lunes, octubre 13, 2014

“Recuerdo a Babilonia” de Arthur C. Clarke








Mi nombre es Arthur C. Clarke, y desearía no tener relación alguna con todo este sórdido asunto. Pero co­mo la integridad moral —repito, moral— de los Estados Unidos está comprometida, primero debo mostrar mis credenciales. Sólo así comprenderán ustedes cómo, con la ayuda del difunto doctor Alfred Kinsey, he provoca­do involuntariamente una avalancha que puede barrer con gran parte de la civilización occidental.

Allá en 1945, siendo operador de radar en la Real Fuerza Aérea, tuve la única idea original de mi vida. Doce años antes de que el primer Sputnik comenzara a emitir señales, se me ocurrió que un satélite artificial sería un lugar maravilloso para transmitir televisión, pues una estación a varios miles de kilómetros de altu­ra podría radiar para la mitad del globo. Escribí la idea la semana posterior a Hiroshima, proponiendo una red de satélites de retransmisión a treinta y cinco mil kiló­metros por encima del Ecuador; a esa altura tardarían exactamente un día en completar una revolución, y así permanecerían fijos sobre el mismo punto de la Tierra.

Ese trabajo apareció en Wireless World en el número de octubre de 1945; como no esperaba que los instru­mentos espaciales llegaran a ser comercializados duran­te mi vida, no intenté patentar la idea; de todas for­mas, dudo que hubiera podido hacerlo. (Si estoy equi­vocado, preferiría no saberlo). Pero continué insertán­dola en mis libros, y hoy en día la idea de satélites de comu­nicación es tan común que nadie conoce su origen.

Hice un dolorido intento de aclaración cuando fui abordado por el Comité de Astronáutica y Exploración Espacial de la Cámara de Representantes; ustedes encontrarán mi testimonio en la página treinta y dos de su informe Los próximos diez años en el espacio. Y como ustedes verán en seguida, mis últimas palabras tenían una ironía que no pude apreciar en el momen­to: «Viviendo como vivo en el Lejano Oriente, constante­mente tengo a la vista la lucha entre el Mundo Occidental y la URSS por los millones no comprometidos de Asia... Cuando las transmisiones de televisión vía satélite sean posibles, el efecto propagandístico puede ser decisivo».

Todavía pienso lo mismo, pero había ángulos que yo no había previsto, y que otras personas, desgraciadamente, sí lo hicieron.

Todo comenzó en una de esas recepciones oficiales tan características de la vida social en las capitales asiá­ticas. Son más comunes todavía en Occidente, por su­puesto, pero en Colombo no hay mucha competencia de entretenimientos. Por lo menos una vez a la semana, si uno es alguien, recibe una invitación a cócteles en una embajada o legación, el Consejo Británico, la Mi­sión de Operaciones de los EE.UU., L’Alliance Française, o una de las incontables agencias alfabéticas engendradas por las Naciones Unidas.

Al principio, sintiéndonos más cómodos bajo el Océano Índico que en círculos diplomáticos, mi socio y yo éramos personas insignificantes, y nos dejaban en paz. Pero después que Mike apadrinó la gira de Dave Brubeck en Ceilán, la gente comenzó a fijarse en nos­otros. Y más aún cuando Mike desposó a una de las beldades más conocidas de la isla. De modo que ahora nuestra consumición de cócteles y canapés está limitada principalmente por el rechazo a abandonar nuestros cómodos sarongs por absurdos occidentales como pan­talones, smokings y corbatas.

Era la primera vez que íbamos a la Embajada Soviética, que daba una fiesta para un grupo de oceanógra­fos rusos que acababan de llegar al puerto. Bajo los inevi­tables retratos de Lenin y Marx, un par de cientos de invitados de todos los colores, religiones e idiomas se arremolinaban hablando con amigos, o atacando obsesionadamente el vodka y el caviar. Yo estaba separado de Mike y Elizabeth, pero los veía al otro lado de la sala. Mike hacía su acto de «Allí estaba yo a cincuenta brazas» frente a un auditorio fascinado, mientras Eliza­beth lo miraba enigmáticamente, y más gente toda­vía miraba a Elizabeth.

Desde que perdí un tímpano buscando perlas en la Gran Barrera de Coral, me veo en desventaja en estas reuniones; el ruido de superficie es unos doce decibeles más alto de lo que yo puedo dominar. Y eso no es poco impedimento cuando le presentan a uno gente con nombres como Dharmasiriwardene, Tissaveerasinghe, Goonetilleke, y Jayawickrema. Por lo tanto, cuando no estoy asaltando el bufete, busco un lugar relativamente tranquilo donde tenga alguna posibilidad de seguir más del cincuenta por ciento de cualquier conversación en la que pudiera verme metido. Estaba dentro de la som­bra acústica de una enorme columna, estudiando la es­cena con mi aire de indiferencia tipo Somerset Maugham, cuando noté que alguien me miraba con esa expresión de «¿No nos hemos visto antes?».

Lo describiré con algún cuidado, porque debe haber mucha gente que pueda identificarlo. Tenía treinta y tantos años, y supuse que era norteamericano. Mostraba la pulcritud, el corte de pelo, el aire del hombre que acostumbra a andar por Rockefeller Center, esa apa­riencia que era marca de pureza hasta que los diplomá­ticos jóvenes y los consejeros técnicos rusos comenzaron a imitarla con tanto éxito. Medía un metro ochenta, tenía astutos ojos castaños y pelo negro, prematura­mente gris en las sienes. Aunque yo estaba bastante seguro del hecho de que no nos habíamos encontrado nunca antes, su cara me recordaba a alguien. Tardé un par de días en darme cuenta a quien: ¿recuerdan al difunto John Garfield? Era tan parecido que casi no había diferencia.

Cuando un extraño me llama la atención en una fiesta, mi procedimiento clásico entra en acción auto­máticamente. Si parece una persona agradable, pero no tengo deseos de conocerla en el momento, uso con ella la Mirada Neutral, dejando que mi vista la recorra rápi­damente sin un parpadeo de reconocimiento, aunque no con verdadera hostilidad. Si parece un chiflado, reci­be el Coup d’oeil, que consiste en una larga mirada de incredulidad, seguida de una vista sin prisa de mi nuca. En casos extremos se puede agregar una expresión de asco durante unas milésimas de segundo. Generalmente el mensaje llega.

Pero este personaje parecía interesante, y yo me es­taba aburriendo, así que le ofrecí el Saludo Afable. Minutos después se acercó entre la gente, y yo volví hacia él mi oído sano.

—Hola —dijo (sí, era norteamericano)—, me llamo Gene Hartford. Estoy seguro que nos hemos encon­trado antes.
—Es muy posible —respondí—. He pasado mucho tiempo en los Estados Unidos. Soy Arthur Clarke.

En general eso produce una mirada vacía, pero algu­nas veces no. Casi pude ver las fichas IBM revoloteando tras esos duros ojos pardos, y me halagó su rapidez.

—¿El escritor de ciencia?
—Así es.
—Bueno, esto es extraordinario. —Parecía genuinamente sorprendido—. Ahora sé dónde lo he visto. Fue una vez en el estudio, cuando usted estaba en el pro­grama de Dave Garroway.

(Podría valer la pena seguir esta pista, aunque lo dudo; y estoy seguro que ese «Gene Hartford» era falso; era demasiado artificial).

—¿Así que usted está en la televisión? —le pre­gunté—. ¿Qué hace aquí? ¿Recoge material, o simple­mente anda de vacaciones?

Me brindó la sonrisa franca y amistosa del hombre que tiene mucho para esconder.

—Oh, mantengo los ojos abiertos. Pero esto es sor­prendente. Leí su libro La Exploración al Espacio cuan­do salió en..., eh...
—En el cincuenta y dos; el Club del Libro del Mes nunca volvió a ser el mismo desde entonces.

Todo ese tiempo estuve tratando de juzgarlo, y aun­que había algo en él que no me agradaba no pude saber bien qué era. De todas formas yo estaba dispues­to a hacer grandes concesiones a una persona que ha­bía leído mis libros y que además trabajaba en televi­sión; Mike y yo siempre estamos buscando mercados para nuestras películas submarinas. Pero ésa, para decir­lo suavemente, no era la línea de negocios de Hartford.

—Mire —dijo ansiosamente—, estoy trabajando en un asunto importante para una cadena de televisión que le interesará; en realidad, usted ayudó a darme la idea.

Esto sonaba prometedor, y mi coeficiente de avari­cia saltó varios puntos.

—Me alegro. ¿De qué se trata?
—No puedo discutirlo aquí. ¿Qué le parece si nos encontramos en mi hotel, mañana a las tres?
—Déjeme ver la agenda; sí, está bien.

En Colombo hay solamente dos hoteles frecuenta­dos por norteamericanos, y acerté la primera vez. Estaba en el Mount Lavinia, y aunque quizá ustedes no lo sepan han visto el lugar donde tuvimos nuestra charla privada. Cerca de la mitad de “El Puente sobre el Río Kwai” hay una breve escena en un hospital militar, donde Jack Hawkins conoce a una enfermera y le pre­gunta dónde puede encontrar a Bill Holden. Tenemos debilidad por este episodio, porque Mike era uno de los oficiales navales convalecientes que se ven al fondo. Si miran atentamente, lo verán a la extrema derecha, con la barba en pleno perfil, firmando con el nombre de Sam Spiegel su sexta vuelta de bar. Tal como resultó la película, Sam podía permitírselo.

Fue aquí, en esta meseta diminuta, sobre las playas bordeadas de palmeras, donde Gene Hartford comenzó a hablar, y mis ingenuas esperanzas de beneficios financieros comenzaron a evaporarse. En cuanto a los motivos de Gene Hartford, si es que él mismo los co­nocía, todavía no estoy seguro. La sorpresa de encon­trarme, y un equivocado sentimiento de gratitud (del cual yo habría prescindido con alegría), jugaron induda­blemente su papel, y a pesar de todo su aire de con­fianza debe haber sido un hombre amargado y solo, que necesitaba desesperadamente aprobación y amistad.

De mí no obtuvo ninguna de esas cosas. Siempre he tenido algo de compasión por Benedict Arnold, como debe tenerla cualquiera que conozca todos los as­pectos del caso. Pero Arnold sólo traicionó a su país; nadie, antes de Hartford, trató de seducirlo. Lo que desvaneció mis sueños de dólares, fue la noticia asegurando que la conexión de Hartford con la televi­sión norteamericana se había roto, algo violentamente, a principios de la década del cincuenta. Estaba claro que lo habían echado de la Avenida Madison por afiliarse al Partido, y también estaba claro que en este caso no habían cometido ninguna injusticia. Aunque hablaba con cierta furia controlada de su lucha contra la torpe censura, y lloraba por una brillante —aunque innominada— serie de programas culturales que habría comenzado justo antes de ser echado del aire, a esa altura yo empezaba a oler tantas ratas que mis respues­tas eran muy cautelosas. Mi interés pecuniario en el señor Hartford disminuía, pero mi curiosidad personal aumentaba. ¿Quién estaba detrás de él? No la BBC.

Cuando logró sacar del cuerpo toda la autocompasión, habló finalmente del asunto:

—Tengo una noticia que lo hará levantarse —dijo presumidamente—. Las cadenas norteamericanas tendrán pronto competencia. Y será en la forma que usted pre­dijo. La gente que envió a la Luna un transmisor de televisión puede poner uno mucho mayor en órbita alre­dedor de la Tierra.
—Los felicito —dije cautelosamente—. Siempre estoy a favor de la sana competencia. ¿Cuándo lo lanzan?
—En cualquier momento. El primer transmisor lo estacionarán al sur de Nueva Orleans; en el ecuador, claro. Eso significa que estará bien afuera sobre el Pací­fico; no quedará sobre el territorio de ninguna nación, y no surgirán por lo tanto complicaciones políticas. Sin embargo estará allí en el cielo, bien a la vista de todo el mundo, desde Seattle a Key West. Piense: ¡la única estación de televisión que podrán sintonizar todos los Estados Unidos! ¡Incluso Hawai! No habrá forma de provocar interferencias; por primera vez habrá un canal que puede entrar en cada hogar norteamericano. Y los “Niños Exploradores” de J. Edgar no pueden hacer nada para bloquearlo.

De modo que ése es tu pequeño fraude, pensé; por lo menos eres franco. Hace tiempo que aprendí a no discutir con marxistas, pero si Hartford decía la verdad quería sonsacarle todo lo que fuera posible.

—Antes que se entusiasme demasiado —dije—, hay algunos puntos que usted puede haber olvidado.
—¿Por ejemplo?
—Esto funcionará en dos direcciones. Todos saben que la Fuerza Aérea, la NASA, los Laboratorios Bell, la ITT, Hughes, y otras varias docenas de agencias están trabajando en el mismo proyecto. Cualquier cosa que Rusia le haga a los Estados Unidos en materia de pro­paganda le será devuelto a interés compuesto.

Hartford sonrió con tristeza.

—¡Caramba, Clarke! —dijo. (Me alegró que no me tuteara.) Estoy un poco desilusionado. Usted debe saber que los Estados Unidos llevan varios años de atra­so en capacidad de carga. ¿Cree usted que el viejo T. 3 es la última palabra de Rusia?

Fue en ese momento cuando comencé a tomarlo muy en serio. Tenía toda la razón. El T. 3 podía transportar por lo menos cinco veces más carga útil que cualquier cohete norteamericano a esa órbita crítica de treinta y cinco mil kilómetros, la única que permitiría a un saté­lite permanecer fijo sobre la Tierra. Y para cuando los Estados Unidos pudieran igualar esa hazaña sólo el cie­lo sabe donde estarían los rusos. Sí, el cielo lo sabría de veras...

—Muy bien —concedí—. ¿Pero por qué cincuenta mi­llones de hogares norteamericanos tendrían que comen­zar a cambiar de canal tan pronto como puedan sinto­nizar Moscú? Admiro a los rusos, pero sus entreteni­mientos son peores que su política. Luego del Bolshoi, ¿qué les queda?

Recibí otra vez esa sonrisa triste y extraña. Hartford había guardado el golpe más fuerte.

—Fue usted quien trajo los rusos a colación —dijo—. Están en esto, seguro; pero sólo como contratistas. La agencia independiente para la cual trabajo les paga sus servicios.
—Esa —observé fríamente— debe ser toda una agencia.
—Lo es; la más grande. Aunque los Estados Unidos pretendan que no existe.
—Oh —dije, algo estúpidamente—. De modo que ése es su patrocinador.

Ya había oído esos rumores asegurando que la URSS iba a lanzar satélites para los chinos; ahora parecía que los rumores apenas dejaban vislumbrar parte de la verdad.

—Usted tiene toda la razón —continuó Hartford, quien obviamente se estaba divirtiendo— sobre los en­tretenimientos rusos. Luego de la novedad inicial, el índice de audiencia bajaría a cero. Pero no con el programa que yo proyecto. Mi trabajo es encontrar mate­rial que deje a todos los demás canales fuera de comba­te cuando salga al aire. ¿Usted cree que no se puede hacer? Termine esa bebida, y suba a mi habitación. Tengo una larga película sobre arte religioso que me gustaría mostrarle.

Bueno, no estaba loco, aunque durante algunos mi­nutos lo dudé. Podía pensar pocos títulos mejor calculados para que el espectador sintonizara el canal que el que apareció en la pantalla: ASPECTOS DE LA ESCULTURA TÁNTRICA DEL SIGLO XIII.

—No se inquiete —rió Hartford, sobre el zumbido del proyector—. Ese título me ahorra problemas con los inspectores de Aduana. Es correcto, pero lo cambiare­mos por algo más taquillero cuando llegue el momento. Sesenta metros más adelante, luego de unas largas tomas inocuas de arquitectura, comprendí lo que que­ría decir.

Ustedes saben que hay ciertos templos en la India cubiertos de esculturas soberbiamente ejecutadas, de un tipo que nosotros en Occidente jamás asociaríamos con religión. Decir que son francas es risible; no dejan nada a la imaginación, cualquier imaginación. Pero al mismo tiempo son genuinas obras de arte. Y también lo era la película de Hartford.

Había sido filmada, en caso que les interese, en Konarak, el Templo del Sol. Luego me informé; está en la costa de Orissa, a unos treinta y cinco kilómetros al noroeste de Puri. Los libros de referencia son bastan­te tímidos; algunos se disculpan por la «obvia» imposi­bilidad de mostrar ilustraciones, pero la Arquitectura Hindú de Percy Brown no ahorra palabras. Las escultu­ras, dice, son de «un desvergonzado carácter erótico que no tiene paralelo en ningún edificio conocido». Parece exageración, pero lo creo luego de haber visto esa película.

La fotografía y el montaje eran excelentes; la antigua piedra despertaba a la vida ante los lentes. Había largas tomas del sol ahuyentando sombras de cuerpos entrelazados en éxtasis, que dejaban sin aliento; asom­brosas tomas, en primer plano, de escenas que al princi­pio la mente se negaba a reconocer; estudios suavemen­te iluminados de piedra esculpida por un maestro, en todas las fantasías y aberraciones del amor; incansables movimientos cuyo significado eludía la comprensión, hasta que se inmovilizaban en dibujos de deseo intem­poral, de satisfacción eterna. La música —principal­mente percusión, entrelazada con el agudo sonido de algún instrumento de cuerdas que no pude identi­ficar— se adecuaba perfectamente al tempo del mon­taje. Por momentos era lenta y suave, como los pri­meros compases de «L’Après-midi» de Debussy; lue­go, los tambores llegaban velozmente a un clímax de frenesí casi insoportable. El arte de los antiguos escul­tores, y el talento del cineasta moderno, se habían combinado a través de los siglos para crear un poema de éxtasis, un orgasmo en celuloide que nadie podría presenciar sin conmoverse.

Hubo un largo silencio cuando la pantalla se inundó de luz y la música lasciva terminó de apagarse.

—¡Mi Dios! —dije, cuando recuperé algo de mi com­postura—. ¿Van a transmitir eso?

Hartford rió.

—Créame —respondió—, eso no es nada; ocurre que es la única película que puedo llevar conmigo sin peli­gro. Estamos dispuestos a defenderla apoyándonos en el verdadero arte, el interés histórico, la tolerancia reli­giosa..., oh, hemos pensado en todos los ángulos. Pero en realidad no importa; nadie puede detenernos. Por primera vez en la historia toda forma de censura se vuelve imposible. Simplemente no hay manera de apli­car la ley; el cliente obtiene lo que desea, y en su propia casa. Cierre la puerta, encienda el televisor; los amigos y la familia jamás lo sabrán.
—Muy ingenioso —dije—, ¿pero no cree usted que una dieta semejante cansa muy pronto?
—Por supuesto; en la variedad está el gusto. Tendre­mos muchos entretenimientos convencionales; deje que yo me preocupe por eso. Y de vez en cuando tendre­mos programas de información —odio esa palabra «pro­paganda»—, para decirle al enclaustrado pueblo nortea­mericano lo que realmente sucede en el mundo. Nues­tras películas especiales serán solamente la carnada.
—¿Le importa si tomo un poco de aire fresco? —di­je—. Esto se está poniendo irrespirable.

Hartford corrió las cortinas, y dejó que la luz volvie­ra al cuarto. A nuestros pies se extendía una larga playa curva. Las batangas de los botes de pesca se alzaban bajo las palmeras, y las pequeñas olas se deshacían en espuma, al concluir su fatigosa marcha desde África. Uno de los paisajes más hermosos del mundo, pero no me pude concentrar en él. Aún veía esos miembros retorcidos, esos rostros helados con pasiones que ni los siglos podían extinguir.

La voz libidinosa continuó a mi espalda.

—Se sorprendería si supiera cuánto material hay. Re­cuerde, no tenemos ningún tabú. Si se puede filmar, nosotros podemos televisarlo.

Caminó a su escritorio y levantó un pesado volu­men, bastante usado.

—Ésta ha sido mi Biblia —dijo—, o mi Sears, Roe­buck, si usted lo prefiere. Sin ella nunca habría vendi­do la serie a mis patrocinadores. Son grandes creyentes en la ciencia, y tragaron toda la cosa, hasta el último punto.

Asentí. Siempre que entro en un cuarto analizo los gustos literarios de mi huésped.

—El doctor Kinsey, ¿no?
—Creo que soy el único hombre que lo leyó de tapa a tapa, en vez de mirar solamente las estadísticas. En ese campo es la única investigación de mercado. Hasta que aparezca algo nuevo le sacaremos todo el jugo. Nos dice lo que el cliente quiere, y nosotros vamos a dár­selo.
—¿Todo?
—Si la audiencia es suficientemente grande, sí. No nos preocuparemos por los campesinos tontos que se vuelven adictos a la mercancía. Pero los cuatro sexos principales recibirán un tratamiento completo. Ésa es la belleza de la película que usted acaba de ver: atrae a todo el mundo.
—De eso no queda duda.
—Nos divertimos mucho planeando la película que titulé «Rincón del homosexual». No se ría; ninguna agencia emprendedora puede permitirse ignorar a esa audiencia. Por lo menos diez millones, contando a las damas. Si cree que yo exagero mire en los quioscos todas las revistas que hay de arte masculino. No fue fácil chantajear a algunos de los más delicados, y lo­grar que actuaran para nosotros.

Vio que estaba comenzando a aburrirme; hay cierto tipo de obsesión que encuentro deprimente. Pero fui injusto con Hartford, como él se apresuró a probar.

—Por favor no piense —dijo ansiosamente— que el sexo es nuestra única arma. ¿Alguna vez vio el trabajo que Ed Murrow hizo con el difunto Joe McCarthy? Eso no es nada, comparado con los perfiles que estamos planeando en «Washington Confidencial». Y está nuestra serie «¿Puede usted soportarlo?», destinada a separar a los hombres de los maricas. Publi­caremos tantas advertencias por anticipado que todo norteamericano se sentirá obligado a ver el programa. Comenzará en forma inocente, basado en un tema muy bien preparado por Hemingway. Se verán algunas se­cuencias de toreo que literalmente lo levantarán del asiento, o lo enviarán corriendo al baño, porque mues­tran todos los pequeños detalles que nunca se ven en esas pulcras películas de Hollywood. Seguiremos después con un material realmente úni­co, que no nos cuesta nada. ¿Recuerda las pruebas fotográficas de los juicios de Nüremberg? Usted nunca la vio porque no eran publicables. Había varios fotógra­fos aficionados en los campos de concentración, y saca­ron todo el jugo a una oportunidad que no volvería a presentárseles. Algunos de ellos fueron colgados gracias al testimonio de sus propias cámaras, pero su trabajo no se perdió. Será una buena introducción para nuestra serie «La tortura a través de los siglos»; muy erudita y exhaustiva, aunque de gran atractivo.
»Y hay docenas de enfoques, pero ahora usted tiene una idea. La Avenida cree saberlo todo sobre Persua­sión Oculta. Créame que no lo sabe. Los mejores psicó­logos prácticos del mundo están ahora en Oriente. ¿Re­cuerda Corea, y el lavado de cerebro? Hemos aprendido mucho desde entonces. No hay ya necesidad de violen­cia; a la gente le gusta que le laven el cerebro, si se hace bien.

—Y ustedes van a lavarle el cerebro a los Estados Unidos —dije—. Todo un trabajito.
—Exactamente. Y al país le encantará, a pesar de todos los gritos del Congreso y de las Iglesias. Sin men­cionar las cadenas de televisión, por supuesto. Son las que harán más escándalo, cuando vean que no pueden competir con nosotros.

Hartford miró el reloj, y silbó con alarma.

—Es hora de empacar —dijo—. A las seis tengo que estar en ese impronunciable aeropuerto. ¿No sería posi­ble que usted volara a Macao alguna vez, para vernos?
—No, pero ya me he formado una buena idea del asunto. A propósito, ¿no tiene miedo a que le arruine el negocio?
—¿Por qué? La publicidad nos favorecerá. Aunque nuestra campaña no sale hasta dentro de varios meses creo que usted se ha ganado esta primicia. Como le dije, sus libros ayudaron a darme la idea.

¡Su gratitud era genuina, mi Dios! Me dejó comple­tamente mudo.

—Nada puede detenernos —declaró, y por primera vez no pudo controlar el fanatismo que se escondía tras la fachada amable y cínica—. La Historia está de nuestra parte. Utilizaremos la propia decadencia de los Estados Unidos contra ellos mismos; es un arma ante la cual no tienen defensa alguna. La Fuerza Aérea no intentará cometer piratería espacial, derribando un saté­lite completamente alejado del territorio norteamerica­no. La Comisión Federal de Comunicaciones no puede siquiera protestar a un país que no existe a los ojos del Departamento de Estado. Si tiene alguna otra sugerencia estaría muy interesado en escucharla.

No tenía ninguna entonces, y no tengo ninguna aho­ra. Quizás estas palabras puedan servir de breve adver­tencia, antes que aparezcan los primeros anuncios provocadores en los periódicos, alarmando a las cadenas de televisión. ¿Pero lograré algo? Hartford creía que no, y tal vez tenía razón.

«La Historia está de nuestra parte». No pude sacarme esas palabras de la cabeza. Tierra de Lincoln y Franklin y Melville, te amo y te deseo lo mejor. Pero en mi corazón sopla un viento frío del pasado, pues recuerdo a Babilonia.



en Relatos de diez mundos, 1962









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