lunes, agosto 24, 2015

“Brooklyn Follies”, de Paul Auster







Fragmento

Después del entierro perdí el contacto con la familia, y cuando me encontré con Tom en la librería de Harry Brightman el 23 de mayo de 2000, hacía casi siete años que no lo veía. Era mi preferido, e incluso cuando era un renacuajo siempre me había parecido un fuera de serie, una persona destinada a lograr grandes cosas en la vida. Sin contar el día del entierro de June, la última vez que hablamos fue en casa de su madre en South Orange, en Nueva Jersey. Tom acababa de licenciarse en Comell con las máximas calificaciones, y estaba a punto de marcharse a la Universidad de Michigan con una beca de cuatro años para estudiar literatura norteamericana. Se estaban cumpliendo todas mis predicciones con respecto a él, y recuerdo aquella comida familiar como una cálida celebración, con todos nosotros alzando las copas y brindando por el éxito de Tom. Cuando yo tenía su edad, esperaba seguir un camino similar al que mi sobrino había escogido. Como él, en la facultad había cursado la especialidad de inglés, con la secreta ambición de seguir estudiando literatura o quizá probar suerte con el periodismo, pero me faltó valor para hacer alguna de las dos cosas. La vida se metió por medio —dos años en el ejército, trabajo, matrimonio, responsabilidades familiares, necesidad de ganar cada vez más dinero, toda esa cagada que nos deja empantanados cuando no tenemos los cojones de luchar por lo que queremos—, pero nunca perdí el interés por los libros. Leer era mi válvula de escape, mi desahogo y mi consuelo, mi estimulante preferido: leer por puro placer, por la hermosa quietud que te envuelve cuando resuenan en la cabeza las palabras de un autor. Tom siempre había compartido esa afición conmigo, y desde que cumplió cinco o seis años, me había preocupado de enviarle libros varias veces al año; no sólo por su cumpleaños o navidades, sino siempre que descubría algo que creía de su gusto. Le inicié en la lectura de Poe cuando tenía once años, y como Poe se contaba entre los autores que había tratado en la tesina, era muy natural que aquel día quisiera hablarme de su trabajo; como también era normal que a mí me interesara escucharlo. Para entonces ya habíamos acabado de comer, y los demás habían salido a sentarse al jardín, pero Tom y yo nos quedamos en el comedor, terminándonos el vino.

—A tu salud, tío Nat —brindó Tom, alzando la copa.
—A la tuya, Tom —respondí—. Y por El Edén imaginario: vida y pensamiento en la Norteamérica anterior a la Guerra de Secesión.
—Pretencioso título, lamento decir. Pero no se me ha ocurrido nada mejor.
—Está bien que sea pretencioso. Eso hace que los profesores presten atención. Has sacado sobresaliente cum laude, ¿no es cierto?

Modesto como siempre, Tom hizo un amplio gesto con la mano, como quitando importancia a la nota.

—En parte sobre Poe, has dicho —proseguí—. ¿Y, en parte, sobre quién más?
—Thoreau.
—Poe y Thoreau.
—Edgar Allan Poe y Henry David Thoreau. Una rima desafortunada, ¿no crees? Todas esas oes llenando la boca. Me hace pensar en alguien que estuviera bajo la impresión de una eterna sorpresa. ¡Oh! ¡Oh, no! ¡Oh, roe! ¡Oh, Thoreau!
—Un inconveniente menor, Tom. Pero pobre de aquel que lea a Poe y se olvide de Thoreau. ¿No es verdad?

Tom esbozó una amplia sonrisa, y luego volvió a levantar la copa.

—A tu salud, tío Nat.
—A la tuya, doctor Pulgarcito —contesté.

Tomamos otro trago de burdeos. Al dejar la copa sobre la mesa, le pedí que me resumiera su línea de argumentación.

—Se trata de mundos inexistentes —empezó a explicar mi sobrino—. Es un estudio sobre el refugio interior, un mapa del territorio adonde se va cuando ya no es posible vivir en el mundo real.
—La imaginación.
—Exacto. Primero, Poe, y un análisis de tres de sus obras más olvidadas: Filosofía del mobiliario, La casita de Landor y El señorío de Arnheim. Consideradas por separado, estas obras son simplemente curiosas, excéntricas. Pero, vistas en conjunto, ofrecen un sistema plenamente elaborado de las aspiraciones humanas.
—No las he leído. Creo que ni siquiera he oído hablar de ellas.
—Dan una descripción de la habitación ideal, la casa ideal, el paisaje ideal. Después salto a Thoreau y examino la habitación, la casa y el paisaje tal como se presentan en Walden.
—Lo que se llama un estudio comparativo.
—Nadie pone nunca a Poe y Thoreau en el mismo plano. Representan extremos opuestos del pensamiento norteamericano. Pero ahí está lo bueno. Un borracho del Sur..., políticamente reaccionario, de modales aristocráticos, imaginación fantasmagórica. Y un abstemio del Norte..., de opiniones radicales, comportamiento puritano, lúcido en su trabajo. Poe representa el artificio y la oscuridad de una habitación a medianoche. Thoreau es la sencillez y la claridad del aire libre. A pesar de sus diferencias, sólo se llevaban ocho años, lo que los hace casi exactamente contemporáneos. Y ambos murieron jóvenes: a los cuarenta y cuarenta y cinco años. Entre los dos, apenas vivieron más que un viejo, y ninguno de ellos dejó descendencia. Con toda probabilidad, Thoreau llegó virgen a la tumba. Poe se casó con su prima adolescente, pero aún queda la incógnita de si el matrimonio llegó a consumarse antes de la muerte de Virginia Clemm. Llámalos paralelismos, coincidencias, pero esos hechos externos son menos importantes que la íntima verdad de su vida. A su manera desenfrenadamente personal, a los dos les dio por reinventar Norteamérica. En sus reseñas y artículos críticos, Poe combatió por una nueva literatura autóctona, una literatura norteamericana libre de influencias inglesas y europeas. La obra de Thoreau representa una incesante arremetida contra el orden establecido, una batalla por encontrar una nueva forma de vivir en esta tierra. Ambos creían en Norteamérica, y los dos opinaban que este país se estaba yendo al carajo, aplastado por una creciente montaña de máquinas y dinero. ¿Cómo iba alguien a pensar en medio de toda aquella barahúnda? Ambos querían alejarse de eso. Thoreau se marchó a las afueras de Concord, haciendo como si se hubiera exiliado en el bosque; sin otra razón que la de demostrar que eso era perfectamente factible. Con tal de tener el valor de rechazar las imposiciones de la sociedad, todo el mundo podía vivir como le diera la gana. ¿Y con qué objeto? Para ser libre. Pero ¿libre para qué? Para leer, para escribir libros, para pensar. Para ser libre y escribir un libro como Walden. Poe, por su parte, se refugió en un sueño de perfección. Echa una mirada a Filosofía del mobiliario, y descubrirás que su habitación imaginaria estaba concebida exactamente con el mismo propósito. Es un recinto para leer, escribir y pensar. Un lugar de contemplación, un refugio silencioso donde el espíritu puede hallar al fin cierto grado de paz. ¿Utopía imposible? Sí. Pero también alternativa sensata a las condiciones de la época. Porque el caso era que Norteamérica se estaba yendo verdaderamente al carajo. El país se encontraba dividido en dos, y todos sabemos lo que pasó sólo un decenio después. Cuatro años de muerte y destrucción. Un baño de sangre provocado por las mismas máquinas que debían hacernos felices y ricos a todos.



en Brooklyn Follies, 2006









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