lunes, octubre 26, 2015

“¿El alcoholismo es una virtud nacional?”, de José Santos González Vera








Una actitud heroica fue la observada por los trabajadores de Arica. Estos trabajadores, como todos los del territorio, bebían regularmente los tóxicos preparados por la Sociedad de Vinos de Chile y por otras empresas que desde el nacimiento de la República se han dedicado a la explotación del vicio alcohólico. Sin embargo, los obreros de Arica, contrariando su hábito, quisieron deshacerse violentamente de las bebidas embriagantes y se negaron a descargar.

Esta línea de conducta mantenida durante setenta días desorganizó lo suficiente el comercio de alcoholes. Los vinicultores, alarmados, movieron todos los resortes y la protesta por esta "traba al libre comercio" resonó a diario en las sesiones de ambas Cámaras. En el Senado les correspondió a los honorables señores Edwards y Barros Errázuriz, defender la noble causa de la vinicultura.

¡Una industria de tan hondas raíces, a la cual está vinculada la prosperidad nacional, no puede ser arrasada de la noche a la mañana! !Una industria que proporciona pan a tantos hogares no debe ser exterminada! El honorable señor Edwards, con una videncia aterradora, declaró que esta imposición obrera no debía aceptarse porque se establecería un precedente funesto. Y es natural, cómo va a ser aceptable que los trabajadores renuncien a emborracharse cuando esto constituye una virtud tan encomiable.

¡No! El proletariado debe renunciar a la locura de regenerarse; es necesario que continúe intoxicándose; que se embriague más a menudo, que se beba todo el salario; no deben oír las prédicas de Fernández Peña .¿A quién se le ocurre que sea posible vivir sin vino? Y sobre todo si es una industria demasiado importante para suprimirla; una industria que tiene quinientos millones de pesos invertidos. ¿Acaso es compensación la salvación del pueblo? ¿No hay ni que pensarlo? ¿Qué vale un pueblo compuesto solo de hombres que trabajan, de mujeres que sufren y niños que se envilecen? Con industrias de tan grande magnitud no se puede jugar. Basta sólo recordar que en la fabricación y distribución de estos tóxicos se emplean treinta mil hombres que ya no se acostumbrarían a vivir trabajando en una actividad distinta.

Y sobre todo los propietarios de los viñedos, de las cosechas y las destilerías, con sus familias, suman por lo menos cinco mil personas que tienen que vivir, y como dueños, en mejores condiciones. Necesitan hospedarse en casas lujosas, poseer galerías de pinturas, salones, bibliotecas, caballerizas, casas en los balnearios y una caja fuerte que no esté vacía jamás. Estas personas son cultas, refinadas, practican el ocio noble de los griegos y son un exponente del tipo aristocrático de Chile.

¡Realmente es tonto profesar ideas puritanas y criminal entorpecer un tan espléndido negocio! Y por ventura, ¿hay una sola razón de parte de los que aspiran a esta hecatombe? Ninguna.

La ciencia no ha probado que las bebidas alcohólicas sean perniciosas. ¿No es corriente que los médicos receten como estimulante pequeñas dosis de vino generoso? Por lo demás ¿si es malo beber en exceso, por qué no se traga moderadamente? ¿No? Nunca ha sucedido tal cosa. Los que cometen exceso son aquellos hombres desprovistos de prudencia. Por suerte no alcanzan sino al 98 por ciento.

Indudablemente. Los propios hijos de los abnegados viñateros, en las escuelas nocturnas predican contra el abuso; pero los obreros son tan pícaros que prefieren beber como brutos sólo para disgustar a las almas caritativas.

Sí. Hay que abandonar una pretensión tan infundada, porque si se suprime el alcoholismo la vida adquirirá una monotonía mortal. Las cárceles empezarán a cerrarse, las comisarías tendrán que licenciar a sus guardianes; los crímenes y las simples puñaladas irán desapareciendo, con grave perjuicio para las revistas ilustradas y para las personas que no manejan ideas abstractas. Los obreros dejarían de agarrotar a sus mujeres; vivirían en casas limpias; se alimentarían bien, se harían respetar y, lo que es peor, se pondrían inteligentes y hasta se aficionarían a leer y pensar. ¡Qué tediosa sería la vida, Dios mío!

Los niños pobres no nacerían degenerados, los hospitales se irían desocupando, los médicos verían disminuir su clientela y mil actividades que dependen del alcohol cesarían, perderían el ritmo de la vida para siempre.

¡Sería horrible una vida así! ¿En qué ocuparán sus ocios las damas caritativas? Los caballeros ya no podrían leer conferencias recomendando moderación de costumbres. El pueblo no se alegraría con franqueza. Los hombres probos no tendrían, en sus respectivos ambientes, ningún relieve porque todos los serían en proporción. La maldad misma disminuiría de volumen. ¡Qué calamitoso sería todo esto! Los banquetes serían fiestas sin poder de atracción, ¿cómo se expresaría la alegría?

Es obsesionante entregarse a estas imaginaciones. Todos los hombres estarían obligados a obrar conscientemente, a pensar, a meditar a interesarse por ideas. Los intelectuales ya no podrían vivir con un prestigio de semidioses porque sería grande el número de las gentes que se darán a especulaciones ideológicas. Realmente estas imaginaciones equivalen a una pesadilla de mal gusto.

Y así. Estos y otros argumentos sirven de baluarte a los viñateros y a los fabricantes de tóxicos, creen estos originales caballeros que la moderación sería el mejor camino y la mejor defensa contra la embriaguez; pero olvidan que la moderación, la prudencia, la sobriedad, el control, no son características humanas. Si algo caracteriza al hombre es la carencia de prudencia y su casi total incapacidad para dar a sus acciones la medida y el sentido de la conveniencia común.

El hombre no ordena las circunstancias, sino que se aprovecha de los menos favorables.

Si las gentes pudieran ser prudentes, la fuerza pública sería inútil; las cárceles no existirían y todo marcharía maravillosamente. En nuestro país, el 70 por ciento de los actos contrarios a la sociedad son estimulados por el uso de bebidas alcohólicas. Todo se combina en el ambiente obrero para que el consumo de licores se transforme en costumbre, en hábito fatal.

Antes de mucho, nuestro obrero, sabiendo que el "beber moderadamente" no daña, bebe con decidida inmoderación. ¿Por qué? Por la tiranía del hábito. Ni los obreros ni las clases cultas tienen ánimo de desprenderse de esta necesidad artificial y terrible; pero como esta incapacidad no puede ser obstáculo para la regeneración social, hay que terminar con el alcoholismo aunque esto exija un poco de violencia.

Se impone, pues, que la F.O.deCH. (Federación Obrera de Chile) abandone su actitud contemplativa y se dé por entero a la acción. Con sólo imitar a los cargadores ariqueños, se andaría la mitad del camino.

Una obra de esta índole prestigiaría al proletariado chileno en todas las tierras y lo pondrían en condiciones de saber de cuántas y de qué acciones es capaz.



en Revista Claridad, Nº 20, 11 de junio de 1921









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