parece la flor de las églogas, compartiendo mis fracasos como un credo irrenunciable.

Un día sorprendí a mi sombra estudiando sin mi consentimiento las estatuas ecuestres de Puerto Peregrino. Las miraba en su catalejo dorado con aires de exquisito anticuario y cuando le pregunté qué investigaba en los bajorrelieves de esos próceres, sentenció:

– La poesía puede resultar similar a un estado de velocidad petrificada. El poema corre como un caballo que se estrella contra el invierno hasta toparse con su justa verdad. Allí queda expuesta su raíz al mundo, como estas estatuas que cabalgan detenidas tras el sueño de los justos.

Mi sombra y yo tenemos muchas cosas en común. A ambos nos gusta vernos más viejos de lo que somos, es una vejez literaria, ficticia, que rememora una adolescencia en gran parte inventada, curtida por metáforas sublimes. No ansiamos ser padres sino abuelos y relatarles a nuestros nietos el origen del poema, como en aquellos versos de Víctor Hugo: “...la algarabía que mueven los cuernos de caza y los ladridos, las jaurías y los hombres, que hace parecer que los bosques se embriaguen bruscamente”.

Como verás, no es un rutero empedernido siempre dispuesto a retomar su trashumancia como Totanlus, sino un habitante de mis alegorías, de todo Puerto Peregrino.

Sin embargo, sé que algún día volverá a la accidentada geografía del país de las sombras, probablemente el día de mi muerte, y acercándose al volcán que escupe tinieblas se acordará de los poemas que construimos en aquellas tardes de todas las estaciones, y sentirá por vez final la tristeza, antes de ingresar para siempre a la vitrina de los recuerdos que jamás volvieron.



Aníbal Saratoga terminó su relato con palabras melancólicas, incluso algo quebradas. Ya pensaba que sus divagaciones habían terminado cuando irrumpió con una nueva idea:

– Todo iba bien con mis sombras hasta que llegó el día del duelo. Mis dos sombras creaban un diálogo armonioso e inquebrantable a base de semejanzas y oposiciones, todas ellas vinculadas a la patria común: El país de la noche.

Eso es cierto, quién puede asegurar donde termina la prosa y empieza la poesía.

Chevi se enamoraba de las mismas mujeres que yo y el abandono solía dejarlo en un sonambulismo delirante. Totanlus acariciaba sus cuerpos con frenesí y luego las rehuía con desdén.

En el caso de Chevi, su fe gravitaba en el marco de los sentidos intemporales, mientras Totanlus se nutría de la urgencia para sobrellevar los días. Chevi era circunspecto, Totanlus, sardónico. Chevi evocaba los vientres del mar con su catalejo, Totanlus rasgaba el aire con la espada depredadora y feroz.

Fueron amigos largo tiempo, sobre todo cuando yo dormía. Pero luego tanto poema como cuento comenzaron a mutarse en una vigilia insoportable, una simbiosis infernal que hacía de mis escritos una zanja donde caían los cadáveres rígidos e inexpresivos de la angustia, un río que conducía los manuscritos hacia el golfo de todos los sinsabores.

Mis poemas olían a tierra negra y mis cuentos, a mirto funerario.

Y es cierto, a largo plazo, la prosa y la poesía resultan formas irreconciliables como empalmar dos figuras geométricas opuestas.

Ocurrió lo que me temía.

El duelo se llevó a cabo a tres cuadras de aquí, en una esquina maloliente de orina y delito. Allí terminaron mis sombras con sendas navajas en las manos, apresurando asaltos y estocadas como disputándose una existencia rotunda, sin segundas lecturas, sin castillos de fábula ni paradoja visible.

Me acerqué cuando los cuerpos dejaron de moverse y sólo una de las sombras parecía haber sobrevivido al enfrentamiento.

Apenas estuve en el sitio de los hechos, vi a Totanlus herido de muerte mientras Chevi lloraba sobre él repitiendo los versos de Aquiles a Patroclo como homenaje final, como obituario a una contienda de almas fugaces que un día tendrían que apelar al desenlace para zanjar sus diferencias.

Ambos lloramos sobre el cadáver de mi sombra y retornamos a casa, conscientes de que la poesía es un triunfo nostálgico sobre el cuerpo de los sueños, sin el menor guiño prosaico.

Largo tiempo permaneció en silencio, para luego replicó:

– Piensa, tanto rey pasará por el mundo exponiendo su cetro y poder, tanta línea se escribirá en anales y enciclopedias, tanta batalla gloriosa, tanto David y Goliat y no obstante, lo único que sobrevive en todas las épocas son dos seres ajenos y tristes, un soldado y un estudiante, una espada y un catalejo, un cuento y un poema.

Aníbal Saratoga bebió su copa con tristeza de viudo sin la esperanza de la resurrección, y cayó en el mutismo arrollador de su parábola. En realidad ambos nos sumimos en un silencio aplastante por largo tiempo, yo solamente bebía y pensaba en mi cuentista apuñalando la aurora del poeta durmiente que me habita.

– Vamos a cerrar – dijo luego la dueña del bar retirando el cenicero.

Nos miramos con Saratoga y apuramos la última copa de un sorbo.







en Cyber Humanitatis, 43, invierno 2007












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