viernes, mayo 15, 2015

“Mi amigo Allen Ginsberg, mi conocido”, de Antonio Cisneros







Poor Allen. Una cir­ro­sis, de nuevo cuño, lo mató hace un mes. Su agonía fue lúcida y larga. No estuvo solo. Sus ami­gos, solaz y con­suelo, le tomaron la mano, por turnos, en ese duro trance. Peter Orlovsky, su amante de toda la vida, lo besó en la frente cuando llegó la oscuri­dad final.

Yo tam­bién lo conocí al tacto. A comien­zos de la década de los sesenta, mi padre me trajo, a su vuelta de un viaje a San Fran­cisco, las primeras edi­ciones, pan caliente, de Kad­dish, Howl y Real­ity Sand­wiches, pub­li­ca­dos por la mítica libr­ería City Lights. Por entonces (casi como ahora) mis conocimien­tos del inglés no eran sufi­cientes para lidiar con esa poesía repleta de jerga y Nueva York. Y, sin embargo, amén de mi mod­esta lectura, mis dedos, emo­ciona­dos, recor­rieron los ver­sos, uno a uno, olor a tinta fresca, hasta apoder­arse del alma del poeta que, en ese tiempo era, o parecía, la ima­gen misma de la libertad.

Gins­berg había roto con una larga estirpe de sabiduría, y bue­nas man­eras, de la poesía norteam­er­i­cana. Irrumpió cual pedrada en el ojo. En medio de des­gar­ra­dos ver­sícu­los, que por momen­tos eran imprope­rios, proclam­aba su homo­sex­u­al­i­dad (en español, lo dice en una carta a José Miguel Oviedo, prefería ser “loca” que “mar­ica”), así como los plac­eres de la mariguana y el ácido lisér­gico y su belig­er­ante resisten­cia a la Pax Ameri­cana y la guerra de Vietnam.

En 1967 lo vi por primera vez. Él recitaba en el mod­erno y monárquico esce­nario del Royal Fes­ti­val Hall, en Lon­dres, y yo and­aba arrel­lanado en mi butaca. Fui, recuerdo, con Mario Var­gas Llosa, su mujer, mi ex mu­jer, un par de ami­gos más y la pro­fe­sora Jean Franco, que se quedó pren­dada, no de Gins­berg, sino de Octavio Paz, que tam­bién par­tic­i­paba en la lectura.

Entre canto y canto (tenía por cos­tum­bre salmodiar sus poe­mas) inter­cal­aba una suerte de jin­gles. Reclam­aba el reconocimiento de lo que ahora lla­man las pref­er­en­cias sexuales. Y tam­bién el dere­cho al libre con­sumo de las dro­gas. Creo que pocos, de los más de mil espec­ta­dores, fueron lle­va­dos a escán­dalo. En la década de los sesenta, al menos en el swing­ing Lon­don de Su Majes­tad, el con­ven­cional­ismo estaba muy mal visto y era cosa de minorías. La rebeldía, más bien el desparpajo, era el uso común.

A la mañana sigu­iente, bar­budo, mís­tico y estrafalario, ded­i­cado a las sutras y salmodias, acom­pañán­dose de una cítara, con­vocó entre los pas­tos de Hyde Park a los mucha­chos pelu­cones (yo entre ellos) y a las muchachas sin sostén. Todo era flo­res y amor y el uni­verso, qué duda cabe, la gran feli­ci­dad. El poeta ter­minó con una meditación, de laya bud­ista, sen­tado en posi­ción de loto, con los bra­zos abier­tos hacia el cielo y los dedos seña­lando, o arran­cando tal vez, el Ter­cer Ojo.

Fue por esos días que tuvi­mos una larga charla. Yo, ni corto ni pere­zoso, alá­bate coles, le conté que la tra­duc­ción al español de su poema “A un viejo poeta del Perú”, era de mi cosecha. Entonces Gins­berg me pre­guntó, con más sorna que car­iño, por el poeta Martín Adán, sujeto y des­ti­natario del poema en cuestión. Tam­bién se interesó por Raquel Jodor­owski y Sebastián Salazar Bondy. Sin embargo, basta de hipocre­sías, lo que más evo­caba del Perú, que cono­ció en mayo de 1960, eran los jóvenes pirañi­tas de los recov­ecos del Mer­cado Cen­tral, Tacora, la Parada y alguna cer­e­mo­nia de ayahuasca.

En 1980, casi quince años después, me volví a topar con Gins­berg. Fue en un encuen­tro inter­na­cional de poetas en Man­agua, días en que el san­din­ismo hacía su debut en sociedad. Al comienzo me costó tra­bajo recono­cerlo. El mon­struo de la década prodigiosa (así lla­man los cán­di­dos a los años sesenta) se había con­ver­tido en un señor de talla disc­reta, regordete, lampiño y rosado, con modales de tía viejita. Lo poco que lo ataba a su ima­gen de antaño era la fiel com­pañía de Peter Orlovsky, tam­bién descangal­lado para qué, y quizás alguna aure­ola que yo quería ver.

Creo que su única pre­ocu­pación, aparte del calor y los zan­cu­dos, era huir del ase­dio del poeta ruso Euge­nio Evtushenko. El exu­ber­ante siberi­ano no se había per­catado, al pare­cer, que a esas alturas del par­tido, Gins­berg ya no era Gins­berg. Lo perseguía por los pasil­los del hotel, con su metro noventa, agi­tando las man­azas, en una per­ma­nente ame­naza de beso (a la rusa, claro está) y de un abrazo de oso. “¡Allen, Allen, brindemos por la frater­nidad amer­i­cano—soviética!”. Y el pobre Allen no tenía dónde refu­gia­rse. Ni siquiera la pres­en­cia del esti­rado Orlovsky era capaz de dis­uadir al ruso de su euforia.

Almorcé un par de veces con el viejo beat­nik. Sus temas esta vez versa­ban sobre la dieta gra­sosa del hotel, de donde casi no salió, y lo mal que paga­ban en las universidades amer­i­canas. Sí, pues. A pesar de todo, ter­mi­namos, en un momento dado, tocando el antipático tema de la poesía. Cosa inevitable, dado que Gins­berg no sabía nada de fut­bol, ni yo de budismo-zen. Entonces me sor­prendió con una confesión. Jamás, me dijo, he escrito un solo poema bajo los efec­tos del alcohol o de la droga ni, mucho menos, con algún tipo de resaca. Esos vue­los los evoco después, una vez que estoy lozano y fresco.

Ha pasado mucho tiempo, mi querido Allen. Te debo todo y nada. Per­míteme que, como tus ami­gos, tam­bién te tome de la mano en la hora de las grandes tinieblas. Al fin y al cabo, yo tam­bién muy pronto seré otro viejo poeta del Perú.

 

en Ciudades en el tiempo, 2001









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