Fragmento
A las
seis de la mañana nos embarcamos en la pequeña barca de madera con nuestras
cestas de picnic y el calzado apropiado. Monsieur Saint-Jour era un viejo
cascarrabias, vestido con un gastado jardinero de mezclilla, alpargatas y
boina. Tenía la piel curtida y bronceada, a fuerza de estar azotada por el
viento y al sol, mejillas hundidas y las pequeñas venas quebradas en los
pómulos y la nariz, que todos allí parecían tener de tanto beber vino de burdeos.
Monsieur Saint-Jour no explicó de antemano a sus invitados en qué consistían
esas excursiones diarias. Enfilamos hacia la boya que señalaba su zona
submarina, un sector señalado por estacas al fondo de la bahía, y nos quedamos
ahí sentados, quietos... quietos... quietos, bajo el sol de justicia de agosto,
a la espera de que bajara la marea. La idea era pasar el bote flotando por
encima de la estacada y dejarlo allí para que se fuera hundiendo al bajar el
nivel del agua, hasta que descansara sobre el fondo del bassin. En ese momento, Monsieur Saint-Jour —y supuestamente sus
invitados— se dedicarían a rastrillar las ostras, a recoger unos cuantos buenos
ejemplares para venderlos en el puerto y a quitarles los parásitos que pudieran
estropear la cosecha. Recuerdo que todavía quedaba más de medio metro de agua,
cuando ya nos habíamos despachado el queso brie y las baguettes, y bebido la botella
de Evian. Pero yo seguía hambriento y lo dije con toda franqueza.
En
cuanto me oyó, como si quisiera poner a prueba a los americanos, Monsieur
Saint-Jour preguntó con su rudo acento girondino si alguno de nosotros quería
comer ostras.
Mis
padres titubearon. Dudo que estuvieran dispuestos a comer de verdad una de esas
pequeñas viscosidades sobre las cuales flotábamos. Mi hermano retrocedió
horrorizado.
Pero
yo, arrogante como nunca antes en mi corta vida, me levanté en el acto con
sonrisa desafiante y me ofrecí para ser el primero en probarlas.
Y, en
ese inolvidable momento estelar de mi historia personal, en ese momento todavía
más vivido en mi memoria que tantos otros momentos iniciáticos —el primer pubis atisbado, el primer cigarrillo
de marihuana, el primer día de instituto, el primer libro publicado o cualquier
otro primer— disfruté de mi día de
gloria. Monsieur Saint-Jour me hizo señas de que me acercara a la borda, se
inclinó por encima hasta que la cabeza le hubo casi desaparecido bajo el agua y
emergió sujetando en su recio puño cerrado —que más parecía zarpa— una única
ostra cubierta de fango, enorme, de forma irregular. Abrió aquella cosa con un
cuchillo herrumbrado de punta curva y me la alargó, mientras todos me miraban.
Mi hermano menor se encogió y se apartó del bicho reluciente —con vagas
reminiscencias sexuales—, que todavía chorreaba y estaba medio vivo.
La
cogí con la mano, apoyé la concha en la boca como me había enseñado el entonces
ya sonriente Monsieur Saint-Jour y me la engullí sorbiéndola de un bocado.
Sabía a agua de mar... a salmuera... a carne... y, de alguna manera, a futuro.
Ya
todo fue diferente. Todo. No sólo sobreviví. Disfruté.
Supe
que aquello era la magia hasta entonces apenas vislumbrada entre las tinieblas,
de la cual sólo era consciente a medias. Lo hice por curiosidad. Había tenido
una aventura y todas cuantas la siguieron en la vida —la comida, la larga y
muchas veces estúpida búsqueda de la próxima experiencia, drogas, sexo o
cualquier sensación nueva—, todas han sido fruto de aquel momento.
En ese
instante aprendí algo. Visceral, instintiva, espiritualmente —de alguna manera
precursora un tanto sexualmente— aprendí algo. No había vuelta atrás. El genio
saltó de la botella. Ahí empezó mi vida de cocinero, de maestro cocinero.
La
comida tenía poder.
Poder
para inspirar, asombrar, provocar, excitar, deleitar y deslumbrar. Tenía poder
para hacerme gozar a mí y a los demás. Era una información valiosa.
Durante
el resto del verano y en los veranos posteriores me escabullía con frecuencia
hasta los pequeños puestos del puerto, donde era posible comprar en bolsas de
papel, ostras sin lavar por docenas. Después de unas pocas lecciones recibidas
de mi nueva alma gemela, hermano de sangre y mejor compinche, Monsieur
Saint-Jour —que también compartía ya conmigo sus cuencos de vino ordinario
azucarado, una vez acabadas las horas de faena—, yo podía abrir las ostras
solo. Metía el cuchillo por detrás y hacía saltar la juntura, como si fuera la
cueva de Aladino.
Solía
sentarme en el jardín, entre los tomates y las lagartijas, y beber Kronenbourgs
(Francia era el País de las Maravillas para los bebedores menores de edad), leer
tan a gusto Modesty Blaise, los Katzenjammer Kids y las encuadernadas bandes dessinés en francés, hasta que
los dibujos bailaban ante mis ojos cuando fumaba algún Gitane escamoteado. Sigo
asociando el sabor de las ostras con aquellos espléndidos y embriagadores días
de colocones ilícitos a última hora de la tarde. Con el aroma de los
cigarrillos franceses, el sabor de la cerveza, la inolvidable sensación de
estar haciendo algo que no debía hacer.
Hasta
entonces no tenía planeado ser cocinero profesional. Pero con frecuencia miro
atrás, en busca de ese tenedor en mi ruta, tratando de adivinar en qué momento
preciso tomé el mal camino y me
convertí en buscador de sensaciones, en un sensual hambriento de placeres,
siempre con el afán de provocar, divertir, aterrorizar y manipular. Siempre con
el afán de llenar ese lugar vacío de mi alma con algo nuevo.
Y me
complace pensar que fue culpa de Monsieur Saint-Jour. Pero la verdad es que
nunca ha dejado de ser culpa mía.
en
Confesiones de un chef, 2001
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