martes, marzo 17, 2015

"Jorge Teillier: el escritor", de Álvaro Bisama

Texto originalmente llamado "El escritor"




I

La lectura de las Prosas de Jorge Teillier –compiladas por Ana Traverso y editadas por Sudamericana en 1999– lo hacen aparecer, en principio, como una especie de enciclopedista a la deriva: una suerte de feliz copista perdido en la Biblioteca Nacional. Así, se trata de una escritura que confirma aquella imagen suya como náufrago de una cultura letrada disgregada y azarosa que eclosiona a veces en una experiencia cotidiana y confusa. El escritor de un universo en extinción. Lo extraño –o más bien irónico– es que ese trata de un espectador de mirada amplia, donde el gusto letrado evoluciona a veces hacia un fanatismo por cierta cultura popular profundamente nimia. Teillier lee y escribe como un ciudadano a pie de una ciudad que no comprende pero que adora. Hay algo terrible ahí, algo paradójico: en Prosas el ídolo lárico –el campeón de la Frontera, el esteta de perfectas poéticas congeladas de pequeños pueblos vacíos– baila como un perfecto animal urbano. De este modo, como crítico o cronista, Teillier explota en versiones de sí mismo apenas entrevistas o sospechadas: un cinéfilo en extinción, un prologuista amable, un amigo de sus amigos, un lector adelantado de Nicolás Palacios, un detective privado en busca de la perdida o desaparecida identidad chilena; en suma, un artista bastante más complejo que su propio mito; explotando su veta prosista con singular eficacia y excentricidad.



II

La memoria chilena. Ese es el quid del asunto. Nada que hacer. Teillier está obsesionado con ella: con la identidad de un país cada vez más fragmentado. Anota en 1969: “alguna vez con algunos amigos pensábamos escribir un libro en el que se recogieran mitos y prejuicios chilenos, como el de que hay demográficamente siete mujeres por cada hombre”. Lector impune e impenitente de Encina, Ercilla o Nicolás Palacios, lo suyo es la pregunta sobre la posibilidad de una raza chilena, pensando a la raza no desde términos genéricos sino más bien desde una constitución espiritual, la existencia de un pathos y un ethos local. Para Teillier es un problema teórico. ¿Qué somos? ¿Qué nos hace ser así? Lo chileno más como una colección de tics faciales que disfrazan un secreto inexistente, el delirio de un mito de origen antes que revelación: la mirada que esboza Prosas es la de un decontructivista naif, obsesionado con una herencia a todas luces inalcanzable, al modo de un libro no escrito o por escribir. Por supuesto es una tarea imposible pues sus lecturas de los clásicos de la identidad están pobladas de cierta excentricidad confesa. Dice sobre Raza chilena de Nicolás Palacios: “¿Por qué nuestras editoriales y universidad no se preocupan por reeditar estos libros que conmovieron al país? Sería no sólo un acto de justicia, sino una contribución valiosa para el mejor reconocimiento de nuestra historia e idiosincrasia”. Complejo: obsesionado con la chilenidad, Teillier encontrará la respuesta a ella, su presencia, sólo en los lugares microclimáticos, al borde de todo poder: la biblioteca y el bar. Los verdaderos chilenos serán lectores y además parroquianos y lanzarán desde ahí las señas de una memoria local que no puede alcanzar en los grandes relatos. La utopía trascendente como un lugar a la vuelta de la esquina. Dice Teillier: “termino esta crónica para dirigirme a la ‘morada irreal’, como dicen los budistas zen, o sea, un lugar donde uno se sitúa en otro tiempo y en otro espacio, en este caso un viejo bar”.



III

El lector. A través de sus prosas, Teillier traza su mapa de lecturas donde compone un crisol de afinidades electivas. Teillier lee de manera suelta, sin culpa. Lee la historia como literatura y a la literatura como historia: hacia allá lanza anzuelos y pesca animales raros. Así, más allá de lo obvio, donde aparecen aquellos manifiestos donde se traza una poética de lo lárico, destaca el hecho de cómo lector Teillier se mueva en un corpus bastante más amplio que las lecturas que uno le supone como predilectas. O sea, más allá de Trakl, Rilke, Rolando Cárdenas, De Rokha, cierta poesía oriental y alguna tradición mitteleuropea lo que importa es que el canon termina siendo la familia de Teillier, un mundo habitado por padres, tíos, primos, parientes lejanos o políticos. El canon como una casa, como una mansión entrevista por el autor como un lugar para ser habitada. Un lugar cálido, opuesto a aquella casa donde el hablante de Juan Luis Martínez desaparecía frente a los ojos del lector; sin aquellas habitaciones oscuras donde las criaturas de Enrique Lihn se entregaban a los teatros de la crueldad. Teillier es más un consumidor de cultura en vez de un lector a ras de piso. Alguien que disfruta mientras lee con un placer que podríamos catalogar de republicano, buscando en los libros la presencia de un imaginario utópico, una comunidad simbólica que puede ser o no nuestra nación. Es interesante este gesto porque en cierto modo se relaciona con su poesía. Están ahí los parpadeos de un corazón que se debate entre la invisibilidad y la palabra, entre la memoria y la invención, entre la canalla literaria y los grandes clásicos. De esta forma, Jorge Teillier habita en una tradición pero a la vez inventa la suya, su erudición no es apócrifa. Puede enjuiciar al “jote” –mezcla de vino con coca cola– como un brebaje aborrecible pero también puede recordar autores de ciencia ficción perdidos, películas viejas, novelas imposibles. El canon de Teillier –o por lo menos al que se llega por el camino de su prosa– es bastante más amplio del que se puede acceder por medio de su poesía. Las dosis más menos terribles del presente hacen que su crónica/crítica, del tipo que sean, se exhiban como un campo de lecturas laterales donde el autor desdramatiza a posteriori lo que esperamos de él: un corpus apócrifo que puede ser leído transversalmente en la compilación que las secuencia linealmente y las ordena como una novela inconclusa de capítulos dispersos, un trabajo de escritura que avanza sin saber dónde, hacia un canon que no sabe que es tal y que se limita –en cada texto– a hacerse cargo de sus propias y extrañas necesidades y urgencias.



IV

La memoria de época. Porque lo que traza Prosas es la memoria de la segunda mitad del siglo XX. Teillier, como crítico y cronista es un sujeto atento tanto a la novedad literaria como al zeitgeist de su época. Para ser un poeta centrado en la nostalgia –la última utopía que se le puede conferir al paisaje– sorprende su ojo inmediato, capaz de captar el valor de A sangre fría o de emocionarse con el advenimiento de la Unidad Popular. El Teillier prosista complejiza al Teillier poeta o más bien a la imagen mítica construida de él por sus lectores, aquella estampita a la cual se aferran sus acólitos. Basta leer las crónicas seriadas de “El agua bajos los puentes”, sacadas de la revista Plan, a fines de los 60, para darse cuenta: pedazos de diarios de vida inventados ad-hoc por el autor para señalar su tránsito por el espacio de la cultura. Ahí, entre libros recibidos, novelas leídas, cartas de amigos, Teillier esboza pinceladas –literarias, biográficas o políticas– de un universo complejo y confuso. Con aquel diario de vida impune, absolutamente falso y arbitrario, se escenifica a sí mismo en un lugar mientras masca sus propias señas de identidad y se presenta como una criatura hecha de lecturas ociosas. De este modo, como si fuera un situacionista que practica la deriveé, Teillier anota: “Cada ciudad tiene una ‘geografía secreta’, que no es ciertamente la conocida por los buenos vecinos y turistas, sino aquella revelada por quienes la cantan o cuentan, sus poetas y escritores”. Repleto de esa geografía secreta, Prosas marcan un devenir donde transita la historia local contada con un ojo esperanzado o melancólico. Porque Teillier no es un cínico. Apenas sospecha. Su ironía es tan leve que apenas parece la sombra de una lamentación. Acostumbrado a vivir –ya escribir– al día, el Teillier cronista se entrega iluminado a los fantasmas de lo cotidiano. Mientras que Lihn, como cronista, revuelve su propio caldo avinagrado mientras sospecha y se entrega alegremente a una vanguardia que él mismo declara como muerta; Teillier es un paseante que camina por el campo cultural a una velocidad más bien leve, cortoplacista. Sus descubrimientos son microclimáticos y se incorporan de inmediato al ámbito de lo perdido, de lo irreparable. Prosas tiene la frecuencia modulada de un universo que se deshace. Lo extraño, lo triste o terrible es que lo hace sin demasiado drama. Mientras que su poesía es profundamente epifánica, su prosa es declaradamente anticlimática. Teillier elige escribir no como una opción desesperada –algo palpable en las crónicas de Lihn y Roberto Bolaño; en los discursos de sobremesa de Parra, en el working progress de un Claudio Bertoni– sino como una mecánica contemplativa. Llevado al escenario actual de la no-ficción local, está más cerca de Francisco Mouat que de Rafael Gumucio. Con la memoria centrada en lo nimio (la Pequeña Lulú, los western, la cartelera de cine, las conversaciones al azar, las cartas enviadas, Carlos Gardel, los Beatles su escritura lanza imágenes de un presente que se le devuelve como una interrogación no resuelta. Son los pedazos de un mundo que desaparece. Su queja podría ser la muestra y cada reseña o crónica o prólogo es un modo de remediar el vacío de la historia, el horror de un universo perdido pero también un sistema para constatar esa extinción, la comedia del arte en una “época en que vayamos siendo más ‘samurais’ en el sentido de quedarnos más solos, con la soledad de tigres de la selva de cemento”.





en Antítesis, núm. 1, Valparaíso, invierno 2006






















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