martes, abril 14, 2015

"El tambor de hojalata", de Günter Grass

Fragmento


1927-2015


A toques de campana arrancamos y, por espacio de un momento, el tranvía opuesto nos tapó la vista. Pero, inmediatamente después del remolque, se me volvió la cabeza: vi de golpe el cementerio entero en ruinas, y un pedazo del muro norte, cuya mancha llamativamente blanca quedaba sin duda a la sombra, pero que no por ello me resultaba menos dolorosa...

Y ya el lugar se había alejado; nos acercábamos a Brösen y yo miré a María. Llenaba un ligero vestido floreado de verano. Alrededor de su cuello redondo, de brillo mate, y sobre sus clavículas acolchadas alineábase un collar de cerezas de madera, de color rojo viejo, que eran todas iguales y simulaban una madurez a punto de reventar. ¿Sería sólo producto de mi imaginación o bien lo olía de verdad? Óscar se inclinaba ligeramente —María había llevado consigo al mar su olor de vainilla—, respiró el perfume profundamente y quedó superado instantáneamente el Jan Bronski que se pudría. La defensa del Correo polaco había ya pasado a la historia antes mismo de que a los defensores se les desprendiera la carne de los huesos. Óscar, el superviviente, tenía en la nariz olores totalmente distintos de aquellos que podía desprender actualmente su presunto padre, otrora tan elegante y ahora en punto de putrefacción.

En Brösen compró María una libra de cerezas, me cogió de la mano —sabía que Óscar sólo a ella se lo permitía— y nos condujo, a través del bosquecillo de abetos, al establecimiento. A pesar de mis dieciséis años —el bañero no entendía nada de aquello— se me admitió en la sección para señoras. Agua: dieciocho; Aire: veintiséis; Viento: este — sereno estable, leíase en la tabla, al lado del cartel de la Sociedad de Salvavidas, que contenía consejos relativos a la respiración artificial y unos dibujos desmañados y pasados de moda. Todos los ahogados llevaban trajes de baño rayados, en tanto que los salvavidas eran todos bigotudos; en el agua traicionera flotaban sombreros de paja.

La muchacha del establecimiento, descalza, nos precedía. Semejante a una penitente, llevaba una cuerda alrededor de la cintura, y de la cuerda colgaba una llave imponente que abría todas las casetas. Pasarelas, con su correspondiente barandilla. Una alfombra rasposa de coco corría a lo largo de todas las casetas. A nosotros nos tocó la caseta 53. La madera de la caseta estaba caliente, seca, y era de un color azul blancuzco natural, que yo diría ciego. Al lado del ventanuco de la caseta, un espejo que ya ni él mismo se tomaba en serio.

Primero tuvo que desvestirse Óscar. Lo hice con la cara vuelta hacia la pared y sólo me dejé ayudar de mala gana. Luego María con un movimiento decidido de su mano práctica, me dio vuelta me tendió el traje de baño y me forzó, sin consideración alguna, a meterme en la lana apretada. Apenas me hubo abrochado los tirantes, me sentó en el banco del fondo de la caseta, me encajó el tambor y los palillos y empezó a desnudarse con movimientos rápidos y decididos.

Al principio toqué un poco el tambor, contando los nudos en las planchas del piso. Luego dejé de contar y de tocar. Lo que me resultó incomprensible fue que María, con los labios cómicamente arremangados, se pudiera a silbar mientras se salía de sus zapatos: dos tonos altos, luego dos bajos, se quitó los calcetines de los pies, silbaba como un carretero, se desprendió del vestido floreado, colgó, silbando, las enaguas encima del vestido, dejó caer el sostén, y seguía silbando esforzadamente, sin dar con melodía alguna, al bajarse los pantalones, que en realidad eran pantalones de gimnasta, hasta las rodillas, dejando que se le deslizaran por los pies hasta dejar la prenda enrollada en el piso y mandarla, con el pie izquierdo, al rincón.

Con su triángulo peludo, María hizo estremecerse de miedo a Óscar. Sin duda, él ya sabía por su mamá que las mujeres no son calvas de abajo, pero, para él, María no era una mujer en el sentido en que su mamá se había revelado como mujer frente a un Matzerath o a Jan Bronski.

Y en el acto la reconocí como tal. Rabia, vergüenza, indignación, decepción y un endurecimiento incipiente mitad cómico y mitad doloroso de mi regaderita bajo el traje de baño me hicieron olvidar mi tambor y los dos palillos, por amor de aquel que me acababa de crecer.

Óscar se levantó y se echó sobre María. Ella lo recibió con sus pelos. Él dejó que éstos le crecieran en la cara. Entre los labios le crecían. María reía y quería apartarlo. Pero yo seguía absorbiendo cada vez más de ella en mí, siguiendo la pista del olor de vainilla. María reía y reía. Me dejó inclusive en su vainilla, lo que parecía divertirla, porque no cesaba de reír. Y sólo cuando me resbalaron las piernas y mi resbalón le hizo daño —porque yo no abandonaba los pelos, o ellos no me abandonaban a mí—, cuando la vainilla me hizo venir las lágrimas a los ojos, cuando ya empezaba yo a sentir el gusto de champiñones o de lo que fuera, de sabor fuerte pero no ya de vainilla; cuando dicho olor de tierra, que María ocultaba detrás de la vainilla, me clavó en la frente al Jan Bronski putrescente y me infestó para siempre con el gusto de lo perecedero, sólo entonces solté.

Óscar se deslizó sobre las planchas color ciego de la caseta y seguía llorando todavía cuando María, que ya volvía a reír, lo levantó, lo tomó en sus brazos y lo acarició, apretándolo contra aquel collar de cerezas, que era la única prenda de vestir que había conservado encima.

Moviendo la cabeza me quitó de los labios aquellos de sus pelos que habían quedado adheridos a ellos, y decía, maravillada: —¡Tú sí que eres un pilluelo, tú! Te metes ahí, no sabes lo que es, y luego lloras.



1959










Traducción de Carlos Gerhard






















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