miércoles, julio 22, 2015

“Salinger, el literato esquivo”, de Fran Casillas








Escribía, pero sin publicar ni una sola palabra desde hacía más de cuatro décadas. Respiraba, pero apenas existen pruebas mediáticas de sus constantes vitales desde que a principios de los 80 concediera su última y furtiva entrevista. J. D. Salinger, autor clave de la literatura contemporánea, guardaba su intimidad con un celo rayano en lo enfermizo. El fantasmagórico escritor neoyorquino, artífice de la inolvidable El guardián entre el centeno, vivía su refugio de Cornish, inmerso en la impenetrable aura de enigma y reclusión que lo ha rodeado siempre. En esta pequeña localidad murió a los 91 años.

Uno de los pocos paréntesis en su perpetua huelga de sociabilidad se produjo en 1974, cuando Salinger concedió —vía telefónica— una insospechada entrevista a Lacey Fosburgh, para The New York Times. En aquella conversación, el escritor revelaba: "me gusta escribir. Vivo para escribir. Pero escribo para mí mismo y para mi propia satisfacción. No publicar me reporta una maravillosa sensación de paz. Publicar es una terrible invasión de mi privacidad. Sólo intento protegerme a mí mismo y a mi trabajo".

Esbozar un perfil de Salinger es tan arriesgado como pintar “La Gioconda” entre tinieblas. Es conocido que en 1942, poco después del bombardeo japonés en Pearl Harbor, se ofreció como voluntario para entrar en combate. En un primer momento, el Ejército lo rechazó a causa de una afección cardíaca, pero su intervención en la guerra terminó siendo destacada.

Salinger participó en el desembarco en Normandía y en la subsiguiente liberación de Francia, donde conocería a Sylvia, su primera y efímera esposa. Ella era funcionaria del Partido Nazi, y se enamoraron después de que Salinger la detuviera. El matrimonio se rompió al cabo de apenas unos meses, los que tardó el escritor en aborrecerla hasta la médula. Para entonces, su apellido ya empezaba a pronunciarse con cierta veneración en los círculos literarios norteamericanos. Prestigiosas revistas como The Saturday Evening Post o New Yorker habían publicado alguno de sus relatos cortos, piezas que permitían atisbar las hechuras de su demoledor debut novelístico: El guardián entre el centeno, de 1951.


Una obra maestra perseguida por la polémica

El libro congela en el tiempo retazos de la juventud de Holden Caulfield, adolescente rebelde que constituye, sin duda, uno de los personajes más emblemáticos jamás creados en literatura. Su huida de fin de semana a Nueva York, su frustrada tentativa de contratar a una prostituta o sus destellos de incipiente madurez atormentada vertebran una fábula urbana que fusiona inocencia y sordidez de manera tan cruda como irresistible.

Aquella primera y última novela catapultó a Salinger a la fama, y le ha servido para perpetuar su reputación cautivando generación tras generación a innumerables lectores. Un cuarto de siglo después de su publicación, la obra continuaba facturando 250 mil ejemplares en EE.UU., y, actualmente, un ejemplar de la primera edición se cotiza a más de mil dólares en eBay. Celebridades como Bill Gates, Winona Ryder o Pete Sampras la citan como su novela favorita, un rasgo que comparten con nueve de cada diez desequilibrados mentales y psicóticos en potencia.

La leyenda urbana, más que unos datos fiables, es la que otorga solidez a esta poco rigurosa estadística. Pero se antoja complicado ignorar que Mark Chapman, asesino de John Lennon, llevaba una copia de El guardián entre el centeno cuando fue arrestado. Ya en prisión, Chapman no se cansaba de recomendar la lectura del libro, pues "ayudaría a muchos a entender lo que pasó".

A crear el halo macabro que hoy rezuman las páginas de la obra también contribuyó un lector como John Hinckley, actualmente retenido en una institución psiquiátrica. Este sujeto vivía obsesionado con Jodie Foster, a quien acosaba y cuya atención trataba de acaparar desesperadamente. En 1981, Hinckley intentó asesinar al presidente Ronald Reagan para impresionar a la actriz.

En cierto modo, no es de extrañar que semejante carta de presentación le supusiera a El guardián entre el centeno la etiqueta de libro maldito. No faltaron en su momento las peticiones de censura, aunque la novela es hoy en día lectura obligatoria en muchos institutos estadounidenses.

Tras esta letal estocada de prodigiosa narrativa, Salinger profundizaría en sus talentos con Nueve cuentos, una recopilación de magistrales relatos que llegó a las librerías en 1953. Habría que esperar hasta 1961 para la publicación de Franny y Zooey y dos años más para Levantad, carpinteros, la viga maestra y Seymour: una introducción.


El escritor que no publica

Y después, el vacío. Más de 40 años de silencio en los que no publicó absolutamente nada. La localidad de Cornish, en el estado de New Hampshire, fue el lugar elegido por Salinger para su retiro de la vida pública, un aislamiento en el que se entregó a la meditación zen antes de que el budismo se pusiera de moda.

En 1955 se había casado con Claire Douglas, de la que se divorció 12 años más tarde. Entonces, el hombre que admiraba a Melville y menospreciaba a Hemingway o Steinbeck se volvió todavía más huraño. Los rumores sugerían que Salinger siempre estaba presto a recibir visitas indeseadas descorchando su escopeta.

Y seguro que no le faltaron ganas de administrarle una dosis de pólvora a Paul Adam, el fotógrafo que a traición y a la salida del supermercado inmortalizó a Salinger, en la única imagen que existe del autor aparte de unas pocas correspondientes a su juventud.

Buena parte del atractivo de Salinger radicaba precisamente en ese carácter hermético e inaccesible que contadas personas lograron derribar. El autor sólo había concedido una entrevista, a una joven de 16 años que trabajaba para un periódico escolar, antes de autorizar la ya mencionada conversación con Lacey Fosburgh.


Fobia a las entrevistas

La otra fémina que logró doblegar la resistencia de Salinger fue una tal Betty Eppes, reportera del The Baton Rouge Advocate. Eppes consagró sus vacaciones estivales de 1980 a asediar a Salinger. Le dejó un mensaje en la estafeta de correos asegurando que no era una vulgar periodista, sino una escritora principiante interesada en intercambiar puntos de vista sobre literatura. Por supuesto, y aunque este dato queda nuevamente envuelto en los difusos contornos del mito, tampoco olvidó mencionar que era una pelirroja alta y de ojos verdes. Y es que las mujeres parecían ser una de las debilidades de Salinger.

Sea como fuere, Eppes logró arrebatarle a Salinger un par de fotos borrosas y con gafas de sol y una serie de respuestas insustanciales. La periodista le envió a Salinger una copia del artículo que finalmente se publicó, y la réplica de él fue, cómo no, desconcertante: un pedido de dos mochilas escolares envueltas en papel de regalo y que, tal y como anunciaba el New Yorker del mes, debían ser enviadas desde Dinamarca a cambio de 16 dólares. Inexplicable.


Las memorias de la discordia

Más enérgica fue la réplica de Salinger al intento de Ian Hamilton de publicar una biografía del escritor, conato paralizado por un tribunal en 1987. Lo que no pudo evitar Salinger fue el lanzamiento, en los 90, de dos libros escritos, uno por su ex amante, Joyce Maynard y otro por su propia hija, Peggy Salinger.

Ambas obras coinciden en reseñar la misoginia y las supuestas depravaciones del autor. Su hija, concretamente, dedicaba pasajes enteros de El guardián de los sueños a describir la afición de Salinger por las “nínfulas”, sus flirteos con la Cienciología, su adicción a la telebasura, las palizas a su esposa o su hábito de beberse su propia orina.

Al filo de la irrealidad, en los confines limítrofes de la paranoia y el genio, J. D. Salinger continuaba garabateando letras y abasteciendo sus polvorientas estanterías de historias inéditas. "Mi intención no es necesariamente publicar a título póstumo", aseveraba en su entrevista con Fosburgh.


en El mundo, enero 2010






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